Los negocios del anonimato
Opinión

Los negocios del anonimato

Por:
julio 07, 2013
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Una de las cosas que más me impresionaron cuando trabajé en el sector público fueron los anónimos. Llegaban por fax, desde el teléfono —quién sabe— de alguna droguería; o desde una imaginaria miscelánea en la que los no firmantes pagarían también sus curitas, su limas de uñas, sus peinillas de bolsillo. Traían el mugre de toda profilaxis, la higiene acicalada de lo público. Y entonces se transmitía la retahíla rabiosa, con copia a todo el país: marihuaneros —nos decían—, insensibles, irresponsables, inconscientes. O sea, nada. Nada concreto. Nada a lo que se pudiera contestar. Leíamos y pensábamos: “inconformes”. Eso era todo. Restando, por supuesto, el malestar —y las facturas semanales de Omeprazol—, porque cualquier acusación anónima tiene al tiempo algo inofensivo y amenazante.

El anónimo es tan usual y tan viejo en nuestra cultura de la denuncia, que bien podría ser el rey literario del corrillo. Y es misterioso. Es incómodo, solapado, cobarde, escolar. Y también es importante. Detrás de todo anónimo hay un observador con la suficiente energía para levantar el dedo y señalar. En ocasiones es un sujeto (o un grupo) inteligente. Rara vez sabe redactar. Casi siempre está furioso. A veces tiene algo realmente serio que denunciar, algo que supera sus propios intereses, algo por qué arriesgar el pellejo. Si no fueran tan inconducentes, tan intermitentes y difíciles de seguir, esa rabia y su camuflaje deberían atenderse a fondo. Los anónimos no sólo concretan las corrientes soslayadas del descontento; al margen de lo serios o nimios que sean sus contenidos, representan el terror que rodea al denunciante. Son el testimonio de lo que pasa cuando cualquier cosa cuesta la vida. El anónimo habla de una sociedad inmadura y violenta. Pero, dada la volatilidad del contexto, tenemos que agradecer su mugre limpio y los desastres de su sintaxis.

Pasadita la mitad del siglo XIX, cuando en Colombia por fin la Constitución establecía el fin de la esclavitud y la liberalización de la educación y de la imprenta, el anónimo se paseaba en hojas sueltas y en los periódicos por las calles de nuestras ciudades. Como es usual, las leyes eran el estatuto soñado de una sociedad imposible, el país de papel: ya no había “jurados de imprenta”, cualquiera podía publicar sus opiniones, pero incluso bajo esas prebendas los denunciantes eran voces inciertas.  El miedo, de cualquier manera, era el rey del discurso público, como lo es hoy. Como quizá lo ha sido siempre en este país con cara de bandolero bien peinado. Y como el miedo es un motor importante de la industria, la cautela era un buen negocio.

La imprenta de Manuel Ancízar, por ejemplo, ofrecía sus servicios editoriales con anuncios publicitarios que aseguraban vigilancia con que ofrecer un “inviolable secreto a los que así lo deseen para sus publicaciones” y “un gabinete enteramente privado” en dónde corregir las pruebas si los autores lo solicitaban. El miedo es directamente proporcional a la cautela, para mí que entre ambos se ha ido cocinando nuestra democracia.  Ancízar, brillante, encontró un nicho muy fructífero haciéndole el quite a  la censura y ofreciendo una suerte de “protección de la fuente”, un espacio secreto: el cuartito de atrás.

Hoy lo que se institucionaliza y lo que se afirma públicamente es lo contrario. La “seguridad nacional” va encontrando las formas de entrometerse en los teléfonos, en las cuentas de correo electrónico, quién sabe si en los faxes de las misceláneas. Hoy Ancízar podría estar perdido en la zona de tránsito de cualquier aeropuerto, pidiendo asilo político a Ecuador o inventando la forma de ofrecer, anónimamente, encriptadores de mensajes electrónicos  o entrenamiento para palomas mensajeras.  ¿Nos vendería la idea de volver a las prácticas manuscritas, libres de los bites, de las direcciones “ip”, de los satélites? Y nosotros, ¿cuánto pagaríamos por poder sacar nuestra opinión a la luz, en lo oscurito?

 

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