Buenaventura es danza, selva y mar

Buenaventura es danza, selva y mar

Una tierra paradisiaca y exuberante

Por: Carlos Orlas. Legionario de Antioquia.
abril 01, 2014
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Buenaventura es danza, selva y mar

LA MAR

Ante el mar se han escrito sendos poemas, honduras no sondeadas, silencios inauditos, el gemido de Barba Jacob:

Yo traje la visión de mis campos nativos
a la orilla del mar,
y la sentí borrarse y tuve un calofrío
de vida y muerte.

Yo traje la visión de un agua dilatada,
y en la orilla del mar
vi tan confuso el límite postrero de la tierra,
que tuve un calofrío de vida y muerte.

Y supe que el principio y el fin míos
no marcan las fronteras ni estatuyen los tiempos;
y aprendí la virtud del valle y de los légamos,
y se llenó de espíritu mi arcilla primordial.

Dilatando la vista
miré en redor la inmensidad sagrada,
como el hombre que sube entre la noche
a la cumbre más alta.

Y quise hablar... Y el fácil movimiento
de mis labios contuve.
¡Como si el proferir una palabra
fuera tal vez mi muerte!

¡Qué puedo decir! Que mi alma naufraga en la inmensidad, en la nada, en el vástago imperio del agua, la hegemonía del océano Pacífico, oscuro, misterioso, turbio, virgen, temido, casi negro.

No había visto el mar, mis ojos comprobaron lo que el sueño había avistado: todo es vacío, más vacío, más vacío, las olas de la mar, la puja, el sol, somos partículas dando vueltas como átomos perdidos en torno al gran misterio. Ante el mar se vuelve a nacer, ante el mar se vuelve a morir.

EL PUERTO

Llegamos desde Medellín el día jueves 27 de marzo, al amanecer. Se atraviesa todo el Valle del Aburrá y el Valle del Cauca, para llegar a Buenaventura, el segundo puerto más grande de Colombia y el primero del Pacífico.

Los puertos son la puerta que tienen las ciudades al mundo. Desde la Antigüedad, cuando se comenzaron a conformar las Ciudades-estado a partir del comercio y el intercambio, los puertos fueron el lugar más importante dentro de una zona geográfica con salida al mar. Por el mar Atenas fue la cuna de la civilización occidental, el afluente de culturas como el Oriente lejano y el África. Igual Fenicia. No solo llegan mercancías por el mar, también sabidurías y saberes milenarios.

Por el mar llegaron los esclavos a Nuestra América y muchos de sus descendientes habitan hoy Buenaventura. También existen asentamientos indígenas en la espesura del manglar. Buenaventura tiene ese nombre porque es una tierra paradisiaca, exuberante.  Allí Fernando González culminó el Viaje a Pié (su buena aventura) y  embriagado de misticismo comprobó que Colombia es el Paraíso, aunque gobernado por negroides, gente avergonzada de sí mismas, de su cultura ancestral, arribistas que admiran más a Europa o en su defecto, a los Gringos.

Este puerto mueve cerca del 65% del comercio del país y su desigualdad es monumental. Los recursos salen y entran, y la gente solamente mira desde lejos ese movimiento mercantil en el que nada tienen que ver. Todo un dispositivo de seguridad está desplegado para proteger esos intercambios. La gente de los barrios de Bajamar vive como la mayoría de sobrevivientes del sistema capitalista: de lo que pueden extraer de la tierra (y en este caso del mar también) con sus propias manos, sin mayor tecnología.

LA GUERRA

Antes de viajar a Buenaventura, El Corazón de las tinieblas como lo nombró María Elvira Bonilla inspirada en la novela de Josep Conrad sobre el Congo, decidí leer  algo sobre la situación de conflicto, también los relatos periodísticos de la BBC de Londres y otros artículos de la prensa colombiana.

Sentí que iba para una zona roja, epicentro del conflicto armado fustigado por el narcotráfico y los paramilitares de nuevo cuño y vieja escuela. Los descuartizamientos en las llamadas “casas de pique” tienen su razón de ser en una táctica de terror que estos últimos  aplican en muchas zonas del país en sus disputas por el poder. José Miguel Vivanco, de Human Rights Watch, lo describe mejor:

“Cuando el gobierno desmovilizó a los paramilitares en Buenaventura, hace una década, prometió seguridad, respeto a los derechos humanos, el cumplimiento de la ley. Pero en realidad los paramilitares no se desmovilizaron y nuevos grupos armados siguen usando sus mismas tácticas brutales para aterrorizar a la población. Buenaventura es sólo un ejemplo extremo de una realidad que afecta a varias regiones de Colombia, donde poderosas organizaciones criminales que descienden de los grupos paramilitares de extrema derecha continúan cometiendo serios abusos en contra de la población, incluyendo asesinatos, desapariciones y desmembramientos".

Esta es la mirada atenta de extranjeros sobre nuestro país. Monseñor Espalza, de Buenaventura, es una de las voces más críticas y concientes de la realidad que vive el puerto: “Buenaventura es el corredor estratégico para la salida de la droga. Eso es una verdad de puño como se dice.  Pero no es solo la droga. Hay muchos otros intereses. Los megaproyectos también han azuzado la violencia”. (http://www.bbc.co.uk/mundo/noticias/2014/03/140320_colombia_buenaventura_desapariciones_desplazados_aw.shtml)

Las cifras del desplazamiento forzado son alarmantes: durante los últimos tres años Buenaventura ha sido el municipio de Colombia con más desplazados. Fueron 19.000 sólo el año pasado.

María Elvira Bonilla, columnista del Espectador, tiene una visión que nos permite contextualizar la degradación del conflicto en la desigualdad extrema que padecen los bonavorenses:

“Una degradación que rodea el enclave económico portuario, una trasnacional modernísima donde se articulan capitales colombianos, chinos, suecos, chilenos, filipinos, españoles, que mueve un billón de pesos al año, del que a Buenaventura poco o nada le queda. Un negocio de propietarios que aterrizan en áreas cercadas por la seguridad privada, manejado por directivos criollos y extranjeros que no se contaminan con la realidad de esta ciudad de 500.000 habitantes sin agua potable ni alcantarillado. Poco o nada han revertido a la comunidad estas exitosas compañías en estas dos décadas de enriquecimiento e indolencia, en las que han visto a la dirigencia política y a los funcionarios y autoridades públicas locales hundirse en el lodo de la corrupción y la ilegalidad en un silencio cómplice. No se han inmutado, porque así, débiles, cínicos y corruptos, les resultan estos funcionarios más funcionales a sus propósitos económicos cortoplacistas”. (http://www.elespectador.com/opinion/el-corazon-de-tinieblas-columna-482599)

Alfredo Molano, periodista y conocedor a fondo del conflicto armado a lo largo del territorio, tiene una mirada profunda y que recoge los últimos 20 años y nos sitúa en el presente:

“En los 90 la cercanía de las guerrillas y el desempleo general asustaron a los comerciantes: un estallido social provocado por la guerrilla y adiós isla. Se llamó en busca de auxilio a Carlos Castaño. En 2000, alias H.H., jefe superior de los paramilitares del Valle, envió varios camiones con unidades comandadas por alias El Fino, alias El Cabo y alias El Enano. Y entraron a hacer lo que se les ordenó: desterrar a la guerrilla. Lo hicieron, por lo menos, de la ciudad. La guerra siguió en los ríos Dagua y Naya, pero los milicianos se quedaron. La limpieza, como llaman las autoridades, continuó.

Las matanzas eran diarias. Para sostener esas fuerzas criminales se necesitaba plata. Mucha plata. Cada vuelta costaba y todo pago era de contado. Nació el impuesto de seguridad comercial. Desde 2012 la Iglesia ha denunciado estas realidades. Las bandas que dejó la desmovilización de Uribe se tomaron la ciudad, no sólo para defender a los comerciantes, sino también para hacer el trabajo que la fuerza pública no quería, o no podía, hacer. A medida que las cifras de homicidios, desplazamiento, desapariciones y desmembramientos crecían, llegaban más y más fuerzas militares. Se instalaron en las bocanas de los ríos, daban vueltas por los esteros, de tarde en tarde —pocas más bien— caían algunas toneladas de cocaína. El Ejército rondaba, salía, entraba, hacía vueltas y emitía comunicados. La Fiscalía corrió la cobija y quedaron al descubierto los caciques políticos, piezas claves en la maquinaria. Para que los tributarios no aletearan, los paramilitares de nuevo cuño y vieja escuela redoblaron también el terror con técnicas avanzadas: el descuartizamiento de gente viva con motosierra, hacha o machete, en las casas de pique. La técnica del terror exige que la gente se dé cuenta pero no cuente; vea la captura de la víctima en el barrio, la manera como la arrastran, y oiga los gritos de socorro, los alaridos de perdón y clemencia y, por último, aullidos de dolor. Después, silencio: terrible vacío. Los gritos se quedan a vivir en la cabeza de la gente. Todos temen ser el siguiente en una lista que nadie elabora. Los vecinos oyen, el barrio oye, la zona sabe, la ciudad se entera. Las autoridades no oyen, no ven, no saben. Entonces el ministro manda desfilar 400 soldados, 180 infantes de Marina, 380 policías, por el borde de la mar. Las vacunas subirán de precio, las técnicas de terror se refinarán, Medicina Legal comprará más neveras, el gobernador impondrá más condecoraciones. Así se terminarán de construir los puertos, los ministros de Relaciones Exteriores de la Alianza para el Pacífico se congratularán en el Hotel Estación. La paz seguirá en veremos”.

En realidad, lo que uno siente recorriendo las calles de Buenaventura es lo último que dijo Molano, “la paz seguirá en veremos”. Aunque no presenciamos actos de violencia, si se siente la falta de oportunidades que tiene la gente para trabajar y tener una vida digna. Las personas están en el rebusque, vendiendo lo que puedan en las calles. La prosperidad aplica para muy pocos.  De todas estas miradas previas sobre el territorio, uno logra corroborar, en el viaje a pie, lo esencial: que la vida transcurre a pesar de tanto dolor, que la gente resiste y lucha por la vida, que la violencia se podría superar  con más igualdad, más amor, más piel a piel, más compartir; que la paz no se negocia sino que se hace desde las comunidades, devolviéndoles el derecho a la vida digna; que la riqueza tiene que ser distribuida; que las comunidades merecen permanecer en el territorio y deben estar por encima de los intereses de unos cuantos particulares.

Más que la guerra en Buenaventura presenciamos la sed. Sed de justicia. Sed de dignidad. Sed de poder disfrutar de la abundancia de esta tierra y este mar. Sed de conservar las tradiciones ancestrales como la pesca artesanal. Sed de vivir en bajamar sin problemas y no ser desplazados por los intereses del gran capital que se sirve de la violencia para ganar territorios clave.

BAJAMAR

Después de recorrer el puerto turístico (pues al grande, al verdadero, solamente entran los buques mercantes con sus tripulantes y el personal autorizado) llegamos al barrio Lleras, en bajamar,  un laberinto de casas levantadas sobre la Mar llamadas  palafíticas, construidas con toda la sabiduría heredada de los ancestros: sobre estacones grandes de madera y con corredores de tablilla que unen las casas por medio de rampas desde las cuales se observa el Mar como desde un balcón privilegiado, artesanal. Mejor dicho, es una arquitectura orgánica que se adapta a  las condiciones que impone el territorio y su cercanía con el mar.

El corazón de Buenaventura no es el centro, ni la Sociedad Portuaria, sino los barrios de Bajamar. Allí están los pescadores, las madres, los niños, las construcciones ancestrales propias de los negros y, por supuesto, la memoria histórica del puerto. También el conflicto armado. Allí fuimos recibidos los legionarios de todo el país y tuvimos la oportunidad de convivir con los lugareños durante varios días. En ningún momento nos sentimos amenazados por gente de la comunidad. La ciudad estaba militarizada y militares y policías patrullaban las calles con armamentos sofisticados como si estuvieran en una guerra abierta tipo Irak.

El segundo día en Buenaventura decidí nadar en la Bahía cercana al barrio Lleras. Había puja (marea alta) y es el momento propicio para nadar. Junto con tres nativos del Lleras hicimos un recorrido un poco lejos de la Bahía (aprovechando mis conocimientos previos de natación) y los compañeros me enseñaron la forma de nadar en el mar, me mostraron los peligros y hasta la forma de permanecer bastante rato bajo el agua.

En un momento de descanso, en un malecón improvisado cerca del puesto de la infantería de marina, conversamos sobre varios asuntos. Más inquieto que ellos por su vida en el puerto, les pregunté un mar de cosas: por los pescadores, por los peces, por el manglar, por los barcos, por su forma de vivir, por la economía y por la guerra. Trataré de sintetizar lo más importante.

En el mar hay mucha riqueza. Donde usted mire hay pescados y otros alimentos. Lo que pasa es que hay gente que lo arrasa todo. Hay barcos grandes que llenan sus tanques de agua dulce y se van del país. Y nadie les dice nada. Se lo quieren llevar todo. Así ¿cómo quieren que no haya violencia. A nosotros nos quieren sacar de aquí para construir un muelle turístico estilo Brasil, quieren tumbar las casas y dejar el barrio sin gente, para que sea una bahía y los turistas vengan, eso ya está planeado, por eso es la guerra, nos quieren sacar. Acá hay de todo, el manglar tiene muchas cosas que exportan. Nosotros estamos bien, pero nos quieren invadir.

Después de conversar, volvemos a nadar, se nos une otro nativo y nos convida a ir aún más lejos, como forma de congraciarse con quien ha decidido arriesgarse a compartir ese espacio infinito llamado mar, donde nos toca esquivar o estar atentos al zumbido de las embarcaciones grandes y pequeñas que todo el tiempo bordean la bahía.

Estos barrios son como las comunas del mar. A ellos llegaron las comunidades negras huyéndole a la pobreza y también a la violencia. Alfredo Molano lo retrata así: “la gente negra era sacada de sus territorios por la minería, por los cultivos de palma, por el aserrío de madera. Huía a Buenaventura, donde tenía que ganarle terreno al mar para vivir y salir de rebusque. Aparecieron los barrios de bajamar. La gente miraba pasar los contenedores que entraban y salían, a la espera de que algo cayera de ellos. Nada.” Desde estos pequeños puertos al borde de los barrios los pescadores artesanales salen a buscarse la vida, silenciosamente, como espíritus de la noche y del amanecer que sabiamente, esperando, ven fugarse los crepúsculos.

DON LUCINDO, UN CHOCOANO DE BUENAVENTURA

Don Lucindo se dedica a fabricar canoas grandes y pequeñas, afuera de su bohío y en un taller improvisado con plásticos desde hace más de treinta años. Tiene 55 y a los 15 se vino a Buenaventura desde un lejano pueblo del Chocó, buscando mejor fortuna. Era trabajador en un barco, hacía el oficio de carpintero, cuando los barcos todavía eran mayoritariamente de madera.

Don Lucindo, padre de seis hijos,  me cuenta que salió del Chocó, porque vio que sus amigos viajaban a Buenaventura y a otros lugares más céntricos y “llegaban con buena mecha”, mientras él seguía con la misma ropa vieja y fea. “Quería verme mejor, comprarme ropa bonita, y pues me vine a Buenaventura y aquí me quede”. Como ya conocía el arte de vivir cerca al mar y al manglar, Don Lucindo aplicó o, mejor dicho, combinó sus conocimientos de la madera junto con los del mar y empezó a trabajar como aserrador, viajando en el mar con una pequeña barca. Después, teniendo la madera, se puso a construir con sus propias manos las barcas para los pescadores y los aserradores (las primeras son pequeñas y las segundas mucho más grandes) y se las vendía a sus conocidos.

La mayoría de los hombres en Buenaventura, en edad de trabajar, se ponen a pescar, a cortar madera o a trabajar en los aserríos cargando unos maderos monumentales. Otros, como Lucindo perfeccionan el arte de construir barcas y sobreviven con eso. Sin embargo, para Lucindo, y para los demás, la situación es complicada porque apenas alcanza para la comida y para pagar deudas; es una situación de “esclavitud  moderna” donde el trabajador gana para poder comer y tener energías para poder seguir trabajando hasta que sus fuerzas sobreexplotadas se agoten.

Para poder trabajar de cuenta propia Don Lucindo, y otros conocidos de él han tenido que acudir a préstamos bancarios. “Los bancos son los únicos que tienen abiertas las puertas para los pobres, el gobierno no, y los bancos lo hacen para arruinarnos”, manifiesta Lucindo. Y es que según cuenta este experimentado carpintero, los bancos prestan a intereses demasiado altos. Para comprar una motosierra, herramienta  indispensable para construir las barcas, tuvo que prestar en el banco tres millones. Por cada millón son trescientos mil pesos de intereses. Esos tres millones se pagan en cuotas mensuales de  170 mil pesos, los cuales muchas veces tiene que pagar empeñando cosas de su propia casa.

SIN JUSTICIA SOCIAL NO HAY PAZ

Don Lucindo tiene una visión propia del tema de la paz. “En esta tierra no puede haber paz porque hay demasiada codicia. El gobierno habla de paz pero invierte toda la plata en guerra, en vez de darles a los pobres, a la gente que está trabajando. Debería existir un banco para gente que quiere trabajar como nosotros, un banco sin intereses, el gobierno tiene con qué. Es que a nosotros los trabajadores nos tienen en el olvido, somos gente que queremos trabajar. Somos campesinos. El sembrador necesita recursos para sus cultivos, nosotros necesitamos con qué comprar herramientas”.

Según Lucindo la modernización del puerto hace más de diez años dejo sin trabajo a la gente, porque “lo que hace un hombre antes los hacían veinte o treinta trabajadores. Entonces ¿qué pasa con esa gente? Les toca salir al rebusque y eso no tiene sentido en una región donde hay tanto dinero concentrado en unos poquitos que no les interesa el pueblo, nosotros los pobres”.

Una barca como las que vende Lucindo cuesta entre tres y cinco millones. La mano de obra cuesta un poco más de la mitad, y el cliente pone la madera porque a Don Lucindo no le alcanza para comprarla, no tiene con qué. Muchas veces se queda sin trabajo porque el interesado en la barca tampoco tiene el material, entonces ambos quedan, como se dice, barados. Ahí se agudiza el rebusque y con él la desigualdad social que, según Lucindo, es el motor de la violencia:

Somos más la gente que queremos trabajar. Casi veinte mil pescadores artesanales en el Pacífico abandonados por el Estado. Nunca nos han reconocido, solamente en los bancos para endeudarnos. Esto así va a reventar si el gobierno no se pone las pilas. Uno quiere trabajar pero estamos demasiado olvidados, no hay apoyo al trabajador, que es la mayoría.

LAS MADRES

Muchas mujeres encintas. Muchas de ellas jóvenes. La mujer negra no teme parir, es un acto natural. Muchos de los maridos de las señoras del Lleras que nos compartieron los alimentos durante tres días, y con las cuales cocinamos cerca a sus casas al borde del mar, muchos de esos hombres, digo, están trabajando lejos, casi todos cortando madera, según relatan las mujeres. Los niños crecen con una habilidad natural para transitar esos puentes que son los corredores de las casas; es una vida completamente diferente a la nuestra, rodeados de montañas. Ellos tienen el mar, y al fondo, el manglar.

Los ojos de estas mujeres tienen todo el contorno del paisaje. Y de la historia del Lleras. En la casa de un legionario de Buenaventura llamado Jimy, conozco a su Abuela, Marleni, de sesenta y pico de años, oriunda del Chocó. Este es un pedacito de su relato.

Vengo del Chocó. Es la tierra más linda. Acá también, pero esto lo han arrasado, sobre todo los blancos. Todo esto era puro Manglar y ahora qué… Aunque todavía mijo hay mucha riqueza. Solamente que nos quieren sacar de acá. Eso ya está todo listo. Tenemos que dejar estas casas. Acá la gente le falta unirse más, cada uno buscando sus intereses perdemos todos.

Viví en Medellín varios años. Aprendí medicina con un cirujano, soy médica pero sin título. No termine de estudiar porque preferí parir. Tengo ocho hijos. Acá mijito vivo bien, aunque hay mucha maldad. No tenemos derecho a nada. Ni siquiera a nuestra casa. Esto lo acaban dentro de poco y ahí sí terminan de arrasar con la naturaleza. Acá uno puede vivir de lo que la tierra da. Somos ricos en agua y alimentos del Mar. Tenemos todo, solamente que la ley es mangualeo (corrupta) y quieren arrasar con todo, ellos no conocen la forma de trabajar aquí  entonces acaban con todo.

 EL ARRIBO LEGIONARIO

Cuando los legionarios de todo el país confluimos en un territorio lejos del lugar donde comúnmente habitamos, somos como una bandada de  pájaros coloridos que descienden como mensajeros de los Andes a descargar una semilla, un mensaje, un destello de múltiples visiones, olores y  formas que calan hondo en la memoria.

Todas las comunidades que llegamos lo hicimos como pisando terreno sagrado, ofrendando nuestros lenguajes con amor y humildad en zonas manchadas con sangre guerrera, la misma que han derramado las millones de víctimas de este país que no cesa de producir victimas. Por eso ritualizamos cada acto: la danza, el fuego, la música del pacífico que se creció como si hubieran confluido muchos ríos, el compartir, la palabra, la marcha, los homenajes, los actos culturales. Todo es un solo ritual que nació de cada corazón legionario y se convirtió en una coral de múltiples voces.

Nunca nos sentimos sitiados ni amenazados, al contrario, las manos se juntan, como en el poema Revolución de Gonzalo Arango, y tejemos una resistencia monumental a la violencia contra el pueblo en Buenaventura y toda Colombia:

Una mano

más una mano

no son dos manos

Son manos unidas

Une tu mano

a nuestras manos

para que el mundo

no esté en pocas manos

sino en todas las manos

La mano negra en Buenaventura tiene otra connotación: no es la mano mala, asesina, oculta. Tenemos que empezar por quitarle a lo negro la connotación de malo y oscuro. Si algo se comprueba en Buenaventura es que las negritudes son parte fundamental de esta pluriversidad llamada Colombia, y como tal, son forjadoras del otro país que buscamos: sin discriminación, sin violencia, sin opulencia, sin hambre, sin exterminios, sin torturadores, sin despojos. Hay una magia en buenaventura, y es negra, blanca, amarilla, verde, es selva y mar, es canto y danza, es semilla y manglar y marimba y pacífico.

En Buenaventura viven los guerreros y guerreras que después de padecer infinitud de tempestades, naufragios, despojos, pérdidas humanas y materiales, regresan al puerto de sus amores, plenos, con la sabiduría que da sondear los abismos de la vida y la muerte. Las comunidades que confluimos en el abrazo a Buenaventura somos como una emanación telúrica que va a sacudir los cimientos de un orden criminal instaurado en contra de las mismas comunidades y a favor de la acumulación y el despojo.

¿Qué son los estremecimientos del tambor y la vibración de los vientos, las voces  y los cuerpos sino un llamado a sacudirnos las entrañas y renacer en el fuego de la comunidad? Todo es ritual, todo tiene agua, vida, fuego, aire, tierra y misterio adentro. Gracias Buenaventura por el milagro de existir, por fecundar el alma.

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