Los secretos que esconde el único puente de guadua que tiene Bogotá, la obra que resalta en la calle 80

Este puente, construido por el arquitecto Simón Vélez, honra a Yenny Garzón y guarda una historia de dolor, innovación y memoria en la capital

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septiembre 27, 2025
Los secretos que esconde el único puente de guadua que tiene Bogotá, la obra que resalta en la calle 80

El puente de Guadua, como lo llama todo el mundo, está ahí desde hace más de veinte años. Nadie lo recuerda por su nombre oficial: puente Yenny Garzón. Para los bogotanos, es simplemente ese puente extraño, con alma de caña y cuerpo de acero, que se levanta en Engativá, a la altura de la carrera 119 con calle 80, justo donde Bogotá empieza a despedirse de sí misma para dar paso a los municipios de Cota, Tabio, Tenjo, Funza, Mosquera, Villeta, y toda la cadena de pueblos que se abren como corredores hacia el occidente.

puente de guadua

El puente es único. No hay otro en Bogotá que se parezca. Fue construido en guadua, una caña que en el Eje Cafetero abunda y que para muchos es sinónimo de lo humilde, de lo sencillo, pero que, en manos de arquitectos tercos y visionarios, se transforma en un material tan noble como el acero y el cemento. Eso lo entendió el arquitecto Simón Vélez, un hombre que decidió ponerle alas a un tallo verde y convertirlo en estructuras que, más que puentes o casas, parecen poemas de bambú.

Vélez diseñó la estructura y Marcelo Villegas la levantó pieza por pieza. El Instituto de Desarrollo Urbano financió la cimentación, los estudios y las rampas; el SENA pagó parte de la mano de obra; y la empresa Bambú de Colombia donó las guaduas, que llegaron desde Quimbaya, Quindío. En total se usaron tres mil varas, 45 metros de largo, tres de ancho, 130 toneladas de peso. Y un título difícil de arrebatar: es la estructura de guadua más grande del mundo en su tipo.

Cuando se inauguró, el 30 de diciembre de 2003, Antanas Mockus —entonces alcalde de Bogotá— la miró con recelo. Aseguró que parecía una estructura estrafalaria, que rompía con la armonía del entorno. Después, ya puesta en servicio, reconoció que era una obra bella, innovadora, un puente que conciliaba lo frío del cemento y el hierro con lo cálido de la guadua. Esa contradicción lo hacía distinto: un puente que no era de vidrio ni de acero, sino de caña, levantado en medio de una ciudad que todavía duda entre lo moderno y lo ancestral.

puente de guadua

Lo cierto es que no siempre fue así de ligero. Al principio pesaba 210 toneladas: tenía un piso de concreto y un techo de teja de barro. Pronto se dieron cuenta de que la estructura no resistiría tanto peso. Fue entonces cuando decidieron cambiar el piso por madera y el techo por bambú y materiales sintéticos. Así, la mole perdió ochenta toneladas y pudo descansar. Desde entonces, conecta Engativá con Suba a través de seis kilómetros de ciclorutas que van desde el parque La Florida hasta el humedal Juan Amarillo.

Pero el puente guarda, además de sus cifras y su audacia arquitectónica, una historia íntima, dolorosa, que lo nombra. Yenny Varinia Garzón Caicedo nació en Bogotá en 1973 y estudió arquitectura en la Universidad Nacional. Se especializó en investigar el uso de la guadua y el bambú en la construcción. Trabajó codo a codo con Simón Vélez y aprendió de él a ver en esa caña no un material barato, sino una fibra resistente que podía convertirse en el esqueleto de grandes obras.

La vida de Yenny se apagó temprano. Fue asesinada en Chía, en febrero del año 2000, cuando apenas tenía 27 años. Su muerte aún no tiene responsables claros: el caso sigue sin resolverse. Su padre, Angelino Garzón, que por esos años era gobernador del Valle, nunca dejó de repetir una enseñanza que le había dejado su hija: “Aprenda de la guadua, papá. Ella se dobla, pero no se quiebra. Y entre más vieja, más flexible, pero aun así no se rompe”.

Tal vez por eso, cuando el puente se levantó, Vélez decidió bautizarlo con el nombre de Yenny. Era una manera de devolverle a la joven arquitecta lo que ella le había dado: la convicción de que la guadua podía desafiar el tiempo. Desde entonces, cada persona que cruza ese puente camina, sin saberlo, sobre un homenaje.

En las mañanas, el puente se llena de ciclistas que van rumbo al trabajo y de vendedores que empujan carretas con frutas. Por las tardes, son los estudiantes de Suba los que lo atraviesan para tomar bus hacia el occidente. Muchos ni siquiera se preguntan de qué está hecho. Para ellos, es simplemente el paso obligado, un tramo más de la ruta diaria. Pero ahí está: vibrante, silencioso, recordando que la ciudad también tiene un corazón de guadua.

puente de guadua

Simón Vélez, el autor de la obra, se ha vuelto una figura mundial. Ganó el Premio Príncipe Claus en 2009 y estuvo en la Bienal de Venecia en 2016. Ha levantado edificaciones en Alemania, Jamaica, China, India, Panamá, Ecuador, Estados Unidos, Francia, Brasil y México. Su sello es claro: un sistema de unión que incorpora la guadua como un componente estructural permanente. Él insiste en que este material es más barato que el acero, menos contaminante y capaz de durar hasta dos siglos si se cuida bien.

Quizás por eso, el puente de Engativá no es solo un experimento urbano ni un atajo para ciclistas. Es un símbolo de lo que se puede lograr cuando lo local se defiende frente a la avalancha de lo global. Un recordatorio de que la caña que crece en el Quindío puede sostener a Bogotá entera. Y también, de que los muertos, como Yenny, pueden seguir vivos en la forma de un puente que se dobla, pero no se quiebra.

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