El amor, ¿y eso qué carajos es?
Opinión

El amor, ¿y eso qué carajos es?

Por:
octubre 18, 2014
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Por una de esas cosas dignas del destino que no comprende ni el científico Hawking, la vi tres días seguidos en tres calles diferentes. El lunes en la Quinta Avenida de N.Y., con una vaporosa blusa amarilla descendió de un taxi y con una simpatía única saludó a cinco o seis transeúntes. Bástenos decir que, simplemente, era bellísima. Y le soltó a un muchacho latino que por ahí pasó un cómo andas hoy con un marcado acento bogotano.

Al día siguiente me la topé en los Campos Elíseos parisinos, saliendo como una más de la boca del metro y el miércoles, viendo a ver si me encontraba de casualidad con James y me echaba una firmita a cualquier camisa, me la encontré cara a cara en las mismas puertas del Santiago Bernabéu, ella en un vehículo cediéndole el paso a tres niños en un paso de cebra.

Y siempre estaba igual: desenvuelta, sonriente, y aparentemente sin prevenciones de ningún tipo.

Y yo, enamorado como un tonto.

Casi deslizo en su cartera una nota dejando en claro mis sentimientos, un papelito manuscrito lleno de corazoncitos y sueños mutuos, tal como lo hiciera el cursi de Augusto en Niebla de de Unamuno; pero si es cosa de enamorar, pensé, lo menos aconsejable es seguir métodos decimonónicos.

Bueno, pero como este es un relato de ficción, no tendrá mucho sentido decir que no mentiría yo como un cosaco si digo que intercambiamos unas dos o tres miradas pecadoras, íntimas, de esas que se dan los amigovios, y que lo que más me llamó la atención de ella no fue otra cosa diferente a la manera como enfrentaba a la gente, con jovialidad y simpatía.

Y siguiendo con la historia, debo admitir que pensé en aquella mujer hasta ayer, su foto andaba clavada en cualquier parte de mi cerebelo, hasta que, pasando ya no recuerdo qué calle bogotana quise poner un pie en el pavimento cuando vi que el semáforo vehicular ya estaba en rojo. Es el momento de los peatones ante cebras inexistentes. Quise poner, digo, ya que el desgarrador grito de un niño como de seis años me dejó frio. Una camioneta con vidrios negros había pasado encima suyo. Se detuvo en seco, pensando yo que para socorrer al niño o pedir humildemente perdón, y bajando su ventanilla eléctrica me enfrenté con la realidad: mi amor platónico blandía con su mano izquierda un fierro verde y le pedía al infante que agradeciera a los cielos que no se bajaba a aclarar las cosas. “Eso te pasa por igualado”, creo que le dijo. Siguió su camino, sacando pistola con los dedos medio, índice y anular, mientras subía la ventanilla, y la siguieron no sé si dos o tres camionetas grandes llenas de agradables guardaespaldas.

Sé que la ficción da licencia para inventar cosas y salirse de los parámetros de la normalidad pero, salvo lo del niño malherido o muerto en mitad de calle, sería capaz de afirmar bajo juramento que las cosas sucedieron tal y como han sido relatadas.

Y de ser así, solo en caso de ser así, cabe preguntarse qué tiene la ciudad de Bogotá para que conducir en sus calles genere tanta agresión y tanto pito.

¿Ella?

No la volví a ver. Los vidrios polarizados de los vehículos no permiten ver bien quién va adentro.

… y hablando de…

“Bogotá en un buen vividero”, sentencia el maravilloso alcalde capitalino.

Pues sí, en carro blindado y acompañado de escoltas que le abren las vías, imagino que debe ser un muy buen vividero o, parodiando a alguien, un mal moridero.

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