“Los costeños son haraganes” la mentira que le metieron a Colombia los bogotanos
Opinión

“Los costeños son haraganes” la mentira que le metieron a Colombia los bogotanos

Les molesta la felicidad, la capacidad para vivir sabroso, la desconfianza a la burocracia y su capacidad de trabajo. Porque, para vagos, nadie como los bogotanos

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marzo 22, 2023
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El racismo hacia los costeños ha sido una constante histórica en una ciudad tan artificial como Bogotá. Perdida en la bruma eterna del páramo, la capital y sus habitantes miran por encima del hombre el color. Les hiere los ojos el color. Los deslumbra el sol. Si piensan ir a la Costa sólo se escogen dos ciudades, Cartagena, que se hunde por culpa de la erosión marina y la sucesión de pésimos alcaldes, y Santa Marta, una ciudad inviable por su falta de agua potable y la irresponsabilidad de los constructores que no paran de apuñalar a la ciudad con sus interminables torres. Barranquilla es una mancha en el mapa. Muchos creen que sigue siendo el tierrero que fue entre los años 70 y 80. Yo me contaba entre esos ignorantes. No sabía nada. No me voy a centrar en imponentes edificios que pellizcan el cielo, en sus calles limpias, en sus puentes rojos que se elevan al paso de los buques, a la decisión de romper los muros para que la ciudad le vuelva a dar la cara a su razón de ser, a su esencia, el Rio Magdalena, a las razones por las que Barranquilla se parece cada vez más a lo mejor de Miami, superándola en su tradición cultural y si, en su alegría: Miami no tiene carnaval. No, lo que más impresiona de Barranquilla es su estado de ánimo.

A mediados de los años sesenta, en sus maratónicas bebetas en la Cueva, Álvaro Cepeda Samudio salía de madrugada a buscar un desayunadero. A unas cuantas cuadras del lugar encontró una tienda en una esquina. La cerveza y el chicharrón, a las cinco de la mañana, son los mejores componentes de un desayuno de campeones. Chismoso regó el cuento. El voz a voz es la mejor publicidad en una ciudad pequeña. Entonces fue Gabo, Julio Mario, Fuenmayor, todo el grupo de Barranquilla. Cincuenta y ocho años después su creador, Monchi, toma jugo de corozo y come pedazos de chicharrón con sus amigos debajo de una ceiba. La tiendecita, un lugar que en cualquier otra capital del país estaría a condenar a ser una tienda toda su vida, se mantiene eterna en la misma esquina en la que está desde 1965, vendiendo lo que sabe, queso sexual, deditos de queso, chicharrón y yuca y recibiendo a personajes que van desde Álvaro Uribe, pasando por Petro y terminando por la mismísima Sofía Vergara. Acá no existe el temor por el colesterol, acá las enfermedades se terminan. Acá la alegría lo cubre todo.

Vea también: Las razones por las que Colombia sería un mejor país si Barranquilla fuera su capital

Estamos parados debajo de la Ventana al Mundo, un monstruo de 46 metros de alto en forma de vela que fue creada en el 2018, una idea que recuperó un espacio público que era un basurero improvisado en el monumento que está identificando la capital, que la determina, por el que se siente un orgullo inquebrantable. Allí está Mariana, una de las 15 niñas que se han organizado para tomar fotos de manera profesional –lo juro, de manera profesional- para los cachacos que llegamos con las patas blancas a llevarnos un retrato en el monumento. Mariana debe tener 13 años. Con una envidiable seguridad toma el móvil y empieza a dar indicaciones como si fuera Steven Spielberg. Sabe exactamente cuál es el mejor plano. Le hacemos caso y quedamos felices. Se estima que la Ventana al mundo genera cerca de 25 millones de publicaciones en redes sociales al año. Todo el mundo está relajado. El viento sopla a 60 nudos. A esta brisa la llaman la loca. Nos despeluca, no importa nada. Bogotá queda muy lejos. En Bogotá están enterradas nuestras preocupaciones.

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A las cinco y media de la tarde el malecón se transforma en uno de los lugares más coloridos que ciudad alguna pueden tener

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Las recuperaciones que se han hecho de espacios públicos tan importantes como el parque de la paz, frente a la modernísima catedral y el malecón, le han devuelto la alegría, lal autoestima al barranquillero. El parque de la paz era un lugar en donde se corrían riesgos de noche. Desde el 2015 es un parque maravilloso, agradable y fresco, un homenaje al agua y a los edificios republicanos y hasta art decó que colindan con él. A las cinco y media de la tarde el malecón se transforma en uno de los lugares más coloridos que ciudad alguna pueden tener. Hasta hace cinco años el río no se podía ver. Un muro lo tapaba. Un alcalde decidió tumbarlos, se planificó un recorrido al lado del río y ahora hay seis kilómetros en donde la gente, de todos los estratos, está feliz de pasearse, sobre todo cuando el cielo estalla en sus rojos y naranjas, transformando el sol en un disco incandescente que se deja ver sin que te pellizque los ojos.

La transformación de Barranquilla no ha cobrado mayores víctimas. Las casas de toques árabes del Prado, palacios de una época dorada que está reviviendo, están a salvo, incólumes. Acá se crece mirando el pasado. Estás casas del Prado están protegidas y serán testigos del fin de los tiempos. El viento espanta el calor. Caminar Barranquilla se puede hacer, en esta época del año, a cualquier hora del día.

Y no se confundan, descreídos, que acá los costeños trabajan y mucho. Es domingo y uno ve las retroexcavadoras mover el asfalto sin importar qué tan bravo esté el sol. Esa es otro de las calumnias rolas, que acá son chamulleros, que acá no se camella. Acá se trabaja y se goza a la vez, sin tantos aspavientos, sin tanta lora. Lo malo de Barranquilla es conocer el paraíso y tener que regresar al lugar de la lluvia eterna. Pero el futuro de un país está acá. Mientras la desilusión cunde en todo el país acá renace la fe. El Magdalena y sus corrientes se llevan, en cada atardecer, todas las amarguras. La alegría renace cada día como los girasoles en primavera.

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