#Nosotrastambién

#Nosotrastambién

"No sólo los hombres acosan, también nosotras nos aprovechamos, a veces tomamos la iniciativa y nos dejamos conquistar para ascender a punta de sexo"

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enero 31, 2018
#Nosotrastambién

El acoso empezó desde muy joven, en la provincial Medellín, años 70. Los piropos en la calle, los manoseos y pellizcos. Pasar al frente de una construcción era un desafío. Había exhibicionistas por doquier. Un tipo que pasaba en la calle me mostró su miembro enorme, rojo, hinchado. No entendí que era, pensé que era de caucho. Otra vez salí con una amiga en el tranquilo barrio Laureles. Otro tipo se masturbaba delante de nosotras. Salimos corriendo, despavoridas. Teníamos once años. Me avergonzaba y nunca le conté a nadie.

¿Cuántas de nosotras no caminábamos por la calle muertas de miedo de que nos tocaran? ¿Cruzando de una acera a la otra para evitar pasar al lado de un hombre mal encarado? El día que no crucé la calle, un tipo me pellizcó un seno. Tenía 14 años. En el bus era inevitable que le pusieran a una la mano en la cola. Así era y no había nada que hacer. Nunca habíamos oído la expresión “abuso sexual”.

Bogotá 1977. Estaba descubriendo un mundo diferente ahora que vivía en la capital. Todo era nuevo y excitante. Me encantaba salir con profesores y a mis compañeras también. Yo era muy buena alumna y nunca necesité favores; andaba con profesores porque me gustaba, eso me daba categoría, me hacía superior. Si la cosa hubiera pasado en Estados Unidos, tanto profesores y alumnas hubieran sido expulsados y se armaría gran escándalo. Pero no aquí. Y yo no era distinta a las demás. Todas andábamos en lo mismo.

Después vino la vida laboral y era normal que los hombres, de tanto en tanto, nos lo pidieran. La mayoría de las veces uno decía que no, pero en otras ocasiones se podía decir que sí. Un tipo poderoso, un general uniformado (a todas nos fascinan los uniformes), un colega, un cliente, una fuente o a cualquier macho que quisiéramos manipular.

Porque la verdad es que nosotras también nos aprovechábamos de los machos para cumplir con nuestra propia agenda. Nuestro maquiavelismo hace que podamos manipular a un hombre, al tiempo que él cree que tiene el control. El único control que ellos tienen es el de la televisión. Ellos se aprovechan, pero nosotras también. Muchas veces, incluso, nosotras tomábamos la iniciativa, sobre todo con los poderosos.

Una amiga estuvo tratando de vender equipos de defensa a la Fuerza Pública. Se hicieron repetidos ensayos y ella pasó semanas junto al equipo que evaluaba la solución. Este equipo lo conformaban almirantes, generales, suboficiales y soldados rasos. Cuatro categorías. Uno de cada una se lo pidió de frente. Ella estaba en los 40. Sólo tuvo que ceder con el Almirante. Igual, al final el negocio no resultó.

Otra directora de una agencia gubernamental colocó una grave denuncia ante el Director de un organismo de control. El caso era grave. Pocos días después recibió una llamada del mismo, invitándola a su apartamento para “examinar” la denuncia, a las siete de la noche. La recibió con whisky, vino, empanadas y papas criollas. Le puso la mano encima y no la soltó más. Ella cedió porque necesitaba su apoyo. La relación duró seis meses, el tiempo que se necesitaron.

También había acoso en el Honorable Congreso de la República. Siendo Directora de la DIAN tuve que tramitar dos reformas tributarias. Tenía 39 años y en mi equipo había una sagaz abogada de la misma edad. Se vestía de minifalda y sus piernas eran famosas. Empecé a vestir como ella martes, miércoles y jueves, cuando teníamos que asistir a las sesiones del Congreso o visitar a Víctor Renán Barco en su oficina del primer piso.

Senadores, representantes, secretarios de comisión, de plenarias y hasta el humilde fotógrafo nos amasaban y apretujaban durante demasiado tiempo al “saludarnos”. Y no sólo en Colombia. En Canada, como diplomática, sufrí el acoso de otros embajadores y para los morbosos que quieren nombres los menciono-: Tunez, Argentina, Noruega, Perú, Suiza, Austria y hasta Zimbabue. Un congresista de Quebec, a quien yo le estaba haciendo lobbying para el acuerdo de libre comercio entre los dos países, me invitó a comer y después a su casa. Un ejecutivo de una petrolera quería llevarme a su hotel después de darle un inocente tour nocturno de Ottawa. A mí me gustaba el jefe de protección para los diplomáticos de la Policía Montada, que nunca me puso atención. Se llamaba Bill.

Ahora sólo me acosan las lesbianas. Me siento halagada y les agradezco. A los 58 años dejé de existir para los hombres. Trabajo en cabildeo y mis éxitos son a punta de verborrea. El mensaje que quiero dejar es que no sólo los hombres acosan. Las mujeres también aprovechamos y nos dejamos conquistar, y hasta en muchos casos tomamos la iniciativa, para ascender en la carrera profesional a punta de sexo. Así ha sido desde Eva y así será hasta el Juicio Final.

 

 

 

 

 

 

 

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