"No queremos a los colombianos de buen gusto en Cartagena”

"No queremos a los colombianos de buen gusto en Cartagena”

La ciudad no es ni un paraíso ni un infierno, es lo que los hemos hecho de ella. Allí se reflejan los vicios y virtudes del país, por eso la desidia no puede ser la respuesta

Por: Valeria Ayola Betancourt
noviembre 01, 2018
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Foto: Pixabay

El tema de la ciudad amurallada no para de despertar visiones encontradas en los colombianos. El 25 de octubre pasado, por este medio se divulgó la nota ciudadana Los colombianos de buen gusto no vamos a Cartagena, firmada por Pacho Calderón, a la cual le siguieron algunas replicas. Ahora bien, la presente nota no pretende ubicarse ni del lado de la defensa ciega ni de la crítica contra ciudades que viven otra realidad. Busca traer más elementos para el debate, uno que no debe quedarse en resumir pros y contras de una ciudad sino que aspira a ser un debate de país, donde se reflexione sobre la situación paradójica en la que se encuentra esta ciudad hoy en día. Reflejo de Colombia como lo es.

Esta nota invita reflexionar sobre unos imaginarios que rodean a la ciudad y que constato cada vez que le revelo a alguien que vengo de esta ciudad. Mi reflexión es como cartagenera, observadora que soy de la realidad social desde que me dedico a la investigación, aunque hablo aquí desde la orilla de la opinión.

Cartagena (CTG) no son ni dos ni tres, son muchas. Lo que sorprende al ojo externo es la diversidad de mundos posibles en un solo lugar, donde se acogen desde estrellas de Hollywood hasta desplazados, donde se puede pasar de Miami a la Somalia criolla en no tantos kilómetros.

Por un lado, cargamos con la imagen idílica que se construyó de la ciudad desde que fue declarada patrimonio de la humanidad en 1984 por sus “ocho cuadras que le valieron el título de patrimonio de la humanidad” como describe Calderón en su nota. Para los colombianos, CTG se pintó como un sueño de casitas de colores y caminos empedrados, donde el jet set criollo aprovechaba para pasar sus vacaciones y posar para las revisticas de moda.

Pero la Cartagena real no la compone ni la realidad del más rico ni la del más pobre, sino que está llena de un millón de historias que se tejen y entrecruzan, las cuales se dividen espacialmente entre el noroccidente y el suroriente de la ciudad, donde existen unas fronteras simbólicas casi que reales. Racismo, desigualdad socioeconómica, poblaciones en riesgo ambiental, sí, nada de eso lo negamos.

El problema está cuando desde el centro del país solo se refuerzan imaginarios que contribuyen a exacerbar estas realidades. Cada vez más los cartageneros son vistos como gente ignorante que solo puede votar por corruptos al poder, una ciudad que esconde su pobreza. Otro retrato más de espíritus fiesteros y desordenados, los perezosos del país que viven de robarle al turista.

Por mi parte, no podría defender a la Cartagena que se vende como un sueño de casas coloridas, nuestra experiencia cotidiana no nos permite aquella abstracción que un turista sí puede experimentar. Vivimos la CTG tal y como es, caliente, desigual, insegura en muchos barrios y llena de turistas una gran parte del año. Pero de ella no nos vamos porque es el lugar donde reposa nuestra identidad, donde encontramos las frutas y platos con los que crecimos, un lugar donde a pesar de todo, la gente vive sabroso y donde siempre hay lugar para reír aunque el bolsillo siempre apriete.

Lo que me interesa aquí es explorar esta representación que cada vez es más común en los foráneos nacionales, donde ahora encontramos el grupo de los de “buen gusto” que serían quienes luego de conocer a “fondo” las caras de Cartagena deciden no visitarla más. Pacheco utilizando esta referencia da a entender que su actitud progresista se distancia de la del colombiano de a pie quien disfruta de sus vacaciones sin remordimientos. Estos “civilizados” se distinguirían entonces de los demás por su buena cultura y coherencia.

Dividir la sociedad entre quienes tienen buen gusto “viajero” y quienes no lo tienen es de entrada algo problemático, pero lo más problemático es que contribuye a reforzar imaginarios que con su parte de verdad, refuerzan un viejo prejuicio regionalista que culpabiliza a la población de la costa y a la larga, justifica y permite la situación actual. Todo esto subvalorando la cultura regional en nombre de una supuesta civilización nacional que nunca existió.

Tengo entonces dos respuestas, una que celebra el pensamiento de Pacheco y responde con un “no queremos a los colombianos de buen gusto en Cartagena” y otra un poco más centrada que ve esto como una oportunidad para entendernos como el país doble moralista que somos. Es decir invita a que cada región, ciudad o lugar entienda que todos tienen algo de esa Cartagena que aborrecen, porque no es una realidad aislada; por último a que reflexionemos sobre las consecuencias que una actitud  pasiva que busca manifestar la inconformidad ensuciando y excluyendo a esta ciudad como destino, podría tener para nuestro país.

Primero, si bien del turismo viven miles de familias, considero que este énfasis excesivo en el turismo es lo que ha frenado el desarrollo de Cartagena en otros frentes. Les diría que los cartageneros sufren mucho con el turismo rapaz que aumenta cada año: nuestras playas y biodiversidad marina agonizan, sin contar con que la contaminación y las basuras derivadas superan lo que la ciudad es capaz de soportar. Además, los trancones nos invaden, los precios de los alimentos suben y los salarios se estancan. Solo por poner un ejemplo, un bus que en Bogotá tiene una tarifa de $1700 en Cartagena cuesta $2300.

En los años ochenta vimos cómo entre los dineros del narcotráfico y de las élites foráneas, el centro amurallado se gentrificó y dejó de ser de los cartageneros. Más tarde, vimos cómo llegaron turistas extranjeros a los cuales les pintaron una sincity, donde la ley no vale y donde todo es posible. La Madame y sus 500 chicas no son sino el reflejo de una demanda que crece y crece, y cuando no hay con qué comer, ¿con qué derecho juzgar a quien se vende? La prostitución que hizo escándalo hace unos meses no es cartagenera, es colombiana. De todos los rincones viajan jóvenes a prostituirse en temporada alta, y desde acá solo escuchamos la sinfonía de acentos. A este debate se le olvidó que la colombiana es una cultura “putera” (que favorece al deseo masculino) que como tal se promociona al turista extranjero.

Cartagena es una ciudad que tuvo que abrir las piernas no solo a Colombia sino al mundo entero. Donde ustedes ven desvergüenza e inmoralidad, yo veo una relación malsana alimentada durante años, precisamente porque no nos ven como sus iguales. El turista se decepciona cuando el oriundo lo considera en función del tamaño de su bolsillo, mientras que por otro lado persigue con su cámara imágenes exóticas de palenqueras y negritos que bailan mapalé.

Lo paradójico es que fue precisamente aquella vocación turística y la marca de patrimonio lo que generó que se “limpiara” el centro amurallado para disfrute de turistas. Se expulsaron poblaciones afrodescendientes como las de los barrios como Pekín, Pueblo Nuevo y el Boquetillo (ver: Los desterrados del paraíso, editado por Alberto Abello y Francisco Flórez) y más luego se realizaría la reubicación o para dejarnos de eufemismos: “limpieza social” como lo fue la del barrio de Chambacú en los noventa. Todo esto para disfrute y comodidad de los turistas y visitantes.

Todos nos damos cuenta como en cada evento de “talla” les pagan a vendedores ambulantes para que se pierdan, se cierran las calles y con vallas se esconde la pobreza. Nos visten de blanco y una vez más el show comienza.

Getsemaní, el último rincón de los cartageneros en el centro amurallado, se gentrifica y las familias se desmiembran tras ofertas jugosas de compra. Les diría que no queremos más turismo y que nos unimos a los llamados que hoy hacen ciudades como Barcelona o San Sebastián que, al verse convertidas en centros de recreación irresponsables, deciden alzarse y decirle no más al turismo. El turismo se vuelve problemático cuando consume y agota los lugares que visita.

Los vendedores ambulantes y los vendedores de la playa quizás se han acostumbrado a una relación malsana con el turista, una negociación donde gana quien es más “avispado”. De eso se vive en Cartagena, de las trenzas que cuestan $ 300.000 un día y que luego se saldan con días donde no se recupera ni lo del pasaje. Es cierto, pero la cultura del “vivo vive del bobo” no es cartagenera, encuentra ecos en toda la sociedad colombiana. Asimismo, el “cómo voy yo” es colombiano, no costeño ni cartagenero.

Ahora bien, rescato del artículo de Pacheco que nos pone sobre la mesa la discusión sobre la injusticia social que salta a ojos de todos. Me regocijo de escuchar una voz de coherencia social, hace rato la ciudad lo grita y no es que la pobreza se esconda, porque está ahí a la mirada de todos en el mismo centro amurallado, en las playas y en los lugares de recreo. Entiendo que para un extranjero esto choque a veces, como un chico que me encontré en París y lo primero que me dijo fue la sorpresa que le causó la pobreza de Cartagena. Sí, a él lo entiendo en su sorpresa, pero no a los colombianos que la han visto siempre y en todas las ciudades. Colombia es uno de los países más desiguales del mundo, un país pobre donde cada uno de tres colombianos vive bajo la línea de la pobreza. En Bogotá hay tantos habitantes de calle como para llenar pueblos enteros, entonces ¿qué pasa con la miopía colombiana?

Abandonar Cartagena y condenarla como un lugar de mal gusto es simplemente apoyar lo que está sucediendo. Simplemente le hará no ver lo que no quiere ver, lo que no por eso cambiará.

Cabe entonces recordar que esta ciudad no solo hace parte de la narrativa nacional como la ciudad heroica o como la república independiente que fue en 1815. Cartagena hace parte de los recuerdos de miles de colombianos que por primera vez descubrieron el mar en esas aguas, o de familias que tras haber ahorrado meses, imitando a ricos y famosos, pasaron las mejores vacaciones de su vida (aún recibo ese tipo de comentarios fuera de la ciudad). Matar a Cartagena es matar una parte de este país.

Esta nota tal vez sea un llamado a la coherencia no solo del autor sino de los colombianos que reproducen estos argumentos, Cartagena es una ciudad que pide ayuda hace mucho tiempo, que ha sido víctima de una explotación y de una sobreutilización de sus recursos naturales y humanos. La situación política de ingobernabilidad es un llamado de urgencia. Por eso, aplaudo que desde otras partes del país se manifiesten voces en contra de la desigualdad social en esta ciudad. Hagamos debate sobre la Cartagena olvidada, informal, en riesgo y en su mayoría afro.

Mi mensaje para los colombianos de buen gusto: ¡uníos y haced algo más que agotar los paisajes que Colombia ofrece! Pues los territorios no son desechables y la gente tampoco.

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