Los Niños de Alemania

Los Niños de Alemania

No viven en Berlín, Múnich o Leipzig; por supuesto, tampoco hablan el alemán

Por: Eduardo Menco González
septiembre 06, 2015
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Los Niños de Alemania

No viven en Berlín, Múnich o Leipzig; por supuesto, tampoco hablan el alemán, y las pocas salchichas que han consumido en su corta vida en nada se parecen a las del país germano. Sus humildes ranchos están ubicados en una de las montañas de la subregión de los Montes de María; allí donde otrora el conflicto se pavoneaba sin horario definido, los fusiles peregrinaban las trochas, las minas se escondían para atacar en el momento menos pensado y cualquier tipo de opresión, miedo e intimidación se dejaban sentir por doquier. De allá lejos vienen los niños de Alemania, la vereda que hoy goza de tranquilidad después de haber vivido momentos de angustia gracias a aquella guerra que adultos recuerdan como lo más triste que han padecido.

Eran otros tiempos aquellos, y gracias a las circunstancias de la vida estos niños, aún no habían nacido, pues el destino los tenía reservados para escribir una historia diferente. Esa historia que se retroalimenta día a día al despuntar la aurora, un nuevo amanecer que trae consigo el deseo profundo de emprender por parte de AQUELLOS la fatigosa pero feliz travesía para llegar al único lugar por el cual, según ellos, vale la pena hacer cualquier sacrificio: su escuela. La misma donde cada mañana son esperados por el profe Lucho, a quien admiran profundamente y de quien saben pueden aprender no solo las letras y los números, sino aquellas cosas que hacen parte del currículo “flexible, alterno y a veces hasta prohibido”. De él saben que sus canas y su mirada cuasi cansada es el resultado de más de 30 años de servicio a la labor más loable de todas: la de formar para la vida y la de permitir a otros contemplar el mundo desde otros horizontes.

La pobreza de los niños es directamente proporcional a la alegría que experimentan cada jornada al saber que con el sol empieza otra oportunidad de aprender y adquirir nuevos conocimientos; no les importa recorrer casi 7 kilómetros diarios, bañarse bajo el agua lluvia, embarrarse si es necesario, remangarse las botas de sus sudaderas, ser picados por alguna culebra, y correr el riesgo de resbalarse por el camino que deben transitar para ver cumplido su deseo.

En sus ojos se alcanza a ver la luz de la inocencia propia del campo y de las almas que aún se sorprenden con las cosas simples de la vida; el cansancio de sus pies no les impide patear el balón en la pequeña cancha contigua a su aula de clases. Allí precisamente expresan lo que realmente son: sus emociones, su fuerza e ímpetu, su alegría y hasta su tristeza de cuando en vez al recordar que en otros lugares que ellos no conocen personalmente hay canchas mejores que la de ellos, sin embargo los gritos los vuelven a traer a aquel espacio abierto donde la mirada se puede perder si así se desea.

Más de 5 horas deben estar en el salón recibiendo clases y las orientaciones propias para su edad; el tiempo transcurre entre aprendizajes, enseñanzas, juegos, preguntas, respuestas, errores, correcciones, risas y hasta uno que otro llanto como suele suceder en un aula. Para ellos el tiempo se pasa volando, el tiempo tiene alas, y cuando llega el momento de la partida tienen aun un último compromiso: almorzar; lo reciben cerca, muy cerca, nada que ver con la distancia que les espera para retornar a su hogar. Nada más escuchar la orden del profe Lucho, y salen pitaos, cada uno pensando en que uno de los “ratos” más placenteros del día está próximo. Se alegran mucho por eso, son felices si ese día comen frijoles con huevo y un poco de carne, y aunque podría ser más (a ellos también les roban la comida del famoso PAE), son felices con lo poco que reciben. Quien les cocina hace con el mayor de los gustos el poquito de comida ($4000 mil bien ganados); piensa que los niños de Alemania son como sus hijos y no escatima en poner todo su sazón para despacharlos con una sonrisa en sus rostros. Efectivamente así sucede, ellos regresan, vuelven a su realidad con la esperanza de que al día siguiente puedan volver a ver al profe, jugar, estudiar y comer como si se tratara de la primera, única y última vez que lo harán.

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