Los secretos que Peggy Ann Kieland se llevó a la tumba

Los secretos que Peggy Ann Kieland se llevó a la tumba

Y Peggy con ese nombre, con su apellido extranjero, Kieland, con su tez blanca y gerente de Coca Cola, tomó importancia en Urabá, sobre todo para grupos insurgentes

Por: Ferney Suaza Marín
agosto 17, 2022
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Los secretos que Peggy Ann Kieland se llevó a la tumba
Foto: Cortesía

A Peggy Ann Kieland, una mujer resiliente, colombiana, de ascendencia holandesa, pionera, en la década de los 70s, en la militancia del mediático M-19, la organización guerrillera en la que militó también el hoy presidente de la República, Gustavo Petro, y cofundadora con Santiago García y la hoy ministra de Cultura de Colombia, Patricia Ariza, del legendario Grupo de Teatro La Candelaria, la conocí sonriendo, fraterna, afable con la comandancia del grupo guerrillero que hacía poco la había secuestrado: El Ejercito Popular de Liberación, EPL.

Ella había llegado a Urabá a mediados de los años 80s a dirigir una embotelladora de gaseosas asentada en el municipio de Carepa, en una época aciaga cuando el conflicto armado reburbujeaba, tras la toma del Palacio de Justicia, el rompimiento de los diálogos de paz de la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar con Belisario Betancur y el asesinato de varios líderes guerrilleros como el comandante Óscar William Calvo.

Las organizaciones guerrilleras, frenéticas, buscaban financiación para su guerra, especialmente desde que se implementó la Glasnost y la Perestroika en el bloque de países socialistas de Europa, que también le financiaban.

Y Peggy con ese nombre, con su apellido extranjero, Kieland, con su tez blanca, y gerente de Coca-Cola, tomó importancia en Urabá, en la época de la Guerra Fría y de las consignas nacionalistas de los insurgentes, "Yankee, Go Home", como el apetecido manjar de un pez que merodea en sus aguas.

Tres mil millones de pesos, habría soñado un comandante del EPL entonces, en cobrar por el rescate de "la gringuita gerente de la multinacional". Y la secuestraron. Pero en cuanto esto sucedió, un radio mensaje, de uno de los comandantes del M-19, al parecer, Antonio Navarro Wolf, les dañó el negocio: ¡Marica, ustedes tienen secuestrada a la compañera del comandante Jaime Bateman Cayón! ¡Suéltenla!

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Y con pena, por el dinero que se escapaba, y con vergüenza, por haber incurrido en semejante error, la liberaron.
Y Peggy, a partir de ahí, no se le escuchó una critica sino su silencio al respecto. Fue un apoyo importantísimo al proceso de paz de la organización guerrillera de sus captores, con los Gobiernos de Virgilio Barco y de César Gaviria: la veía gestionando aquí y allá, mandaba camionadas de agua en bolsa y botellones, y cajas de Coca-Cola, a un territorio en conflicto que todavía padece de sed, y de agua potable, pese al paso inexorable de los largos años y al firmado Acuerdo de Paz, que planteaba ayudas para esas comunidades.

Acuerdo que apoyó en medio de la negociación, con diversa logística, con asados, con grupos vallenatos y con sus sabios consejos, para mantenerse en el propósito y alcanzar el desarme.

Así fue que la conocí, ya victima, sin odio, fraterna, sonriente, frente a sus antiguos captores. Y la recuerdo después, especialmente, en una velada nocturna, tras una visita clave, al parecer fortuita, rápida, de emisarios del paramilitar Fidel Castaño, que consolidó la negociación en 1990 del Acuerdo de Paz.

Desde esa época, cultivé con ella una amistad que me permitió preguntarle varias veces sobre las sensaciones que tenía a cerca de su indignante secuestro pero con una sonrisa blanca que le cerraba sus pequeños ojos, prudente atinaba a decirme que eso había sido un pequeño error fruto de los ímpetus exacerbados y de los sueños por una revolución. Y callaba, de nuevo, con una sonrisa, que se expresaba en sus ojos, como diciendo: "no importa, ya pasó".

Y ella calló este hecho, hasta el momento de su muerte, como calló muchos otros hechos significativos más. No le quiso dar mayor transcendencia. Lo silenció, como silenció también lo que supo sobre el asesinato del líder sindical José Raquel Mercado, al parecer, en manos de su compañero, El Flaco, Jaime Bateman Cayón, comandante del M-19.

Hoy, ahora, que me ha llegado la noticia triste de su deceso, en el municipio de Apartadó, Antioquia, le recuerdo en todas esas dimensiones, en esas facetas, siempre fraterna, siempre humana, como cuando en 1993, sentada en una banca en el parque infantil de ese municipio donde falleció, asombrada, con lagrimas en los ojos, por cierta frustración, me dijo que alias Gonzalo, un desmovilizado del EPL que había acabado de ver en el corregimiento de Turbo, El Tres, y que tras el incumplimiento de la mecánica del Gobierno había tornado a la guerra:

"Se veía más impetuoso, más elegante, haciendo retén, con ese uniforme americano nuevo y un fusil AK47, terciado en el pecho, que transitando, cabizbajo, como humillado, las calles de este municipio, esperando durante meses una escasa ayuda humanitaria que nunca le llegó".

Y la rabia se le veía en sus bonitos ojos verde-azules, que esa vez no sonrieron, sino que se inundaron de lacrimosa agua. Y no habló más al respecto.

Con la noticia lamentable de su deceso, pienso en esta mujer, resiliente, que de Bogotá viajó y se aisló en una de las regiones, entonces más apartadas de Colombia, en Urabá, para hacer una nueva vida, una nueva historia, sin tener que cargar públicamente con los errores de la izquierda que amó y que allí, en ese nuevo territorio, la convirtió a ella en victima.

Y calló y calló en Urabá, y en el país muchos secretos, que se llevó al más allá de la tumba, como el de su secuestro, como el de su relación con Jaime Bateman Cayón y como los hechos relacionados con el asesinato vil del líder sindical José Raquel Mercado, quizá por eso, por reflexión, por su amor, por indignación y pena.

Pero, pese a la noticia, sonrío feliz porque sé que sin duda, ella pudo conocer que el presidente de la República de Colombia es hoy un militante de aquella organización que amó, con la que soñó, con todas las diferencias que pudiera tener con él. Una esperanza, sin duda, en sus últimos días, en su latiente corazón de anciana.

Y creo que el mejor homenaje que se le puede hacer a esta mujer, que trabajó por la paz, las mujeres y la cultura, es decir, la alegría en Urabá, es consolidar la Paz, con otros grupos armados y sobre todo, no fallar en los incumplibles compromisos del Estado.

La no repetición también le compete a éste. Y esas lagrimas de Peggy Ann Kieland en 1993, quisiera, no las quiero recordar en una nueva frustración de otro Acuerdo de Paz, sobre todo por incumplimiento o falta de logística en los incumplibles compromisos del Estado dirigido hoy por un hombre cercano que estuvo inmiscuido, como ella, en el M-19.

Paz y Eterno Descanso a Peggy Ann Kieland, una mujer narradora, poeta, resiliente, que sonrió también en la playa de su amado Necoclí y que amó. Y que por su amor calló, calló y calló, pese a todas las injusticias.

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