Presente, el memorioso
Opinión

Presente, el memorioso

Por:
noviembre 10, 2013
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Ahora que la memoria nos exige asistir a las negociaciones de su voz y que nos hacemos tantas preguntas sobre cómo atesoramos el pasado, por mi mente pasaron en fragmentos (los recuerdos se visten a los girones) algunas historias resbalosas que quizá no sirven para nada.  Aquí las dejo antes de que se desvanezcan, como cualquier patrimonio.

 

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Una vez conocí a Futuro. Era artista, o diseñador gráfico, no sé. Llegué a su casa buscando un apartamento para alquilar en el centro de Bogotá. Cuando se presentó como propietario de mi potencial residencia, tuvo que repetirme su nombre dos veces y hoy en día no puedo recordar su apellido. Pero, para qué apellidos, si se llamaba Futuro. Futuro Algo. Ya estábamos en el siglo XXI,  debía ser el año 2005 o aledaños, y Futuro usaba unas gafas redondísimas, como las de John Lennon. Tras dar vueltas por las habitaciones llegamos a la cocina y mientras hablábamos de la ubicación del apartamento y de las cuotas de la administración, Futuro me ofreció un agua aromática que preparó con hojas de plantas cuidadas en la ventana, poniendo a hervir agua en una olleta negruzca y sacando al mesón un par de cucharas y un frasco empegotado de miel. Nada de automatismos. Futuro no tenía afán, ni microondas.

 

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En La Habana hay un Museo de Napoleón. Teniendo tanto que hacer en “la ciudad de las columnas”, parecería el último lugar para programar un plan en los escasos 15 días de vacaciones con que uno quisiera estar sólo en el mar, o devorar los barrios: historia, malecón, revolución y santería. Quién sabe por qué algunos terminamos paseando por los corredores medianamente aclimatados en los que están pasmadas tras vidrios y curaduría algunas cartas napoleónicas, distintísimas armas cortopunzantes, piezas de uniformes que allí parecen la utilería del más puro surrealismo. Entre tantas cosas amarillentas y como agazapadas, hay un cepillo de dientes al que le atribuyen haber librado al Emperador del sarro. Se ven las fibras del pelo de quién sabe qué fibra animal o vegetal, surcada en el medio por un uso no demasiado intenso, empalmadas en un soporte lujoso, digamos de plata.

Uno se para en frente y observa, y no sabe bien qué hacer con ese polizón despelucado del presente.

 

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Hasta algún día de algún año no demasiado reciente, mi papá usó el reloj que le regaló su papá cuando se graduó del colegio. No sé si era fino o elegante, pero importaba, tenía sus rutinas y rituales. Ese reloj dormía cada noche sobre la mesita de al lado de la cama con las correas extendidas y pasó sus días marcando las arritmias de esa persona que un día hizo una carrera, encontró novia, se casó, se empleó, tuvo hijos y se enroló en los cánones familiares de la vida civil. Un día, cuando ya había teléfonos celulares livianos que marcaban la hora y relojes digitales e insonoros o  —ya que toda novedad es bipolar—  llenos de alarmas multifacéticas, un ladrón veloz en cualquier calle arrancó el regalo de graduación de mi papá dejando al descubierto la nostalgia de una piel blancuzca en su muñeca. Cuando le vi la cara esa noche no supe si a mi papá le habían robado el pasado, o si acababan de inventárselo en un raponazo. A estas alturas es un pasado atemporal. Seguro no da la hora.

 

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En el mismo pueblo remoto donde un niño sordo hacia muecas alarmantes y alzaba los brazos al cielo media hora antes de que todos vieran pasar los aviones, una mujer con más de diez hijos llegaba con su prole a visitar al médico rural de turno. Salvo dos o tres excepciones esporádicas entre el tercero y el cuarto y algún otro par, los niñitos se llevaban de 11 a 12 meses de edad. Llegaban sedientos después de caminar por un par de horas desde su rancho hasta el centro de salud. Esta vez, rara, en cualquier caso, la madre empujaba una carretilla en la que venía un cuerpecito exánime. “Aquí están los niños —dijo en la puerta—, y este, que se murió”.

Así, sin más, refería el asunto. Sin nombres propios. Sin singularidad. Como si se tratara de la memoria que deja el cuerpo de un perro sin dueño.

 

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Tiene razón el historiador Philipp Blom cuando anota que lo efímero exige coraje.

 

 

 

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