Extranjeros
Opinión

Extranjeros

Por:
febrero 24, 2014
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A Otavalo llegamos rumbo a Ancona

 

I 

A Otavalo llegamos rumbo a Ancona.
Susurramos un vals de Venezuela
en El Cuzco, bebiendo una Corona
más chicana que un “¡Ay!” de La Chabela.

 

Un danzón santiaguero silbó el piano
en el tren Barranquilla – Barcelona
y era Nazca el pocillo lusitano
de mi espresso quindiano, en Carcasona.

 

Con el flash de sus ojos neoyorquinos
hizo clic la fotógrafa nipona
en Granada, entre toldos argelinos.

 

Es latino el teatro en Tarragona.
Por París los sudacas son beduinos.
En Madrid desemboca el Amazonas.

 

II

 

Huele el Ródano en Arles a pimienta
esparcida por manos albanesas.
Gitanitos en Chile: ¿quién nos cuenta
si es manchú o andaluza su tristeza?

 

Goyeneche en la tele japonesa.
Good hip hop en los barrios bogotanos.
Nuevos francos saquean nuevas Edesas
mientras Roswel deporta raelianos.

 

¿Cuál nación es la patria verdadera?
¿El políglota es dios reencarnado?
Sean malditos el himno, la bandera,
la diferencia en tecla y en teclado,
la imperdonable raya en la frontera
y el saborcito amargo del visado.

Medellín está mejor hoy que en los años ochenta.
Y aunque puedan existir matices en una afirmación tan contundente, no estoy dispuesto a discutirla.
La ciudad que viví en mi adolescencia, donde las bombas eran pan de cada día, donde imperaba la ley del narco, donde los periodistas matizaban la crítica para salvar el pellejo, donde la corrupción política no era la noticia sino el modus operandi, esa ciudad, no era un mejor lugar para vivir que la Medellín de hoy.

¿Críticas a la ciudad de ahora? ¡Montones! Y a algunas de ellas me sumo con voz insistente. Pero, repito, la ciudad que viví en la década de 1980 era, por mucho, menos habitable que la Medellín de hoy.

Y las cifras respaldan esta afirmación: menos muertes violentas, más empleo, menos secuestros y un largo etcétera. Pero entre el panorama de los indicadores de mejoría, hay uno que quiero destacar: Medellín se ha convertido en la última década en un receptor de extranjeros.

Sin embargo no hablo de la fría cifra. Hablo de mis vecinos.

Juan, ha venido de España y tiene un próspero restaurante.
Un grupo de amigos argentinos ha abierto una bella parrilla que me obligo a frecuentar cada vez que puedo.
Luca viene de la Toscana e importa aceite de oliva.
Michel, que viene de México, tiene una colorida flota de carritos donde vende helados de tequila.
Luis prepara arepas como le enseñó su abuela en su nativa Maracaibo.
Y la cuenta aumenta semana por semana.

Se que para cualquiera que no viva o conozca a Medellín, lo que cuento no tiene nada de raro. Pero habría que conocer esta ciudad y su historia para entender que un cuadro multinacional era impensado hasta hace muy poco.

Y aunque los turistas son ya moneda de cada día y su presencia le da colorido al barrio y a la ciudad, yo me refiero a los otros. A los que vienen a quedarse. A los que plantan raíces. A los que eligen esta ciudad como destino más o menos definitivo.

No se si sus emprendimientos económicos resulten sostenibles o si la economía se verá beneficiada por su presencia. No lo se y en realidad me importa poco. Celebro la inmigración por un motivo diferente: esos inmigrantes son —estoy convencido— uno de los ingredientes imprescindibles para desterrar la que puede ser una de las peores características de la sociedad paisa: su provincianismo uniformador, su desprecio por la diferencia, su conservadurismo rancio.

Bienvenidos otros modos de ver el mundo. Bienvenidas otras lenguas. Bienvenidos otros colores de piel, otras formas de cantar, otros sabores, otros colores.

No vamos a crecer mirándonos el ombligo. Creceremos en la medida en que descubramos que hay un mundo más allá de la montaña.

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Sobre mi despedida de Las2Orillas

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