París arde, mientras Macron filosofa

París arde, mientras Macron filosofa

Sin que estuviera calculado y nadie lo previera, aparecieron los chalecos amarillos, que de un solo plumazo echaron abajo el castillo del presidente francés

Por: FRANCISCO HENAO
diciembre 13, 2018
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París arde, mientras Macron filosofa
Foto: Thomas Bresson - CC BY 4.0 / Kremlin - CC BY 4.0

Todos los políticos de Europa miraban a Emmanuel Macron, presidente de Francia, con envidia e incredulidad. Proponía refundar Europa, precisamente hoy cuando parece tambalearse la Unión Europea. En sus discursos no había dudas, el futuro era Europa. Adora la pompa y la solemnidad. En Atenas, en plena Acrópolis, propuso rehacer la “soberanía de Europa”. Ante el Parlamento de Estrasburgo habló de “defender la autoridad de la democracia” frente a las “democracias autoritarias”. En el Bundestag alemán dijo: “Europa no debe dejar que el mundo caiga en el caos”.

Entraba y salía de cada país que visitaba nimbado de gloria.

Despertaba admiración. En su país a los pocos días de llegar al poder le pusieron Júpiter, porque todo parecía depender de él. Empezó a sentirse único, capaz de todo, nada fuera del alcance de sus manos, más que el Rey Sol. Como nada se le resistía, sus aduladores empezaron a hablar de que hoy Francia vivía la cuarta revolución (Jacques Attali). El programa mismo que Macron presentó delineando su plan de gobierno lo tituló Revolución. Con él comenzaba una nuevo renacer, un amanecer insospechado. Júpiter creando un nuevo mundo. Aunque los problemas de siempre seguían vivos y ensombrecían el paisaje.

Como, en efecto, Francia es el país de la revolución, sin que estuviera calculado y nadie lo previera, aparecieron los chalecos amarillos, que de un solo plumazo echaron abajo el castillo macroniano, corriendo el velo de lo que hay detrás del brillo y la ostentación del poder.

Una turbamulta enfurecida, con asomo de hastío creciente ante las consuetudinarias promesas políticas sin alma y raquíticas, cansada de una desindustrialización que ha ido llenando las ciudades y pueblos franceses de angustia y con la desaconsejable creencia que, desde el palacio del Elíseo, se gobierna por y para los ricos. De ahí que, los amotinados, pidan el restablecimiento del impuesto de solidaridad sobre la fortuna (ISF), suprimido por Macron y que pagaban aquellos que tenían un patrimonio superior a 1,3 millones de euros. Esto causa una enorme inquina entre aquellos sectores sociales de menos ingresos porque ven cómo ese Estado derrochón les entrega 3.200 millones de euros al año a los más ricos con la supresión del ISF.

Han bloqueado carreteras, hecho daños serios en infraestructura y saqueado comercios. Semejante maremágnum de acontecimientos nos ha puesto frente a la verdad que ya todo el mundo conoce, aunque muchos no admiten. Las secuelas de la crisis financiera del 2008 aún palpitan y escuecen. El renacer francés era de oídas. La segunda economía más fuerte de Europa ha carecido de reformas estructurales que la desatasquen. Hay necesidades insatisfechas entre los menos favorecidos por la economía, que solo vislumbran una única salida: la protesta, que ahora no se circunscribe a París, sino también a la Francia de provincias, núcleo de la revuelta, la rural y una clase media que acusa al presidente de haberla abandonado en beneficio de las ciudades y los ricos. Simplemente se sienten marginados.

Pero la gloria que acariciaba el joven e inexperto Emmanuel (Dios con nosotros en hebreo) se deshizo por mor de una mancha amarilla. No la roja de los comunistas o la negra de los anarquistas o la rosa de los socialistas o la blanca de los monárquicos o la verde de los ecologistas o la naranja que hizo temblar a Ucrania. Más bien el átono e inédito del amarillo que es asociado desde la revolución con mentira y traición, según apunta Michel Pastoureau, historiador y especialista en simbología de colores.

Mentira y traición, ya que Macron ofreció a sus electores el oro y el moro. Cayó en su propia trampa, como en una pesadilla de Nabucodonosor. Agrietado, tambaleante, pasmado, deshaciéndose y dejando ver un cuadro penoso: la grandeur francesa al borde del abismo. El sábado 8 diciembre París semejaba un escenario de guerra civil, por un lado, la gendarmería armada hasta los dientes, perros pastores alemanes amenazantes, policía montada lista a pisotear, blindados, que según la revista Marianne “estaban secretamente equipados”.

Por el otro, chalecos amarillos, con máscaras, bolas de petanca y hondas como para derribar a Goliat. Unos Campos Elíseos normalmente atestados de turistas, inusualmente desiertos y preparados para la batalla. Al final de la noche, centenares de heridos, amputados, cerca de 2000 detenidos, calles humeantes, cristales en añicos, boutiques que dejaron de serlo. Francia había caído en el caos, como si estuviéramos en Mali o en Centroáfrica, donde François Hollande envió sus cazas Dassault Rafale para bombardear aquellos países.

Afiches, banderolas, grafitis, testimonian la petición de los insurrectos. Las vidrieras de Starbucks en la calle Madeleine rotas y en sus puertas se leía la pintada: "pague sus impuestos". Otra foto, con fondo el Arco de Triunfo, muestra a un joven con un cartel que dice: "Muy queridos burgueses, sentimos molestarlos, ¿podríamos todos vivir dignamente, por favor?". En Annecy, Alta Saboya, en la rotonda bloqueada, leemos: "Dejemos de hablar. Actuemos juntos". En Burdeos, en la pared del Hotel de Ville, está escrito: ‘Chalecos amarillos: la rabia del pueblo’.

La ira que ha estallado deja ver que el gobierno de la V República se ha vuelto sordo y ciego. Macron se aisló, se introdujo en su propia burbuja. Repetía que “no quería reformar el país, sino transformarlo”, pero transformar no es olvidarse de las mentalidades, las costumbres o la herencia de varias décadas de pasividad. Si partimos desde François Mitterrand en 1981, todos los presidentes que han gobernado Francia hasta hoy han ido postergando las medidas necesarias para enderezar el rumbo. Han sido presidentes populistas y no han querido comprometerse en reformas que busquen una fiscalidad más justa. Algo parecido a lo que propone Thomas Piketty

Y como para alborotar más el cotarro de la ira, muchas de las medidas de Macron son vistas como una imposición de sus amigos banqueros. Antes de ser presidente, y este era el punto fuerte de su hoja de vida, Macron fue empleado de la poderosa casa Rothschild, una de las familias más ricas del mundo. Curiosa coincidencia, Georges Pompidou también fue empleado del Barón Rothschild antes de acceder a la presidencia de la República en 1969. Gianni Pittella, socialista italiano, definió a Macron como un político “neoliberal”. Eso es, acepta a pies juntillas la globalización que precisamente altera el sueño del pueblo francés. En el centro de sus anhelos está el capitalismo financiero. Para él solo existe el empresario, que es el alfa y omega de toda actividad. En mayo último dio una entrevista a la revista Forbes, en la portada su foto, con una sonrisa de complacencia absoluta, y este titular: “Líder de los mercados libres”.

Los grandes empresarios están en el CAC 40 (la bolsa de valores de París). Entre los chalecos amarillos brillan por su ausencia. Quizás debido a esto Emmanuel piensa que no se les debe prestar atención. Esto lo resaltó el multimillonario francés, François Pinault, en junio pasado en una entrevista dada al diario Le Monde, dijo: “El presidente francés olvida a los más modestos, no comprende a las clases bajas”. Un mes antes de las declaraciones de Pinault, un editorial de Le Figaro, había ahondado en el mismo tema, señalando: “No, los impuestos no bajan, son las clases medias las verdaderas víctimas de la injusticia social”.

Como se ve la crisis se agitaba, era una pleamar amenazante a ojos vistas, que porfiadamente llamaba una y otra vez a las puertas del Elíseo, pero nadie le abría. Todos oían sonar las aldabas de la puerta, menos Macron.

Quizás a regañadientes, forzado por los dramáticos hechos de cuatro sábados de disturbios y violencia en toda Francia, salió de su marasmo y soltó a la nación un discurso televisado de 13 minutos, el 10 de diciembre, de ribetes kafkianos, donde nadie sabe si cedió o utilizó esa dialéctica barroca de la que tanto gusta y que usa con maestría para salirse con la suya. Durante el discurso no mencionó para nada a los chalecos amarillos. Si la mirada permanecía firme e inmóvil, en las palabras entonaba un mea culpa —¿lágrimas de cocodrilo?— dirigido a esos franceses a “los que le hice daño” y provocó sufrimiento, pero dejando claro que: “Esa cólera no data de ahora… es el fruto de las políticas de los últimos cuarenta años”.

Ahí anunció la “declaración del estado de emergencia económica y social”, con medidas económicas que buscan apagar el incendio nacional, a regir desde el próximo 1 enero. Prometió un “nuevo contrato para la nación”, ahora quiere involucrar a los municipios y las regiones, a los que tenía olvidados, antes de tomar decisiones políticas. No cedió a la demanda de restauración del impuesto a las grandes fortunas, que es la manzana de la discordia.

Entre aumentar el salario mínimo, desgravar varias partidas, desmontar el impuesto al combustible, primas de fin de año, y demás, la factura le va a costar al tesoro francés entre 10.000 y 12.000 millones de euros, que nadie sabe de dónde van a salir, y que ha puesto a temblar a Bruselas. Hoy el déficit público francés es de 2.138.341.482.651 euros, idéntico al de diciembre de 2015. Son más de 2 billones de euros. Lo cual revela que Francia vive por encima de sus posibilidades. Que no tiene consideración por los demás estados europeos. El déficit fiscal francés, inicialmente previsto para 2019 era de 2.8%; pero después del discurso, se prevé que subirá a 3,6%. Que viola el 3% permitido por Maastricht. Y que ha sido un quebradero de cabeza para todos los países de la Unión Europea estos últimos 10 años.

Después de todos estos ires y venires trágicos franceses, el panorama ha quedado cargado de espesas sombras. Continúan más de 10.000 bloqueos en las carreteras y los chalecos amarillos no se sienten apaciguados. Además, otros sectores se han sumado a la protesta, como los liceos de bachillerato y los sindicatos piensan que el gobierno los ha dejado por fuera de las deliberaciones.

Sin embargo, lo que roe hoy las conciencias de miles de franceses, en medios de comunicación, entre intelectuales, son dos preguntas: ¿Hay que romper todo para hacerse oír? ¿Esta enfermedad general —Alexis Brézet— está unida a la globalización?

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