Ha muerto el zar, el zar ha muerto: el funeral de Víctor Carranza

Ha muerto el zar, el zar ha muerto: el funeral de Víctor Carranza

Su entierro fue el reflejo de la vida y la opulencia de este hombre que para bien o para mal se convirtió en un icono en la historia de Colombia

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junio 13, 2013
Ha muerto el zar, el zar ha muerto: el funeral de Víctor Carranza

Víctor Carranza está vestido de traje azul oscuro, camisa blanca y una corbata que combina con el atuendo. Ha perdido la tez bronceada de sus años mozos. Ya no tiene ese bigote espeso que lo hizo leyenda, tan solo una marcada línea cana que le rodea el labio superior. Sus cejas pobladas —como siempre— se salen de la circunferencia de sus parpados. Tiene las manos cruzadas, agarrando sin agarrar un rosario de pepas negras. Paradójicamente; ni la camándula, ni nada sobre su cuerpo, dejan asomar alguna esmeralda de esas que lo volvieron inmensamente millonario. Carranza yace muerto.

Al lado derecho, sentados en las poltronas de cuero de la Funeraria Gaviria, está la familia en pleno. Sobresale una mujer de pelo blanco al que se le ha aplicado un tenue color violeta. Es Blanca Carranza, la prima hermana con quien se casó Carranza cincuenta años atrás. Rodeándola están los cinco hijos de aquel matrimonio: Hollman, Víctor Ernesto, Mery, Andrés Felipe y Arturo. Herederos de sangre y fortuna, pero quizá no de la pasión esmeraldera que su padre siempre les quiso evitar.

—Yo creo que aquí se acaba el mito Carranza. A Hollman, que fue el único tocado por la fibra esmeraldera, no le alcanza la medida para calzar los zapatos de su papá —apunta en voz casi que inaudible uno de los viejos amigos del muerto. Algo sorprende cuando se indaga sobre Víctor Carranza, todos los que se van a referir a él: siempre bajan la voz, susurran, algunos hasta se tapan la boca para que no les lean los labios, así estén en su propia casa.

El joven con Síndrome de Down que está a la izquierda de doña Blanquita, como cariñosamente la llaman, es Arturo, el hijo más querido de Víctor Carranza. Era su consentido, su Arturito. El apólogo daba cuenta que los cinco hijos que tuvieron Víctor y Blanca, por haber sido concebidos bajo el amor entre primos hermanos, padecían problemas de salud. “El diablo no se queda con nada y todos tenemos nuestra propia desgracia, nuestra propia maldición”, decía la gente. Sin embargo, la realidad es otra, sentados al lado de su madre, sus otros hijos: Mery, Víctor Ernesto, Andrés Felipe y Hollman se ven sanos, sin denotar problema congénito alguno.

Pero estos no fueron los únicos hijos del esmeraldero. Al otro lado de la sala de velación se encuentra Vivian Carranza y su madre Betty, una rubia de ojos verdes, cintura de reina y piernas de princesa, que embrujó hace 40 años al guaquero Víctor. Los alejó el genio de la rubia, quien un día en un ataque de celos le propinó dos puñaladas al temido zar. “De todos los atentados ese sí casi lo mata. Pero jamás Víctor iba a dejar a su Blanquita, ni por Fura, la diosa de las esmeraldas”, susurra una amiga de la familia que, como todos los testigos, pide omitir su nombre porque “don Víctor así esté muerto, sigue siendo muy jodido”.

En la antecámara contigua, justo al lado de 58 arreglos florarles de más de dos metros de altura —con muchas cintas sin ningún remitente— está Julio Carranza. De los cinco hermanos que tuvo el difunto, era el más parecido. Julio se encuentra meditabundo tal vez recordando la niñez de pobres que llevaron en Guateque, por allá en los años treinta, cuando liberales y conservadores se mataban hasta por llevar un pañuelo de distinto color. El padre muere, entonces Víctor el más arrojado, con tan solo ocho años de edad se embarca en la empresa de salir a buscar fortuna y pegársele a los planteros de esmeraldas en el parque de Guateque. Empezó haciendo mandados y se ganaba las vueltas de lo que sobraba en la tienda o en la cantina.

El niño Carranza inició el negocio al revés; primero, viendo a los planteros recibir esmeraldas de los guaqueros y vender a los forasteros. Después pasó a guaquear en el río Chivor, donde rescataba pequeñas piedras que él mismo con la experiencia de la calle subía los fines de semana a negociar en el parque de Guateque. Las esmeraldas lo empezaron a perseguir, como en el mito de Are el dios de aquellas montañas. La primera mina a la que entró fue una en Chivor, con picaveta en mano y mochila al hombro casi no vuelve a salir. El embrujo verde lo embelesó para siempre. Desde aquellos días empezó a ahorrar para convertirse en un plantero de verdad y comprar o acceder a un corte propio. Contrario a la cultura juvenil del minero tradicional que se gasta el dinero en apuestas, juegos, putas y trago, Carranza solo gastaba lo necesario.

Después de volverse uno de los ‘ganchos’ más diestros cortando piedras para encontrar esmeraldas; pasar por pueblos como Chivor, Borbur y Otanche; y andar untado de barro hasta en el bigote dentro de los túneles de San Juan, Bellavista y El Tequendama, Carranza se encontraría con el hombre que sería su gran socio, amigo y compinche durante casi treinta años, Gilberto Molina. Se conocieron a finales de los años cincuenta en Borbur. La cita se dio en el corte del tío de Gilberto, un viejo plantero llamado Parmenio Molina. A la dupla Molina-Carranza los uniría su juventud y la codicia por el poder.

Víctor Carranza y Blanca Carranza, a pesar de ser primos hermanos, se casaron en 1965 tuvieron cinco hijos. Sin embargo, en el sepelio del zar estuvo una de sus seis hijas por fuera del matrimonio. - Ha muerto el zar, el zar ha muerto: el funeral de Víctor Carranza

Víctor Carranza y Blanca Carranza, a pesar de ser primos hermanos, se casaron en 1965 tuvieron cinco hijos. Sin embargo, en el sepelio del zar estuvo una de sus seis hijas por fuera del matrimonio.

Dos años más tarde se abriría una montaña centellante en Otanche descubriendo la mina que les llenaría de dinero hasta los sombreros: Peñas Blancas. Era la época de la primer “guerra verde”, en las que se enfrentaron los temidos capitanes de vetas Efraín González y Pablo Emilio Orjuela. La guerra la ganaría Orjuela, quien a su vez tenía entre sus trabajadores a Isauro Murcia y Parmenio Molina. El cruento desangre de esos primeros años sesenta, lo verían desde la barrera los jóvenes Gilberto y Víctor, que en la libreta de la piel tomarían apuntes para no dejarse matar y convertirse en los siguientes zares de piedras preciosas.

En la sala de velación número cuatro acompañando al difunto Víctor Carranza se encuentran guaqueros, mineros, capataces, planteros, empresarios, un par de actrices, reinas, presentadoras, ganaderos, políticos y un sinnúmero de personalidades. Qué casualidad, exactamente en esta misma sala fueron velados expresidentes de la talla de Alberto Lleras Camargo, Carlos Lleras Restrepo, Misael Pastrana Borrero, Alfonso López Michelsen, Julio César Turbay y Virgilio Barco Vargas. Con todos ellos, en su momento, tuvo que ver este campesino quien yace en aquel sarcófago adornado con su sombrero de cinta negra.

Desde niño, tal vez por intuición o por su sagacidad innata, tuvo la revelación de que debía rodearse del aparato estatal del país; preferiblemente, de los hombres del poder. El primer acercamiento fue de manera inocente, en plena campaña por la presidencia de 1946. A la zona minera llegó de visita Mariano Ospina Pérez junto a su esposa Bertha Hernández de Ospina. El pueril Víctor con apenas 10 años sirvió de guía y mandadero de la futura primera dama. Desde aquella semana la amistad se hizo infranqueable y toda esmeralda que gustaba de doña Bertha era vendida por el muchacho.

Pero el hombre que lo hizo billonario, su verdadero consiglieri en los negocios, no sería ningún esmeraldero, capo, político o presidente; sería un abogado costeño de origen libanés llamado Juan Beetar Down. Éste fue el hombre de mundo que lo sacaría de Boyacá para llevarlo a Canadá, Suiza, Francia, Alemania, Israel, Brasil y Sudáfrica. Beetar llegó a principios de la década del sesenta a la zona esmeraldera. Su olfato de negociante de inmediato identificó a Carranza como el hombre que lo iba a surtir de cientos de esmeraldas en bruto.

—Entrégame las esmeraldas a mí que yo las vendo en Bogotá a la gente rica que conozco. También puedo mandar piedras a Europa que es donde las compran al triple —fue lo primero que le propuso el hábil abogado con acento costeño.

Tarros de leche en polvo llenos de esmeraldas le llevaba Carranza a Juan Beetar. A su vez el judío respondía con grandes sumas de dinero, pero con algo que valía más que los billetes: las relaciones. En la presidencia de Guillermo León Valencia, el abogado a través de sus amistades logró que a Carranza le otorgaran la concesión de la mina Mundo Nuevo, en Ubalá (Cundinamarca). Para muchos era increíble que a un guaquero de tan solo 28 años de edad le dieran a administrar una porción de tierra que hasta el momento no tenía dueño y se ganaba pero peleando a muerte. Fue sorprendente hasta para la familia Salinas que llevaba 17 años detrás de la adjudicación. El secreto era el abogado Beetar.

Juan le enseñó a Víctor que las relaciones con los hombres del Estado no sólo se hacían para adquirir minas; la intensión tenía algo de mayor calado, conducían a algo más profundo: crear amistad. A posteriori esta fórmula se traduciría en legalidad, legalidad en riqueza y del tubo de ensayo emergería mágicamente la poción deseada, EL PODER. El lobby amistoso se trasladaría a Misael Pastrana Borrero. Juan presentaría a Víctor en la propia casa del político. Sí había que llegar con presentes, Gilberto Molina no ponía problema por conquistar los nuevos amigos de la capital.

La presencia del abogado de aspecto de dandi, traje a la medida y buenos modales; junto al esmeraldero de sombrero campesino, bigote de vaquero y manos callosas, darían como resultado que Gerardo Silva Valderrama, ministro de Minas y Energía de Pastrana Borrero, recibiera la orden de otorgar una concesión de 36.000 hectáreas de reserva especial de la nación al grupo de Juan Beetar, Víctor Carranza, Gilberto Molina e Isauro Murcia. Por la presencia de éste último, quien se había peleado esas tierras a tiros por un par de décadas, El Tiempo titularía “La mafia licitará minas de esmeraldas”.

Por su lado, en la zona esmeraldera, Carranza practicaba las enseñanzas de su consiglieri Beetar: sin que le pidieran favores él los hacía para que en el momento que se necesitara, poder recordarle a los amigos lo generoso que había sido en otrora. Por ejemplo, Víctor sacó de la mazmorra al viejo Isauro Murcia, quien se hallaba en la cárcel por el presunto asesinato de algunos esmeralderos.

La sociedad entre Juan Beetar y Víctor Carranza inició en los años sesenta y se ha heredado hasta sus hijos Simón Beetar y Hollman Carranza. - Ha muerto el zar, el zar ha muerto: el funeral de Víctor Carranza

La sociedad entre Juan Beetar y Víctor Carranza inició en los años sesenta y se ha heredado hasta sus hijos Simón Beetar y Hollman Carranza.

Entre tanto, Pastrana Borrero medió en el gobierno que le sucedió, el de López Michelsen, para que accedieran a la concesión legal de las montañas mitológicas de Muzo. Mientras Carranza y sus trabajadores se internaban por semanas en las profundas minas a sacar las lágrimas de Tena; Beetar viajaba por Europa encargándose de crear vínculos comerciales con los más destacados gemólogos y empresarios del otro lado del océano. Con todo y esto, el sagaz Víctor, que de los pelos de su bigote no tenía uno solo de ingenuo, sólo le había exigido una condición a su consiglieri: que en cada reunión en Colombia para entablar relaciones con los hombres del Estado, debía estar él presente. De esta manera el campesino de Guateque con apellido de poeta, comenzó a sentarse al costado derecho en la mesa de las familias más connotadas del país: los López, Pastrana, Gaviria, y Santos.

—Yo conocí a Víctor Carranza en las oficinas de El Tiempo cuando era defensor de los lectores. En esa oportunidad el padre del hoy candidato (Juan Manuel Santos) me presentó a Carranza y me lo recomendó para que en las páginas del diario no se fueran a meter con él, —afirmó en su momento el columnista Felipe Zuleta Lleras, refiriéndose a la amistad de la familia Santos con el esmeraldero.

Al lado de la puerta de la sala de velación, hay un entrepaño de madera donde reposa una agenda de mensajes para la familia del difunto. A las diez de la mañana de aquel sábado 6 de abril, las 120 hojas del breviario ya están llenas por lado y lado con 200 mensajes como:. “Ayer estuvo entre nosotros riendo y compartiendo todo de sí. Hoy nos queda sólo su recuerdo. ATT: Familia Cortez”. “Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, te guardará en nuestros corazones y nuestros pensamientos. ATT: Fundación Muzo Social”. “Tú has sido una persona ejemplar, siempre dispuesto a ayudar, fuerte y con sentido del humor. No cabe duda de que extrañaremos. ATT: Familia Guerrero”.

Muchos agradeciendo los favores recibidos, otros procurando sus respetos. Todos lo tienen presente por la reparación de la vía Chiquinquira-Pauna-Borbur, la transformación del  corregimiento de Quípama en municipio — dotarlo del colegio Nuestra Señora de la Paz, un palacio municipal, un hotel y un aeropuerto—, la restauración de una decena de iglesias, la creación de parques, la realización de reinados. También porque don Víctor mediaba en las peleas, hacía suyos los problemas del otro, aseguraba 800 empleos directos en sus empresas mineras y ganaderas, pero prefería las ayudas materiales y concretas de beneficio para todos y no repartir dinero. Daba empleo antes que comportarse como un dadivoso Papá Noel repartidor de regalos. Cuando se asociaba calculaba bien, sabía por qué y con quién. Enseñanzas también aprendidas de su consiglieri.

—Una vez me “enguaqué” duro. Afuera de la mina la gente hacia cola esperando las morrallas, las piedras sucias que no me iba a llevar. Por la noche, una amiga me esperó para pedirme diez millones de pesos para salir de una deuda que la estaba ahogando. Le regalé cinco millones, porque no podía darle todo y salí a deber. Me trató de  tacaño. Cuando llegó Víctor a los dos días me regañó: cómo se le ocurre hacer eso, no ve que lo están es tratando de HP. No sea bruto. Haga como yo, no regale nada para que ahí si digan la verdad, que uno es un HP —recuerda un esmeraldero.

Su habilidad de lograr pasar como un gran benefactor sin regalar nada y saber asociarse con los que eran, lo llevaron a amasar su gran fortuna.  Con Gilberto Molina y su familia inició los negocios en las minas de Muzo, Borbur y Quipama. Pero la gran base de la sociedad estuvo concentrada en Coexminas Ltda, sociedad en la que se registraron los nombres de Carlos Molina y  Edwin Bayardo Molina, nieto de Gilberto. En el año 2002 Coexminas Ltda  pasó a llamarse Puerto Arturo y se convirtió en uno de los ejes del negocio; antes de su muerte se registraron movimientos en la participación accionaria de los socios, como si el zar de las esmeraldas, hubiera querido dejar organizada una sucesión sin peleas por los túneles que lo habían convertido en multimillonario: la familia Carranza pasó de controlar el 50 % de la sociedad a quedarse con el 27 %, la familia Beetar el 24 % y la familia Molina el 49 %.

Vinculaba siempre socios diferentes a cada una de las minas como fueron Carlos Salinas en la primera concesión que ganó; Pablo Elías Delgadillo en las minas de Coscuez cuya concesión duró 30 años; Germán Bernal en Tecminas, de la cual fue su gerente y de quien recibió el apoyo económico para fundar Tecniaéreas, la compañía de alquiler de helicópteros. Delgadillo era además la representación de Carranza en las reuniones de paz en el occidente de Boyacá, mientras Bernal se convirtió en el diplomático del gremio esmeraldero para los negocios internacionales.

foto_tres_carranza_INTERIOR - Ha muerto el zar, el zar ha muerto: el funeral de Víctor Carranza

Una decena de pancartas rindiendo homenaje al zar como hacedor de paz llevaron sus paisanos, a pesar que en vida fue investigado por concierto para delinquir, secuestro extorsivo, lavado de activos, homicidio, paramilitarismo, terrorismo y desaparición forzada.

Bernal fue vocero de la iniciativa de crear la primera bolsa mundial de esmeraldas, y fue él junto a Juan Beetar, el encargado, entre 1991 y 1992, quien logró que Carranza se reuniera con los magnates de las piedras preciosas en el mundo, con los dueños de las compañías mineras de Basilea (Suiza), de Johanesburgo (Suráfrica) y de Zambia (África). Llegaron hasta el punto que el multimillonario Charlie Hughes, el esmeraldero más rico de África, les ofreciera la venta del 45 % de su compañía en Zambia. Y fue también Bernal quien le hizo los puentes con la Embajada de Estados Unidos, una cercanía que quedó evidente en la carta que el segundo secretario, Otto H. Van Maerssen, le escribió agradeciéndole la hospitalidad en las minas y fortaleciendo el interés de su país en  relacionar a Carranza con posibles nuevos socios norteamericanos. “Le agradecería nos tenga informados del estado de sus conversaciones con Kennecott, o cualquier otra compañía estadounidense que esté interesada en formar sociedad alguna con Tecminas”. Rezaba la epístola fechada en abril de 1995, que selló uno de los pactos de amistad entre el zar y el gobierno gringo.

Carranza, cumplió el sueño que en los años sesenta le había contado a uno de sus amigos después de una enguacada en las minas de Borbur.  ¿Cuál es tu sueño, Víctor?”, le preguntaron  entonces. “Yo un día me quiero parar en el Cocuy, mirar para el oriente (los llanos orientales) y lograr que todas esas tierras, hasta donde me alcance la vista, sean mías. Pero que todas esas tierras sean blannnncas”. “¿Y blancas por qué, Víctor?” le preguntó el guaquero. “De la cantidad de ganado que voy a tener pastando en esa inmensidad”.

Y nuevamente fue Beetar quien le ayudó a materializar aquella ambición juvenil. El abogado, le aconsejó que por cada enguacada debía invertir por fuera de las minas por lo menos el 60 % de la ganancia, contrario a la cultura de los mineros que se gastan en un dos por tres todo lo que consiguen. Entonces, juntos fundaron dos de las compañías ganaderas más grandes del país; Ganadería Nare y La Cristalina, de las que resultó el mito de que Carranza habría llegado a tener un millón de hectáreas y cerca a dos millones de cabezas de ganado, el 10 % de toda la ganadería del país. Juntos iniciaron la reconquista del Meta, con epicentro en Puerto López, una sociedad que llegó hasta el heredero de Beetar, el joven Simón Beetar Betancourt, con el cual Carranza aparece en una escritura como propietario de las fincas La Portuguesa y Caviona, extensos terrenos de 11.100 hectáreas.  Los documentos registran a nombre de la familia Carranza, 48.000 hectáreas de su propiedad, que equivale a tener  la quinta parte del Valle del Cauca.

Cuando en 1992 el periodista Joel Millman de la revista Forbes investigó la fortuna de Carranza, sus cuentas lo colocaron cercano a los mil millones de dólares, con lo cual entraba en la lista de los billonarios del mundo. Si Millman volviera a calcular su patrimonio se encontraría hoy 20 años después con acciones en Coexminas, Tecminas y Esmeracol, las cuales en 1995 ya recibían cerca de 400 millones de dólares al año por la exportación de piedras preciosas; Inversiones en la explotación de otros minerales con compañías como La Carbonera, La Argelia y Grumicol; propietario y socio de las ganaderías La Cristalina, Nare y VC, miles de cabezas de ganado que pastan en colosales fincas como La Ponderosa, La Ginebra, La Cristalina, El Prado, Agualinda, La Reforma, El Rincón, Las Cocoras, Caviona, La Portuguesa y San José. Mucho le habría llamado la atención a Millman las  dos enormes esmeraldas que llegó a poseer el zar, las más  grandes del mundo: Tena y Fura.

Artífice de su propia ventura, desde los años noventa el nombre y la imagen de Víctor Carranza copó titulares de prestigiosos medios internacionales como el  Sunday Telegraph, el New York Times, la BBC, Forbes, The Guardian, Time, CNN, Discovery Chanel, un documental de 25 minutos en Al Jazeera y The Economist lo despidió con un obituario de página completa. Su vida llegó a ser considerada para llevarla al cine de Hollywood, con Jack Nicholson como protagonista.

El ataúd sale de la Funeraria Gaviria cargado por dos escoltas pensionados, dos amigos y dos hijos de Carranza. Por los aires de aquella mañana soleada sobrevuela un helicóptero con personal de seguridad pero, además, casi a ras de los techos hay un drone, una aeronave no tripulada de unos 70 centímetros de espesor, la cual lleva consigo una cámara que emite imágenes a un circuito cerrado de televisión de la familia. A 65 pasos está la parroquia Cristo Rey donde se realizará el réquiem. La senda que conduce de funeraria a la capilla puede durar un minuto, pero la multitud intentando tocar el cajón la hace tardar más de siete minutos. Seiscientas personas sentadas lo esperan dentro de la iglesia y otras quinientas de pie. Un perro antiexplosivos olfatea hasta la bolsa de las limosnas.

—En la misa estuvieron presentes más de 1.200 personas, que es la máxima capacidad de la parroquia. De todas las personalidades que se despiden aquí, son las exequias donde más se ha visto gente. Teniendo en cuenta, que a diario realizamos unas cuatro misas de servicio —dice Jaime Rico, el gentil sacristán de Cristo Rey.

Fue amigo de algunos de los más altos prelados de Colombia, entre quienes estuvieron monseñor Álvaro Raúl Jarro Tobos, monseñor Héctor Gutiérrez Pabón y el obispo de Chiquinquirá Luis Felipe Sánchez. - Ha muerto el zar, el zar ha muerto: el funeral de Víctor Carranza

Fue amigo de algunos de los más altos prelados de Colombia, entre quienes estuvieron monseñor Álvaro Raúl Jarro Tobos, monseñor Héctor Gutiérrez Pabón y el obispo de Chiquinquirá Luis Felipe Sánchez.

En las escalinatas de la parroquia lo esperaban con agua bendita para lavar las culpas: un obispo, seis curas y dos sacristanes. El féretro fue colocado por sus guardaespaldas en la nave de mármol presidida por su retrato en la posición perfecta para que  monseñor Héctor Gutiérrez Pabón, el obispo de Engativá y unos de sus dos confesores, dijera su prolongada y elogiosa homilía.

Carranza mantuvo siempre una cercana relación con la Iglesia al punto que algún sacerdote comparara su parroquia con el esmeraldero por ser: “un templo de paz”. En 1984 llegó a la diócesis de Chiquinquirá, monseñor Álvaro Raúl Jarro Tobos, un paisano nacido en Nobsa, Boyacá. Un hombre bajo, de aspecto afable y anteojos de buen lector, quien llamaba siempre a la reconciliación. La región vivía el coletazo final de la segunda gran guerra verde que enfrentó a varios apellidos: Orjuela, Murcia, Vargas, Ariza, López y Barrera y dejó decenas de guaqueros asesinados a bala y machete cuando monseñor Jarro Tobos fue llamado a mediar por un pacto de paz. Y en octubre de ese año lo logró.

La admiración de Víctor Carranza por el obispo se expresó en ayudas sin ser pedidas. Colaboró discretamente en hacer realidad la visita del Papa Juan Pablo II al santuario Nuestra Señora del Rosario, en 1986 y así se fueron tejiendo los lazos entre sotanas y sombreros. La Iglesia para el zar se convirtió en fuente de consejos, protección, respaldo y perdón con unos sacerdotes que le respondían diariamente con elogios a aquella alma caritativa conocida con los apellidos Carranza Niño.

Entre 1986 y 1990 estalló la tercera guerra por el control de aquellas montañas laceradas de espejismos verdes. Se enfrentaban los hombres de Borbur liderados por Molina y su heredero político Carranza contra la gente de  Coscuez, liderados por Pacho Vargas y Luis El Pequinés Murcia. Pero había que tapar aquello cañones que sembraron 3500 tumbas.

Carranza buscó entonces a la iglesia como garante de un acuerdo de paz que firmaron Pablo Elías Delgadillo, Víctor Quintero, Jaime Murcia, German Barrera, Luis Murcia, de nuevo con  monseñor Jarro Tobos de testigo, y quien desde entonces denominó al zar como “hacedor de paz”.

—En estos pueblos donde nuestra distracción los domingos es ir a misa, hay que tener la bendición de la iglesia porque es a la que de verdad terminamos escuchando los campesinos. Muy bruto entonces el que le de bala a Dios —le aconsejó en algún momento Víctor Carranza a uno de sus socios.

Al obispo Jarro le sucedió en 1998 en la parroquia de Chiquinquirá, monseñor Héctor  Gutiérrez Pabón, quien llegó de la Arquidiócesis de Cali. Su dureza y su voz de mando rápidamente fueron conquistadas por  el discurso y poder de Carranza sellando una amistad hasta el último minuto del paso del zar por este mundo. Fue el encargado de despedirlo, con un dolor que no disimuló. Vistió una suntuosa mitra dorada en su cabeza, un palio arzobispal color púrpura, una túnica blanca y su gran anillo pastoral. “Víctor creyó en Dios, Víctor esperó en el señor, Víctor encarnó esa fe en el amor al prójimo, en el servicio a la paz y a la humanidad (…) Víctor fue un amigo”, dijo sin titubear frente a la multitud que lo escuchaba.

Fue entonces cuando los noventa escoltas, los cuales comenzó a armar desde los años sesenta después de organizar el primer grupo de seguridad privada para defenderse en la segunda “guerra verde”, empezaron a actuar. Sin la protección del templo y las sotanas, dos de ellos abrieron cuatro cajas blancas para liberar mariposas de los siete colores traídas directamente desde el mítico peñón de Furatena. Otros vigilaban al mariachi de Ricardo Torres que entonaba con todo el vigor El Rey de José Alfredo Jiménez, mientras los demás se ocuparon de subir a un camión de dos ejes, las cinco docenas de enormes arreglos florales que rodearon el ataúd, escoltar a la limosina fúnebre y no permitir que nadie se acercase a la viuda y sus hijos. Una caravana de 45 camionetas de alta gama, tomó camino hacia el cementerio Jardines de Paz, donde fue cremado el cuerpo de Carranza para luego esparcir secretamente sus cenizas.

Los símbolos de paz desplegados en su funeral no coinciden con la historia del zar que despiden. Carranza fue un hombre de armas y desde muy joven las portó. Andar acompañado de escoltas se volvió también costumbre entre los jefes esmeralderos desde principios de los años 80 cuando el IV Frente de las Farc llegó a la zona y empezó a pedir participación en las minas. La negativa de Gilberto Molina y Víctor Carranza los obligó a ampliar sus sistemas de seguridad, el primero subió a doce y el segundo andaba acompañado con un poco menos de diez. El territorio de las minas era asimilado a zona de violencia, amenazas y muerte.

La primera guerra que ganó Carranza  fue contra el narcotraficante Gonzalo Rodríguez Gacha, quien había empezado precisamente como trabajador en las minas de Gilberto Molina hasta que desapareció para regresar con millones de dólares y rodeado de un descomunal escuadrón de sicarios. El Mexicano se tomó el poder de Puerto Boyacá para extender sus dominios en el Magdalena Medio, logrando en un primer momento una convivencia pacífica con sus amigos esmeralderos. En su momento el director del DAS, general Miguel Maza Márquez, advirtió la presencia en la zona de cinco mercenarios israelíes para entrenar grupos paramilitares.

Carranza libró varias guerras, entre ellas con los narcotraficantes Gonzalo Rodríguez Gacha, Leonidas Vargas, ‘El loco Barrera’, el paramilitar Pedro Oliverio Guerrero y fuertes diferencias con los esmeralderos Yesid Nieto y Pedro Rincón (Costado derecho). - Ha muerto el zar, el zar ha muerto: el funeral de Víctor Carranza

Carranza libró varias guerras, entre ellas con los narcotraficantes Gonzalo Rodríguez Gacha, Leonidas Vargas, ‘El loco Barrera’, el paramilitar Pedro Oliverio Guerrero y fuertes diferencias con los esmeralderos Yesid Nieto y Pedro Rincón (Costado derecho).

Carranza habría sido uno de los financiadores de dicha causa. El curso se dictó en Puerto Boyacá a donde acudieron cincuenta hombres: veinte de Henry Pérez, veinte de Rodríguez Gacha, cinco de Pablo Escobar y cinco de Molina y Carranza. La armonía se rompió cuando el Mexicano les pidió participar como socio de las minas y estos se negaron. A este conflicto se sumó las denuncias de las autoridades por la presencia de cultivos de coca en las fincas de Carranza.

El lunes 27 de febrero de 1989, hombres del Mexicano vestidos de agentes de la policía acribillaron a Gilberto Molina con 17 personas más  en una de sus fincas de Sasaima, Cundinamarca. Había caído el mejor amigo y socio de Carranza, la guerra era de frente. En julio de ese año una bomba semidestruyó la empresa Tecminas, cuatro días después era asesinado un sobrino de Carranza y un par de semanas posteriores tiraron desde un helicóptero amarrado en un costal a uno de los trabajadores de Carranza. Era el momento de reaccionar. Carranza decidió aliarse con las autoridades y empezó a suministrar información para que las agencias de seguridad colombianas y norteamericanas colaboraran en la captura de el Mexicano. Y fue precisamente un delator quien supo en Puerto Boyacá del desplazamiento del narcotraficante hacia Tolú, lo que permitió su caída junto a su hijo el 15 de diciembre de 1989.

Carranza disfrutaba de una pequeña tregua cuando lo sorprendió una orden de captura por la presunta participación de una masacre de cuarenta campesinos en el Meta. Fue capturado en Manizales pero a los dos meses lo absolvió un juez que le dio tranquilidad unos años hasta que Leonidas Vargas, un antiguo trabajador de Rodríguez Gacha, lo responsabilizó de la desaparición de su hija.

Los enfrentamientos con Vargas continuaron sin distraer la atención de su propósito: convertirse en el mayor terrateniente del país en un momento en el que estaban en auge las Convivir, solo en Otanche operaban 22 cooperativas. El respaldo de Carranza a esta iniciativa “para defender a la empresa ganadera de la delincuencia fariana” le costó otro carcelazo. En 1998 terminó en la penitenciaría por conformar grupos de autodefensas. Una llamada de Juan Manuel Santos al Fiscal General de la Nación, Alfonso Gómez Méndez, preguntando por su amigo Carranza, creó un escándalo que se acentuó con la visita del entonces presidente de Fedegán, Jorge Visbal Martelo a la guarnición militar donde fue detenido. Fueron tres años en prisión  donde se salvó de morir envenenado.

Al salir de la cárcel, tuvo que enfrentarse a un nuevo golpe: la muerte de su socio y amigo Pablo Elías Delgadillo, mientras la guerra con Leonidas Vargas continúa y solo la detiene su asesinato en España a manos de dos sicarios colombianos en el 2009. Pero con la muerte de Vargas no desaparecieron los enemigos de Carranza. Tendría por delante el atentado del 4 de julio de 2009 cuando lo sorprendió una tormenta de balas, granadas y morteros en la vía Puerto Gaitán a Puerto López de la que sobrevivió gracias a la acción veloz de sus escoltas que lo sacaron por una zanja. Al año siguiente, en marzo de 2010, el intento de asesinarlo ocurrió a pocos kilómetros de Villavicencio.

Fueron 25 los atentados de los se salvó en sus 78 años de vida, seis guerras y millones de dólares invertidos en ellas, para terminar finalmente yéndose de este mundo como cualquier mortal, derrotado por el cáncer. Aunque el gran funeral hubiera querido recordarle al mundo que don Víctor no fue un hombre cualquiera, en la memoria de sus días quedó lo que nunca pudo ser: un hombre de paz.

 

Por @PachoEscobar

Fotos exequias: Isabella Bernal Vega

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