No hay fuero cultural para golpear mujeres
Opinión

No hay fuero cultural para golpear mujeres

Azotar a una menor indígena públicamente, exponerla al escarnio, no la repara ni la reintegra. Maltrato y violencia no pueden justificarse como tradición ancestral

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junio 05, 2025
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La violencia contra la mujer no puede justificarse por tradiciones. La justicia indígena también está sujeta a los derechos humanos y a la Constitución.

En Risaralda, una adolescente fue amarrada a un palo y azotada públicamente. La escena no ocurrió en el pasado colonial ni en alguna tierra lejana, sino en Colombia, en pleno 2025. El hecho tuvo lugar en un resguardo indígena, como parte de lo que se denominó “justicia propia”.

Más allá del nombre que se le dé, lo que se evidenció fue una agresión física, impuesta a una menor de edad, sin garantías procesales, sin defensoría, sin control. Se trató de una humillación pública, en nombre de una tradición, que dejó cicatrices no solo en la piel.

Ante hechos como este, surge una pregunta ineludible: ¿estamos frente a un ejercicio legítimo de autonomía cultural o, por el contrario, ante una violación flagrante de derechos fundamentales?

La Constitución colombiana reconoce la jurisdicción especial indígena en su artículo 246, pero lo hace bajo una condición esencial: que no se contraríen los principios y derechos reconocidos por la misma Constitución y la ley. Esto incluye, por supuesto, la dignidad humana, la integridad personal y la prohibición de tratos crueles, inhumanos o degradantes.

No puede perderse de vista que Colombia, desde hace casi tres décadas, es parte de la Convención de Belém do Pará. Este tratado internacional obliga al Estado a actuar con diligencia frente a toda forma de violencia contra la mujer, sin importar quién la ejerza ni en qué territorio ocurra.

Permitir castigos físicos en nombre de la tradición equivale, en la práctica, a desconocer los derechos de las mujeres indígenas

Es crear dos categorías de ciudadanas: aquellas cuyos derechos se protegen y otras a quienes, por su cultura, se les impone el sufrimiento como herencia.

Y eso, en una democracia constitucional, es inadmisible. El derecho no puede ser selectivo. La dignidad no puede ser negociada.

La Corte Constitucional ha sido clara al respecto. Sentencias como la SU-510 de 1998 y la T-254 de 2013 establecen límites concretos a la autonomía indígena, recordando que esta no puede amparar prácticas que lesionen derechos fundamentales. No todo lo cultural es válido, si vulnera lo humano.

Por ello, el deber de las autoridades estatales es claro. La omisión no es neutralidad. Un fiscal, un defensor del pueblo o un juez que se abstiene de intervenir ante hechos como estos, no está respetando la diversidad: está incumpliendo su obligación constitucional.

Ahora bien, es cierto que en muchas comunidades indígenas el castigo tiene un sentido distinto. No es necesariamente retributivo, sino restaurativo, con un fuerte componente simbólico y colectivo. Pero incluso dentro de ese marco, existen límites que no pueden ser cruzados.

Azotar a una menor públicamente, exponerla al escarnio, marcarla, no la repara ni la reintegra. La destruye. La silencia. La somete.

Lo más preocupante es que, en lugar de un rechazo generalizado, se escuchan voces que buscan justificar este tipo de actos. Hay quienes afirman que la joven “debe entender” su cultura. Como si la cultura pudiera legitimar el dolor. Como si no fuera, ante todo, una ciudadana colombiana con derechos plenos.

La mujer indígena no es menos mujer por su etnia o territorio. La niña del resguardo no es menos niña que la del barrio. Y ninguna —absolutamente ninguna— tiene por qué soportar agresiones físicas o simbólicas, en nombre de ninguna costumbre.

La diversidad cultural es un valor constitucional, pero no un salvoconducto para la barbarie. El respeto por las diferencias no puede significar tolerancia al maltrato. La justicia propia merece respeto, pero también límites: los que impone la Constitución y los derechos humanos.

Más que reprimir la cultura, el Estado debe dialogar con ella, acompañar sus transformaciones, educar en el marco de los derechos. Pero nunca, jamás, puede abdicar de su deber de proteger a las víctimas, especialmente cuando se trata de niñas, adolescentes y mujeres.

Cuando una menor es azotada por una comunidad, el país entero debe reaccionar. No para negar la tradición, sino para afirmar el límite infranqueable de la dignidad. Si no lo hacemos, mañana será otra niña, en otro resguardo, con otra vara en la espalda, y con el mismo abandono institucional.

Por eso, con respeto por la justicia indígena, pero con firmeza ética y jurídica, debemos recordarlo siempre: nadie tiene derecho a golpear a una mujer. Jamás. Por ninguna razón. Y ningún sistema de justicia, por legítimo que sea, puede olvidar esa verdad.

Del mismo autor: Colombia y la Ruta de la Seda: ¿oportunidad o trampa?

 

@hombreJurista

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