El epulón de Catalunya (IV)

El epulón de Catalunya (IV)

El conocimiento del pasado gira sobre el problema de los orígenes y sobre las “justificaciones”, con frecuencia mucho más que sobre el de la “comprensión”

Por: Orlando Solano Bárcenas
abril 02, 2018
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
El epulón de Catalunya (IV)

Catalunya siempre ha vivido obsesionada con las primeras y en procura de la segunda. Giran unas y otras sobre una búsqueda de la “particularidad”, de la “diferencia”, de  las “referencias” “identitarias”. En resumen en el encuentro con un “nosotros” frente a la “otredad” de “aquellos”, los “otros”. El resto de los españoles. Sobre todo, los pobres de las regiones pobres.

La Roma imperial logró establecer en lo que fuera la Marca Hispánica unos epulones reunidos en “collegium”. Sin embargo pese al rápido paso del tiempo, quién lo creyera, todavía pervive uno de ellos en la actual Catalunya.

A decir verdad en calidad de “fugado” aunque a primera vista y dadas las características independentistas del lugar de su  refugio, que no es la paradisiaca Andorra como se esperaba, no se podría afirmar que en calidad de “asilado” porque a la sede de un  organismo supranacional de tanta entidad como lo es “Europa” esa figura podría dislocarle la unidad lograda con tantas dificultades y superación in extremis de más de quinientos grupos humanos que podrían aspirar a convertirse en etno-Estados.

Ver: El epulón de Catalunya (I)

Para algunos Catalunya se encuentra en permanente procura de su “nación”, una nación que en  opinión de algunos historiadores nunca ha existido. Afirmación que no podría ser tan tajante, porque podría ofender la memoria del conde Borrel II y mucho más la de Berenguer IV, pero que le produciría gran satisfacción a los nostálgicos  de la unión dinástica de las Coronas de Castila y Aragón.

En todo caso y pese a la derrota de 1714, Catalunya ha reivindicado y reivindica todavía —y de qué manera— esos antiguos fueros que hoy en día le permiten a los nacionalistas “particularistas” negar la existencia de una nación española, para sobreponerla o apartarla de la nación “catalana”. Esta es la causa y razón alegada por el rico epulón hoy fugado hacia las provincias exteriores de la Galia Bélgica, sin poder él especificar si se encuentra en la Valonia o en Flandes  por no haber escogido todavía él o ella sus empatías… Lo cierto es que el nacionalismo independentista catalán se aferra a conceptos y términos que la máxima de la experiencia demuestra cuán peligrosos son para la estabilidad mundial, como quiera que dos Guerras Mundiales están ahí para servir de ejemplo de hacia dónde conducen los hervores nacionalistas. Uno de esos conceptos es el de “patria catalana”.

Una reacción de los catalanes de hoy en día contra el españolismo a ultranza de Francisco Franco, sería comprensible; no lo seria tanto, luego de la Carta Constitucional de 1978. Ciertamente el franquismo terminó confundiéndose con una visión unidimensional, centralizadora y empobrecedora de una España rica en matices, idiosincrasias, colores, paisajes,  lenguas y toda la gama de diversidades de una nación rica en historia y leyendas de todo tipo. De la España del “Caudillo”, los catalanes sacaron un sentimiento de sometimiento, de verticalidad —ah la de “verticalidad”— palabra y concepto tan caros al franquismo. Tanta fue la falta de “horizontalidad” de esta ideología que para los habitantes del territorio español el nombre de su nación pasó a ser reemplazado por términos eufemísticos cuales los de “Estado español”, “país español” y otros que evitaban pronunciar el nombre histórico de España.

Ver: El epulón de Catalunya (II)

A partir de 1978 la España franquista era casi “un periódico de ayer”, afortunadamente reemplazado por una España plural, de libertades y muy democrática aún bajo la monarquía que sustituyera al “gallo tapao”, al del “dedazo”, al “ungido” Carrero Blanco. A no dudarlo la España de hoy en día es una España plural, democrática, no centralista a ultranza, autonómica, estable y admirada así no lo consideren ciertos nacionalismos que parece quisieran volver a aquel estrecho callejón de Sarajevo. No obstante, los afanes de “irse” de los nacionalismos catalán, valenciano, vasco y gallego siguen vivos, sobre todo el primero de ellos, lo que no deja de perturbar no solo a España sino también a una Europa sometida a irresponsables rupturas cuales las del Brexit, la Padania, la flamenca, la muniquense, la corsa, la bretona y pare de contar como lo veremos al estudiar a los epulones del resto de Europa.

Ver: El epulón de Catalunya (III)

Las autonomías españolas

La organización territorial del Estado español muy a pesar de los avances que lo han llevado casi que a algo bastante próximo al federalismo y gracias a los grandes logros del autonomismo, no es considerada “suficiente” por algunos de los nacionalismos, en especial el catalán. En efecto, el concepto de “nación española” es cuestionado por aquellos nacionalismos particulares que quieren para cada una de sus naciones un Estado particular, pretendiendo  negar que la nación españole es el sujeto de la soberanía y que es de ella de donde emanan todos los poderes del Estado. Soberanía que, por lo demás, no es divisible y que sí es ejercida sobre todo el territorio nacional del Estado español, realidad que pretenden negar los independentistas catalanes a ultranza.

Dentro del conglomerado español, unido por tantos factores de cohesión, se da la igualdad jurídica de los miembros del Estado mas aceptando la realidad de la existencia  de ciertas especificidades que, sin embargo, no podrían llegar a alterar la preeminencia del todo, por ser de este de donde surge el reconocimiento de las diferencias regionales. Entonces, cada comunidad autonómica tiene derecho a que se le reconozcan sus diferencias porque son ellas las que hacen de la Nación un crisol de diversidades que enriquecen, enaltecen y le dan consistencia en el concierto de las naciones. Queda en claro que  el sujeto de la soberanía española reside en esa globalidad histórica en la que viven ciudadanos sujetos a una misma ley, como lo ha reconocido la comunidad universal de naciones y los sistemas supranacionales.

España, como todo país por lo demás, es diversa. Nadie puede negar este hecho histórico, cultural, social, regional y hasta lingüístico. Pero esto no obsta para que las parcialidades regionales y culturales autonómicas queden sujetas al Estado nacional como lo dispone el Acuerdo fundamental posfranquista. Histórico texto de muy difícil logro, que dispone  la sujeción de todos los habitantes del territorio a una misma ley que, por lo demás, tuvo un origen democrático y como medio de enterrar definitivamente rezagos del franquismo. Esta sujeción implica, en razón del principio democrático de igualdad, que aún el nacionalismo catalán, tan exótico como los demás independentismos en épocas de Globalización, lo acate. Los valores excluyentes, patrioteros y hasta ridículos del “españolismo” franquista han quedado atrás, reemplazados por unos valores y principios democráticos que deben dejar sin fundamento los nacionalismos particulares.

No obstante, la presentación en marzo de 2018 del llamado Manifiesto por la Historia y la Libertad ha sido tildado por los cultores y nostálgicos del franquismo como un documento izquierdista que obliga a la mentira histórica obligatoria, por cercenarles a los españoles el derecho a decir la verdad y no ser castigados por ello; peor, agregan, por ser una ampliación de la injusta y sectaria Ley de 2007 del ex Presidente de Gobierno Rodríguez Zapatero, texto que dinamita el pacto de transición, la reconciliación nacional y el franquismo. Es decir, rematan, no es sino un revivir de la ley de Defensa de la República de 1931. Posición rechazada por los defensores de la democracia liberal.

De la Carta de 1978 surge un reconocimiento de las “nacionalidades”  para referirse a realidades culturales suficientemente diferenciadas pero integradas en la nación española, que hoy se expresan libremente sobre territorios ciertos y delimitados en los que se funden para enriquecer la diversidad. Es decir, que cada pueblo de España goza de la libertad de eclosionar la riqueza cultural de lo propio dentro de un proceso descentralizador que no supo adoptar en su momento el Constituyente colombiano de 1991.

Eclosión que está protegida y estimulada en las diversidades, diferencias, particularismos, maneras de ser e idiosincrasias que se encuentran ahora  libres de las forzadas homogenizaciones franquistas pero siempre sometidas a concepto como los de filantropía, fraternidad y solidaridad entre las partes componentes del todo. La Nación, es bien sabido, es una suma de solidaridades, de cunas, monumentos, historias, sueños en común y, sobre todo, fraternidad.

El término de “nacionalidad” empleado en el Pacto o Acuerdo  fundamental reconoce el hecho cultural diferenciado, singular y particular; sin embargo,  tiene ínsito un límite: el de “nación española”. Término que cubre lo local, lo regional y lo autonómico. Entonces, la nación es España como un todo compuesto de partes en el cual ellas se realizan en libertad pero bajo el acatamiento exigido por la Constitución de respetar la soberanía que se predica de España, el sujeto verdaderamente soberano de acuerdo a los criterios ya muy bien establecidos por los textos del derecho público internacional.

El pleno acatamiento de la normativa española por todas las nacionalidades le exigirá al Estado español reafirmar y profundizar en la práctica de las libertades, fomentar la participación ciudadana, el pluralismo, el respeto a la oposición y a las características de los “pueblos” o “países españoles”; sobre todo, brindar protección y estímulo a la riqueza lingüística de cada uno de ellos, pero asumiendo cada uno el castellano como si fuese el latín de la España romanizada. Todo esto debe ser vivido como un estímulo, como un propósito nacional de convivencia pacífica que permita a todos los españoles la concreción y vivencia de la solidaridad y rechace los excesos nacionalistas de ciertas Autonomías.

La descentralización avanzada de 1978 no es una concesión graciosa del Estado central español, ella  es una conquista histórica y pactada del reconocimiento del pluralismo que el franquismo arbitrario y homogeneizador cubrió con “verticalismos” negadores de la diversidad que siempre ha enriquecido la Península.

La Constitución de 1978 le dio una nueva funcionalidad a la Administración Pública española en aras de garantizar el orden político y la paz social en el plano estatal, autonómico y local, aspectos regidos por el principio de “subsidiaridad” que está plasmado en el Derecho Europeo para estricto cumplimiento de los Estados miembros. Este principio se puede traducir como la necesidad de que los servicios públicos sean prestados por la Administración pública más próxima, es decir por  aquella que se encuentre en las mejores condiciones de proporcionar a los ciudadanos los productos de calidad que ofrece el Estado Social Democrático de Derecho. Entonces, la fórmula organizativa es mucho más amplia que la antigua fórmula unitaria anterior a 1978. Quiere esto decir que el ejercicio de las competencias de nivel “superior” no puede darse sino cuando los niveles “inferiores” no tengan la capacidad de ejercitarlas.

Ciertos sectores del independentismo catalán  consideran que la administración central española se entromete  demasiado en las competencias de las Autonomías. Lo mismo piensa de estas últimas, las administraciones locales porque  si necesariamente todas ellas deben coexistir en el mismo territorio nacional, igualmente deben trabajar bajo los principios constitucionales generales de unidad, autonomía y solidaridad. En lo relacionado con el principio de “unidad”, Cataluña debe reconocer que existe un  Gobierno del Estado que deriva su razón de ser y existencia de la misma idea de soberanía nacional. Por el principio de “autonomía”, las competencias de cada una deben ser respetadas por el Gobierno del Estado teniendo en cuenta que es descentralizador. Por el de principio de “solidaridad”, la autonomía catalana debe ser leal y diligente  ejecutora de los principios de cooperación y coordinación. Cataluña debe asumir entonces el principio de “cooperación” como un deber general de reciprocidad, apoyo y mutua lealtad institucional en razón a que ese principio es un fin, un objetivo del Estado descentralizado. De todo esto se desprende que entre los poderes territoriales debe predicarse una lealtad mutua.

Los poderes autonómicos deben esforzarse en no convertirse en aparatos únicos y hegemónicos que aplasten las autonomías municipales y locales. El afán independentista catalán ha llevado las suyas  a una homogenización interna que afecta notablemente la riqueza local y vernácula de las diferentes poblaciones. Lo que le exige el texto constitucional a Cataluña es insertarse en el conjunto de los pueblos de España para construir cada día una verdadera nación que pueda jugar con éxito al interior de la Unión Europea y “arrastrar” con su coche a los países de esa América que antes era llamada “hispánica”, a los mercados del continente europeo.  Esta sí que es una verdadera “deuda histórica” para con pueblos expoliados durante tanto tiempo por el Imperio “español” en su totalidad histórica.

La coexistencia de la Administración central del Estado español con las Administraciones Autonómicas no es fácil, lo que no debe llevar a rupturas ni tensiones permanentes puesto que la racionalidad administrativa  puede solucionar pacíficamente todos estos diferendos, mas siempre y cuando se respeten las respectivas competencias tanto, por ejemplo, de parte de los Delegados del Gobierno como de las Autoridades Autonómicas. Lo que sí es claro, es la “indisoluble unidad de la nación española patria común e indivisible” proclamada por el artículo 2º. de la Constitución de 1978. Según este texto el Estado no transfiere o delega competencias en bloque sino “facultades correspondientes a materias de titularidad estatal”, lo que implica para el Estado central preservar en exclusividad la atribución de la soberanía y el establecimiento de una regulación uniforme que asegure un tratamiento homogéneo en todo el territorio nacional.

Como consecuencia de lo anterior, la legislación estatal tiene que ser uniforme y siempre sujeta a una eventual revocación de la competencia transferida o delegada. La “delegación” comprende la totalidad de las competencias estatales que por su naturaleza deban ser realizadas en el ámbito Autonómico o en el local y está referida no solamente a actuaciones gestoras, sino también a actuaciones normativas que estén previstas en la legislación estatal. Lo autonómico tiene pues grandes poderes, pero ellos no pueden ni deben anular las libertades y derechos de las Entidades Locales porque ellas también gozan de autonomía si no política, sí por lo menos autonomía para la gestión de sus respectivos intereses. El legislador autonómico debe ser respetuoso de la autonomía de provincias y municipios, lo que implica respetar al ciudadano en su proximidad al ejercicio municipal. Esto debiera llevar a estudiar el problema catalán sobre el plano de cómo han sido y son en la actualidad las relaciones de la autonomía con las entidades locales para ver si allí encontramos a ricos epulones de Judea igualmente arbitrarios y despreciativos de lo local catalán.

Los opositores a LOS nacionalismos le reprochan al Gobierno central y a ciertos políticos la inercia política frente a la recuperación de competencias ante LAS Autonomías sobre todo en materias cuales la educación, sanidad y empleo con todas sus respectivas ramificaciones. Para la economía sí piden libertad para aquellas, hasta en lo internacional. No para la fiscalidad. Llegan incluso a pedir la supresión de los parlamentos autonómicos por darse en el país nacional la triplicidad legal, el abuso salarial y otras cosas más; por ejemplo, reforma de la ley electoral de manera tal que se reduzca a la mínima expresión simbólica los Estatutos autonómicos porque tanta dispersión territorial es absurda frente a solo 47 millones de habitantes.

España tiene una dimensión plural donde las singularidades y peculiaridades de las nacionalidades y regiones juegan un  papel importante, dado que profundiza la vida del país en lo interno; pero, también la tiene frente al fenómeno y realidad de la Globalización. Se impone entonces a España luchar contra nacionalismos de “fragmentación” que afirmen en demasía y de manera excluyente la nacionalidad particular, tarea que impone buscar fórmulas de solidaridad y participación de las Comunidades en los gastos del Estado sin apasionamientos  ni egoísmos que vejen y perjudiquen a las regiones menos favorecidas. La solidaridad no se puede predicar solo entre catalanes, ella debe ser practicada con todos los españoles y sin exclusión de los pobres Lázaros del subdesarrollo interno.

Catalunya frente a la Unión Europea 

Mirando hacia lo internacional, el catalanismo político  se vale y escuda detrás del “autonomismo” para tratar de hacer creer que ya es un nuevo país. Naturalmente a esta pretensión  se niega en primer término la Unión Europea en tanto que bloque supranacional. Le sigue en este rechazo todo el concierto de naciones del mundo, temeroso del resurgimiento de esos nacionalismos que llenaron de luto a toda la humanidad.

El catalanismo independentista finge  no saber que su Comunidad Autónoma está, como el resto de sus homólogas, insertada en la supranacionalidad de la integración europea la cual está dotada de poderes propios nacidos de la atribución voluntaria hecha en su favor —entre otros— por el Estado español en su calidad de Estado miembro. Esta condición les impone tanto a la Comunidad como a los ciudadanos  catalanes un ordenamiento jurídico propio, que también está integrado en el sistema jurídico del Estado español. Si España ha tenido que ajustar su normativa y funcionamiento a la de ese nuevo centro de poder político, con mayor razón debe hacerlo la Comunidad Autónoma de Cataluña, tarea que no ha sido fácil para ambos como tampoco para los demás Estados con descentralización territorial avanzada.

En la delicada materia de las relaciones internacionales, el Estado español ha hecho reserva de las competencias propias en lo internacional lo que obliga a Cataluña y a todas las demás Comunidades Autonómicas a acogerse a las obligaciones que surgen de esa pertenencia.  Algo que no es fácil por ser España un Estado descentralizado territorialmente y en parte políticamente, dada su condición de Estado “compuesto”. Es decir, que lo estatal y lo autonómico están añadidos a la Unión Europea.

Cataluña es Europa y no puede salirse de ella por una visión cerrada, unidireccional, exclusivista, reduccionista que solo levante muros simplistas.

Puidgemont fugado, Catalunya colapsada 

Privilegiar en exceso el elemento étnico catalán como si fuese lo único singular y particular frente al resto de diversidades peninsulares, está llevando a los independentistas a negar la sujeción de Cataluña a las mismas leyes que el resto de habitantes del territorio, posición extrema que podría conducir muy rápido a otras no exentas del cuasi racismo de que hacen gala los invitados al banquete del rico epulón hoy fugado.

El proceso de reafirmación del catalanismo independentista ha pasado de “moderado” a “radical” al abandonar reivindicaciones que podrían ser hechas dentro de medios democráticos  que en manera alguna desconocen la soberanía nacional española. No pueden los cultores del radicalismo catalán —cuasi “balcánico”— poner en ejecución medios y estrategias que riñan con la legalidad porque podrían dar un salto a la violencia armada. Mirando únicamente su propio omphalos, quejándose de la lluvia y del buen tiempo todo el tiempo, Carles Puigdemont —siempre con el egoísmo que caracteriza a todo rico epulón frente a las particularidades regionales   menos favorecidas por el suelo, el clima la historia y tantos otros factores de subdesarrollo que se dan aún en el interior de países del Primer Mundo— saltó al vacío. Con él, ha arrastrado a sus compatriotas de “patria chica”. Catalunya con sus fábricas y empresas “idas” al resto de España o al extranjero, sufre el desempleo y ha perdido la empatía con el resto de españoles y países.

En efecto, con el referendo del 1o. de octubre de 2017 —declarado ilegal por la justicia española— el expresidente de la Generalitat de Cataluña no quiso hacer un acto simbólico sino un acto de independentismo que movilizó a más de dos millones de votantes en favor  de su causa. Luego dicho acto fue ratificado con mayor votación el 21 de diciembre, en las autonómicas; pero, ya bajo el imperio del artículo 155 de la Constitución y con seguidores ahora en prisión. Fugado pero a diferencia de Salvador Allende, él sí sacrificado por su causa,  afirma que no regresará a Cataluña dentro de un maletero de coche y que lo suyo no fue una fuga sino el ejercicio del derecho europeo de libre circulación. Para justificar el acto nacionalista dice que todas las patrias son inventadas, contradiciendo el argumento de los antiguos condados y sus fueros históricos; también dice que lo de la “unidad” es una religión. No obstante, considera que se trata de un problema político que puede tratar de igual a igual con el Gobierno español. Remata diciendo que no es ningún acto criminal pedir la independencia de Cataluña.

Catalunya podría ser considerada —pese al paso de griegos, romanos, fenicios, cartagineses, visigodos  carolingios, árabes y etc.— como un principio de nación, pero no como un sujeto soberano originario que niegue la condición de “nacional” del Estado español en su actual existencia histórica y de derecho internacional, tal como lo reconoce la propia Constitución al afirmar la condición de España como nación soberana. Con la necesaria aclaración de que en veces un hirsuto nacionalismo españolista ha conducido a la España diversa —culpa esencial de los eventos de 1714 y del franquismo— a ejercer reivindicaciones que hoy en día parecen hacer figura de demodés y que podrían arrancarle refrescante sonrisa a la “Tabarnia” si no fuera porque la Europa de los nacionalismos es muy rápida en encender la mecha del bombazo inicial que  luego se hace imparable en Srebrenica.

A propósito de la Tabarnia su “president”, Albert Boadella, hizo un escrache frente a la casa de Puigdemont en —¿premonitorio?— ¡Waterloo¡ Autocalificándose de “especialista en paranoias regionales”. Además, constituido en acusador, pide para quien le disputa ser el payaso-jefe, que el juez español Pablo Llarena lo investigue por delitos de rebelión, sedición y malversación de fondos; pero, sobre todo, por ser “frescales”, “aprovechado” y haberse “buscado la vida”. Todo esto pese a que la mansión donde habitaba el ex president junto a Antoni Comín, Meritxell Serret y Clara Ponsati había sido despixelada para no ser reconocida por los antinacionalistas.

El catalanismo político -particularista e independentista de hoy en día- reclama soberanía plena a través de la autodeterminación con el propósito de abandonar  España, que es la nación. Es decir, que la Catalunya de los catalanistas independentistas pretende negar la condición nacional de España para poder así reivindicar ante el concierto de naciones la calidad de “nuevo” Estado soberano. Aspiración que por ahora es inútil porque la difícil unidad europea no va a seguir fraccionándose por escarceos irresponsables como los del Brexit y otros en curso. Le queda entonces al nacionalismo político y al rico epulón líder, hoy fugado, asumir todas las amplias libertades que le concede el Estado Autonómico en su condición de Estado nacional de libertades y de descentralización política pero, dentro del reconocimiento de la “condición nacional” de España, condición soberana de  todo el pueblo español sin distinciones de ningún tipo.

El catalanismo cultural, liberal e inteligente debe fortalecer su cultura no para excluir o imponerla a las demás regiones sino para que sea degustada por las otras Españas y la comunidad internacional, que tanto la visita. Quiere esto decir que el catalanismo o la catalanidad debe aceptar el hecho democrático de la existencia del artículo 2º. de la Carta de 1978 para situarse con pleno derecho dentro de una nación compleja  y rica en nacionalidades, regiones, territorios y provincias de pueblos diferenciados cuya prolífica existencia está plasmada desde el propio Preámbulo como “pueblos de España”.

Debe también aceptar el catalanismo político e independentista que la soberanía radica en el conjunto de “pueblos españoles” tomados como un todo, sin que ninguno de ellos se atribuya una fracción de soberanía que rompa la igualdad entre las partes. En efecto, ninguno de esos entes goza de poder constituyente originario de tipo regional porque esto no está previsto en la Constitución y es de ella de donde emana el reconocimiento que el Estado nacional español les hace no como -se repite- concesión graciosa sino como un hecho histórico y político superior que está protegido por la propia Constitución y el Tribunal Constitucional. Es decir, que cualquier intromisión del Estado español sobre las competencias autonómicas sin causa constitucional, está vetada tanto por la propia Carta como por el Tribunal.

Según expertos constitucionalistas, la aplicación hecha por el Gobierno central del artículo 155 ha sido ajustada a la Norma superior en el sentido de disponer que sea el Presidente de Gobierno quien convoque a elecciones, al quedar disuelta la legislatura por no haber podido ella encontrar un presidente ante las enormes fisuras que se han abierto en el bloque independentista. El propio Puigdemont reconoció no solo que ha sido “sacrificado” sino que también el plan de Moncloa había triunfado. En efecto, el discurso de investidura de Jordi Pujol en el Parlament no logró unir a ese bloque, dividido entre secesionistas-legitimistas, insurreccionalistas, desobedientes civiles y posibilistas. La capitulación se acerca, la espantada de Puigdemont la ha acelerado. El 47,5% del último evento electoral autonómico ha quedado anclado. Roto por la mitad. Y la economía catalana…quebrada.

Catalunya debe aceptar que hace parte del pueblo español, de una nación o comunidad diferenciada por la geografía de los Pirineos, por sus costas y mares, sus fronteras internacionales y la inmersión en esa gran globalidad que es la comunidad de naciones. Existencia que no surge del texto “constituyente” inicial sino de la propia historia que se dio por un poblamiento étnico muy diverso en lo cultural y en lo  lingüístico sobre un territorio bien delimitado y reconocido. Esta es la realidad histórica de la España que se ha ido construyendo desde el llamando Abrigo Romaní de Barcelona, del resto de pueblos que fueron poblando la Península desde los “castros” gallegos y los asentamientos talagáticos y/o baleares. Estas realidades históricas y antropológicas no pueden ser cubiertas ideológicamente por “justificaciones” sin fundamento que nieguen el ser de la pluralidad de la ciudadanía española, que no es un simple agregado de partes inconexas sino una realidad que se ha ido reafirmando en el devenir.

Ni el nacionalismo uniformador del “españolismo” a ultranza, ni el nacionalismo “particularista” catalán pueden atrincherarse en la ideología o la mala fe —esa que tanto excluye— para negar la realidad de la Nación y del Estado español. Negación que podría comprenderse —sin aprobarse— de un nacionalismo de derechas pero que resulta deprimente en aquellos nacionalistas que se dicen de izquierda, por negar con esta posición lo que antes se llamaba “internacionalismo socialista.” Es entonces obligación del Estado nacional español preservar y promover la cultura de los pueblos y regiones españoles porque ellos son riqueza y expresión de una democracia no homogeneizadora de corte franquista o totalitario, cualquiera sea el pelambre. Esta sería la gran conquista de una España plural de libertades formales y sujetas a mejoramiento en la práctica institucional.

Los excesos del catalanismo político en tratar de impedir el uso de la lengua castellana en “sus” condados, están haciendo lo mismo que hiciera el franquismo con prohibiciones igual de represivas que les impusieran la Meseta y las normas de esa doctrina. Los ciudadanos catalanes independentistas no pueden atropellar a los niños que hablen español en las escuelas catalanas, no deben entonces hablar de supuestas deudas históricas en materia de lenguas porque esto atenta contra el principio del libre desarrollo de la personalidad.

Los defensores del españolismo lo son también de la lengua española y condenan, por ejemplo, las políticas baleares de imposición de la lengua catalana con adoctrinamiento de los niños en las escuelas, por ser en las aulas donde desde hace muchos años se ha venido fraguando el golpe de estado independentista a través del monolingüismo. Según estas posiciones se está utilizando la lengua como un instrumento para separar a los españoles, estrategia que se extiende a lo administrativo, lo cultural o la toponimia; todo esto, según ellos, viola la Constitución que garantiza el derecho a conocer y usar el español que es la lengua común que une, un nexo fundamental entre los españoles. Por estas razones consideran la lengua un arma letal en manos de los nacionalistas, al ser utilizada como una justificación del nacionalismo y servirse de ella para construir una nación basada en la lengua.

El particularismo nacionalista, como el imperialismo nacional, son igual de nefastos. La solidaridad como principio fundamental de toda nación debe llevar la catalanidad del rico epulón, hoy fugado, a no buscar la separación de España por motivos egoístas de tipo presupuestal, que es uno de los motores más relevantes de la movilización independentista. Sin embargo, queda claro que esa otra España más desfavorecida no debe convertirse en el Lázaro que se sitúa en perennidad frente a la puerta y mesa del rico epulón, porque parábolas hay en las que el “ayúdate que yo te ayudaré” le exigen al pobre hacer un esfuerzo honorable en salir de la pobreza.

El hecho diferencial catalán si bien es histórico no por ello debe desconocer que la historia de hoy en día ya superó hasta el posfranquismo como lo hiciera Chile, por ejemplo, en mucha parte con el pospinochetismo. Procediendo así, la ayuda catalana a la realización de España como pueblo, podría quedar asegurada y terminaría el malestar que ronda en otras comunidades autonómicas con las consiguientes relaciones deterioradas. Bastaría solo con comparar lo que le vende Cataluña a España y lo que esta le compra, para darle un poco de racionalidad a los excesos independentistas. El “diferencialismo” extremo catalán lo que ha traído como consecuencias  son resentimientos circunvecinos, fuga de empresas y capitales hacia, precisamente, la vilipendiada Meseta.

Tienen razón los catalanes cuando no quieren que el Estado nacional español actúe como un súper Estado que elimine lo autonómico, lo regional y lo local en razón a que  la Carta de 1978 estructura un Estado “compuesto” muy diferente al Estado Unitario anterior, mas sin llegar a configurar un Estado Autonómico de tipo federal al estilo alemán y mucho menos uno de tipo norteamericano. Sin embargo, el Estado español es muy descentralizado y son muchas las competencias o facultades trasladadas a las Comunidades Autónomas no pudiendo predicarse lo mismo de estas hacia las administraciones locales, ahogadas en veces por un autonomismo contradictoriamente centralizado por las razones y urgencias ideológicas del catalanismo independentista.

En lo interno la Comunidad Autónoma de Cataluña está sometida —como lo está la propia España— al Bloque de Constitucionalidad europea donde tiene primacía la multilateralidad sobre la bilateralidad, siendo primordial en este ultimo campo las Consejerías. Dicha bilateralidad se da es con la Administración del Estado español y no directamente con la Unión Europea, entonces la Comunidad Autónoma de Cataluña está además obligada a cumplir con el principio de cooperación con el Estado español en las relaciones que él mantiene con la supranacionalidad europea tanto en el plano “interno” (Comunidad Autónoma de Cataluña-Estado español) como en el “externo”, campo  en el cual no puede tener embajada ante aquella, ni celebrar tratados internacionales o establecer órganos permanentes de representación ante sujetos de Derecho Internacional. La Cataluña autonómica tiene derecho a fortalecer su papel regional en el ámbito comunitario, mas respetando el principio de “participación” en la formación de la voluntad común que le corresponde al Estado español frente a sus obligaciones e instancias comunitarias.

El nacionalismo —no solo el de Cataluña— opera con sentimentalismos que a veces obnubilan el diálogo. Es decir, que el hecho diferencial de la singularidad  y la idiosincrasia afectan el todo español. Para paliar estas encrucijadas del alma local, España debe romper con el esquema centralizador a ultranza puesto que la visión nacionalista puede echar por tierra el Acuerdo fundamental de 1978 y los grandes logros obtenidos con  el desarrollo autonómico del país. Esto exige entender que la autonomía cultural y política no es una “cesión” graciosa del Estado español sino el reconocimiento de la pluralidad del país como quedó plasmado en las actas del acto constituyente al hablar de los “pueblos de España”.

Lo más dudoso del nacionalismo catalán es cuando se deslizan conceptos como el de “raza”, lo que ofende la apertura que se logró con una concepción plural  de España. El catalanismo organicista les debe repugnar a los verdaderos demócratas porque Cataluña ha sido una sociedad abierta insertada en la cultura occidental. Encerrarse  en una catalanidad hirsuta con criterios identitarios que la desequen y encierren en un particularismo pueblerino, en un singularísimo exacerbado, en un engreimiento que irrite por tanta autoafirmación y tanto auto identificación particularista,  no debe hacerla caer en el ensimismamiento narcisista que parece rondar las almas mezquinas de ricos epulones glotones e inmisericordes con los pobres Lázaros de las regiones menos favorecidas.

Todos los nacionalismos mezclan de manera confusa temas como “nación”, “patria”, “pueblos”, “Estado”, “país” lo que trae confusión y suele hacer caer en xenofobia, racismo, limpieza étnica,  imperialismo, exaltación nacional y victimismo propio. Bajo estos sentimientos primarios el individuo termina asfixiado por la colectividad y la ideología del solo “nosotros” y “ellos” no. Es decir, caen en el fundamentalismo. El catalanismo independentista es una herramienta de uso político para captar el voto de las capas populares, su asentimiento o su admiración.

Puigdemont, desde el radicalismo, desprecia lo que es la fecundidad del entendimiento plural, cegado por los intereses mezquinos que lo motivan cual rico y despreciativo epulón. El president fugado sufre de un mal, de una fobia que esperemos no sea de todo ese maravilloso pueblo que son los catalanes. Puigdemont y sus comparsas sufren de aporofobia (palabra Fundeu del año 2017): temor, miedo, rechazo o aversión a los pobres, al que no tiene recursos, al indigente, al desamparado, a los pobres Lázaros. Término que no se aplicaba a los epulones de Judea, por ser un neologismo. La palabra no existía pero sí el concepto, por lo demás…muy arraigado. Traducido en las mentes de ciertos independentistas catalanes —al referirse a sus otros “hermanos” de la España pobre— bajo estas palabras: “están mal porque quieren”, “tendrían que ponerse a trabajar”, “son unos vagos”, “trabajamos para ellos”, “se comen nuestro pan”, “son lázaros mendicantes”. ¡Pobre Catalunya!

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