Hoy, muchos políticos comparten la foto de Pepe Mujica y tratan de mostrarse cercanos al pensamiento del líder, como el impío que llega a la pila de agua bendita a beber, creyendo que así ha de convertirse. A Mujica es muy fácil admirarlo, lo difícil es imitarlo, por la elemental razón de que, más que un político, fue un filósofo.
Y esa condición humanista no se adquiere con unos votos de más. Pepe fue, tal vez, el único líder que, sin libretos, se sentía orgulloso de su condición humilde. Por eso nos sorprendía tanto que, en un mundo de ostentación y falso estatus, un presidente viviera en una chacra.
Hoy, desde el Olimpo, ha de sonreír al constatar que los verdaderamente pobres somos nosotros, cuando condicionamos la grandeza de las cosas a su valor material, cuando perfectamente un poema o una sonrisa pueden ser la mayor fortuna. Sintámonos satisfechos por haber tenido la oportunidad de coincidir con un filósofo vivo.
Hoy, Pepe transita muy liviano por las alamedas de la gloria, pues se aseguró de dejarnos a cada latinoamericano una porción de su riqueza; que está representada en la capacidad que ahora tenemos de resignificar la vida y la política y de ir queriéndonos cada vez un poco más.
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