El lenguaje: tumba para la democracia- Reflexiones de un exiliado colombiano sobre el lenguaje, la banalización del mal y el futuro de la democracia.
La historia enseña que antes del estruendo de las botas en las calles de Berlín, vinieron las palabras que sembraron odio. En la Alemania de los años 30 no cayeron primero las instituciones; cayeron primero las palabras. Se degradó el lenguaje, se etiquetó al adversario, se alimentó la ira como combustible político.
Hoy, desde el exilio en Estados Unidos, donde tuve que refugiarme tras denunciar los abusos del Gobierno de Iván Duque —y donde he procurado mantener viva la reflexión crítica que ya había sostenido en columnas como La noche de los lápices a la colombiana, El futuro de la democracia, La banalización del mal y sus nuevos agentes, El fin de la política: la puerta giratoria, Derechos humanos a la Duque e Iván Duque: el gran dictador—, observo con tristeza cómo se repite una degradación silenciosa, ahora bajo nuevos colores.
Vi al presidente Gustavo Petro —a quien apoyé, a quien voté esperanzado— escribir en la red social X insultos velados contra periodistas y parlamentarios, llamándolos "HP", con un cinismo apenas disimulado bajo el manto de "Honorables Periodistas" y "Honorables Parlamentarios". Esa degradación del lenguaje no fue un hecho aislado: el 1 de mayo, desde la Plaza de Bolívar, volvió a usar el mismo término para referirse a quienes no respaldan la consulta popular propuesta por su gobierno, diciendo que “el que vote No es un HP esclavista”. Luego, intentó disociar el insulto de su carga ofensiva, afirmando que hablaba simplemente de un “honorable político”.
Pero no se trata de ironía; es una ambigüedad premeditada que permite agraviar sin asumir responsabilidad, degradando el lenguaje público mientras disfraza el agravio con una excusa institucional. No hay honor en la humillación. Nadie que conozca el dolor de este país puede creer que así se construye una democracia.
El problema no es solo el insulto. Es lo que representa: la legitimación del odio como herramienta política, la normalización de la violencia simbólica, la invitación abierta a ver al otro no como un rival de ideas, sino como un enemigo a despreciar. Tal como advertí en La banalización del mal, cuando el lenguaje se degrada, se abre la puerta a formas más sutiles —y luego más explícitas— de totalitarismo.
Cuando el líder de un país usa la palabra como un arma, enseña a los suyos a disparar antes de escuchar. Ya no se busca el debate, se busca la anulación. Ya no se aspira a convencer, sino a aplastar. Y en esa dinámica perversa, el diálogo democrático, tan frágil y tan necesario en sociedades heridas como la nuestra, termina quebrándose.
Como advirtió Chaïm Perelman en su Tratado de la argumentación, la democracia vive del respeto a un auditorio universal, de la capacidad de presentar razones, no de excitar pasiones. Cuando un líder renuncia al argumento y abraza el insulto, no lidera: arrastra.
Petro ha elegido hablarle solo a su auditorio particular: a los fieles, a los convencidos, a quienes aplauden cada exabrupto como si fuera una gesta heroica. Quienes disienten son tachados de traidores, vendidos, HP.
Y lo que más duele —lo que duele en el corazón— es ver a algunos amigos, doctores, maestros, académicos, que antaño enseñaron a pensar, ahora defendiendo el grito, justificando la injuria, propagando la exclusión. Nos enseñaron que la educación era un escudo contra la ignorancia. Hoy compruebo que el conocimiento no inmuniza contra la alienación ideológica. También los más ilustrados pueden extraviarse si su identidad herida encuentra refugio en la emoción y no en la razón.
Pero más que señalarlos, quiero recordarles algo: ser ilustrado implica una responsabilidad histórica. No basta con saber más. Hay que sostener la dignidad del pensamiento en tiempos de tempestad. Hay que recordar que, cuando se justifica el insulto desde la academia, se abre la puerta a que mañana la violencia se justifique desde el poder.
Un país que convierte el insulto en bandera, cosecha ruinas. Un pueblo que cambia la palabra por la injuria, termina cavando su propia tumba.
Yo voté por Petro. Pero no voté por este Petro. Y todavía creo que las palabras pueden abrir caminos de libertad, si no las dejamos ser devoradas por la ira.
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