El general ® Wesley Clark bien podría haber dicho esta frase hace un par de semanas, cuando los yihadistas del Comité por la liberación del Medio Oriente (HTS, por sus siglas en árabe) tomaron Damasco y derrocaron el gobierno de Bashar al Asad. Cierto: otros lideres políticos y militares de Washington podrían hacer y de hecho hicieron balances semejantes. Pero si ahora cito a Clark, es porque fue el primer militar de la cúpula de las fuerzas armadas norteamericanas que incluyó abiertamente a la república árabe de Siria en la lista de países a destruir en el Oriente Medio. Lo hizo en 1999, cuando era nada menos que elComandante Supremo Aliado de Europay ostentaba el mando militar de la OTAN: “Vamos a acabar con siete países en cinco años, empezando por Irak, luego Siria, Libia, Líbano, Libia, Somalia y Sudán, para terminar con Irán”. La enconada resistencia de las víctimas de esta fatídica estrategia, corrigieron el cálculo optimista de Clark, pero no le ha impedido alcanzar sus objetivos. Hoy todos los países de la lista de Clark están destruidos como países independientes y soberanos, con la excepción de Irán, que como bien se sabe es objetivo prioritario de Israel, que contó en el pasado y seguramente contará en el futuro con el apoyo decidido del presidente Trump en su segundo mandato. Quizás sea solo cuestión de tiempo que también se logre su desintegración. Alá misericordioso no lo permita.
Porque no nos engañemos: el nuevo gobierno de Damasco ni controla ni es muy posible que vaya a controlar el territorio de lo que fue Siria. Su control se limita a los territorios del noroeste que incluyen sus dos principales ciudades: Damasco y Alepo y los que bordean Líbano y llegan hasta los altos del Golán, invadidos por Israel hace más de dos décadas. La provincia de Idlib en el noroccidente y de donde partió el ejercito yihadista encabezado por Mohamed al Basir (antiguo militante de Al Qaeda), está ocupada desde hace años por Turquía. Y el noreste del país por las milicias kurdas apoyadas por los Estados Unidos que, desde hace una década, tiene instalada una base militar cuya principal misión es proteger los pozos petrolíferos de la región, desde los que se exporta de contrabando el petróleo sirio a Turquía, de donde es reexportado a Israel, donde se vende a bajo precio.
El gobierno de Irán, así como el de Irak (que apenas controla el centro y el sur del país) han llamado a respetar la “integridad territorial” de Siria, a sabiendas seguramente que ese llamado no es más que un saludo a la bandera, porque la mayoría de los analistas políticos internacionales coinciden en señalar que la coalición de grupos radicales islamistas que se unieron para derrocar el gobierno de Al Asad, pronto entrarán en guerra entre sí para repartirse el botín. Tal como ocurrió y sigue ocurriendo en Libia, Sudan o Somalia. Los turcos no van a entregar las provincias que ocupan porque consideran que el control militar de las mismas es indispensable para combatir los independistas kurdos, cuyo propósito es reunir las zonas kurdas de Siria, Irak e inclusive de Irán en un país independiente. Algo que para Turquía representa “una amenaza existencial”.
No nos engañemos: el nuevo gobierno de Damasco ni controla ni es muy posible que vaya a controlar el territorio de lo que fue Siria
Israel tampoco está dispuesto a facilitar la reunificación de Siria. No encaja para nada en su plan de construir el Gran Israel, mediante la desintegración de los estados nacionales actualmente existentes entre el Sinaí y el Éufrates para convertirlos en pequeños feudos incapaces de cualquier 0posición o resistencia. De hecho, apenas 24 horas después de la toma de Damasco, la fuerza aérea israelí bombardeó despiadadamente las principales bases militares del ejército sirio, con el fin de destruir su armamento pesado, e hizo lo mismo con sus bases navales consiguiendo la destrucción de su armada. Y su ejército ocupó una franja de territorio sirio adyacente a las colinas del Golán so pretexto de establecer una “zona de amortiguación”. Todas estas acciones violaron evidentemente el derecho internacional, pero a Israel eso no le preocupa en lo más mínimo. Como todo el mundo sabe goza de la más completa impunidad. La Corte Penal Internacional de Justicia emitió hace unas semanas una orden de detención, por “crímenes de guerra” cometidos en la Franja de Gaza, contra Benjamín Netanyahu y Yoav Galant, su exministro de Defensa, solo para que tanto Biden, como Macron y Scholz se apresuraran a declarar que no estaban dispuestos a cumplirla.
No he citado en esta columna al general Clark solo porque dijo lo que dijo entonces. Lo he citado también por lo que hizo entonces. Que fue aún más grave. Él fue el estratega de la destrucción de Yugoeslavia. La destrucción que se convirtió en el modelo que se replicó después en Irak, Siria, Libia y más allá. Allí se empezó por respaldar política y militarmente a las fuerzas separatistas eslovacas que desencadenaron la guerra civil, se acusó en el curso de la misma al ejército y al gobierno yugoeslavos de genocidio y de crímenes de guerra, se bombardeó a Belgrado, la capital, y se legitimó la desintegración del país, reconociendo la independencia de las seis regiones que lo componían. Wesley, ya comandante de la OTAN, se encargó de la fase final y más sangrienta del conflicto, la llamada Guerra de Kosovo, que concluyó con la capitulación de Serbia, la captura del presidente Slobodan Milosevic y su envío a La Haya, donde fue juzgado y condenado por la misma Corte Penal Internacional de la que hoy se burlan tranquilamente Biden and company.
El hecho de que Clark hubiera cumplido funesta misión bajo el gobierno del presidente Bill Clinton no es un dato menor. Por el contrario: Clinton, que le apoyó siempre, fue clave en el lanzamiento a toda máquina del modelo de globalización, que suponía y aún supone el desmantelamiento del llamado Estado de bienestar en los países occidentales y la destrucción de los países del Sur global cuyos gobiernos defiendan la propiedad pública de sus recursos naturales y la firme intervención del Estado en procura tanto del desarrollo económico independiente como de la redistribución de la riqueza. Tal y como se hacía en la república árabe de Siria, hasta aquella ominosa primavera de 2011, cuando las protestas populares por la carestía de la vida, brindaron a los yihadistas, armados y financiados por Washington, la oportunidad de desencadenar una devastadora guerra civil. Que ahora concluye con la completa desintegración del país, 300.000 muertos y millones de desplazados. Si, general Wesley Clark: ¡misión cumplida!