La muerte de Omar Lasso Echavarría y el adiós a la 'era Macondo' en Popayán

La muerte de Omar Lasso Echavarría y el adiós a la 'era Macondo' en Popayán

Lasso se ha ido y con él se va una Popayán del posterremoto, la de los orígenes de la ciudad presente, la del grito de una ciudad por reconstruir lo destruido

Por: jorge
abril 26, 2023
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La muerte de Omar Lasso Echavarría y el adiós a la 'era Macondo' en Popayán

En la muerte de Omar Lasso Echavarría y el Adiós a Macondo Libros.

Omar Lasso se ha ido y con él se va un pedazo de la vieja Popayán; no de la Popayán desconocida de mis antepasados y ni siquiera la imaginada de la juventud de mis padres y abuelos. Se va con Omar la Popayán del posterremoto, la de los orígenes de la ciudad presente, la del grito desesperado de una ciudad por reconstruir lo destruido en 1983, la que conocimos los chicos universitarios de esos años. Se lleva Omar el recuerdo de cuando la ciudad era fría, la de las lluvias tempestuosas de cada tarde y la humedad helada de la noche; la ciudad que asesinaba estudiantes y sindicalistas en la oscuridad, la de la Mano Negra y sus “operaciones limpieza” contra “desechables”, homosexuales y drogadictos, la de la Falange, la que asustada escuchaba de las masacres guerrilleras en los caminos campesinos, la de los primeros secuestros, la de los paseos a Coconuco y las “subidas” al Volcán, la exportadora de la maracachafa del Pacífico y de la coca bolsiverde, la de los cantos poéticos fallidos del grupo Niche y los lloriqueos comunistas de Pablo Milanés, la de las peleas internas de la Izquierda y los contubernios de la Derecha, la de los payaneses ilustres que, visibles en las calles, eran invisibles a las autoridades nacionales que “diligentemente” los buscaban por la quiebra del Banco del Estado, la de los buses verdes y amarillo y las busetas anaranjadas-crema; la Popayán que  resucitada de entre la tierra pisada se re-hacía de cemento en copia malhecha de la muerta en el 83.

Omar no nació en Popayán, pero es un popayanejo ilustre. Omar confirma que no somos de donde nacemos sino de donde dormimos, soñamos y pagamos impuestos. Como muchos popayanejos de valía, Omar vino del sur. Hijo de godos de la Unión pero no miembro del partido Conservador, cosa que según me contó, su madre no perdonaba. Omar llegó justo después del terremoto con claras ganas de estudiar filosofía en la facultad de Humanidades. Encontró allí profesores, unos también sureños, empeñados en que él se hiciera filósofo. Claro, pero como los empeños siempre enfrentan piedras y despertares, a Omar se le apareció la virgen de los negocios y -sin querer queriendo- descubrió la verdad simple: estudiaba en una ciudad universitaria sin librerías y con una biblioteca que daba lástima. Fue así como después de mucho seso y no pocos miedos, el espíritu de su madre, paisa y negociante, le afloró en sus ganas y determinación. Recuerdo que fue una de esas tardes de chubasco en la que a pasadas las clases de la Universidad, Omar extendió su catre de campaña en el que acostó varios libros de filosofía, antropología y uno que otro de artes (los más costosos), para encontrar que las bocas de los estudiantes babeaban de por aquellos ejemplares venidos de alguna editorial mejicana, bonaerense o española. Vale recordar que era la época en que los libros eran parte del patrimonio de cualquier estudiante, los que se exhibían como presea en apartamentos diminutos o en cuartos arrendados por muchachos venidos de cada rincón de la geografía nacional de esos años.

La experiencia fue todo un éxito pues en no pocos meses el catre de los libros se movió al interior de la Casa Torres, donde funcionaba la facultad de Humanidades. Allí en uno de sus corredores, Omar, mientras robaba tiempo a sus estudios, deleitaba a estudiantes y profesores. No con su labia prodigiosa, sino con un don más grande: Omar escuchaba y lo hacía bien y, lo mejor, Omar tenía oídos para todos pues era un “multitasker” excepcional. Mientras escuchaba, despachaba y oía a uno y a otro, tiraba piropos a las chicas de artes y filosofía, mientras entretenía activos comunistas y proto-revolucionarios, así como también a los hijos de familias afortunadas quienes atrevidos le apostaban a alguna de las disciplinas de la facultad.

No recuerdo cuanto tiempo pasó hasta que un día Omar, se atrevió a arrendar el local donde abrió Macondo, Arte, libros y tertulia. El sitio tuvo un éxito inmenso y creo que marca el legado de Omar a la ciudad. Después de la muerte del Zancudo, la librería desaparecida antes del terremoto, por fin la Ciudad universitaria de Colombia volvió a tener una librería decente y no por sus libros, sino por el librero. Porque Omar fue uno de esos libreros que sabía de los libros que vendía y porque era el librero al que se le podía hacer preguntas y quien de forma honesta ofrecía “reviews” sin mostrar interés desmedido por engatusar al cliente con un producto.

Macondo creció no solamente porque se convirtió en el tertuliadero favorito de la academia humanista de Popayán, sino porque la Universidad, con sus 6 mil almas de entonces, se volvió dependiente de los libros vendidos en Macondo. Tanto que el entonces director de la biblioteca universitaria, el finado José María Serrano, visitaba a menudo a Omar para hablar de nuevas publicaciones y para, a través de Omar, nutrir a la lánguida biblioteca universitaria. También tuvo éxito Macondo porque allí se inspiraba y emborrachaba el poeta Quessep, pontificaban Don Guido Barona, se acercaban tímidos los profesores Andrade y Rosero, contra pontificaba el gran Rahman Emmanuel, don Manuel Garzón, se colaban los caballeros de la Luz ante las miradas desafiantes de los caballeros de la Oscuridad. Allí, en pleno Macondo, se deleitaba la picaresca popayaneja, mientras Omar oía a todos pero a ninguno sostenía. Y así, todos lo apreciamos y todos lo extrañaremos.

Hace unas semanas, mientras leía uno de los “postings” de Omar en Facebook en el que hablaba de su enfermedad, me vino a la cabeza una de esas tardes lluviosas en Macondo, y vino precisamente cuando acababa de comprar un libro de Alain Badiou, a quien brevemente, hace muchos años, tuve como maestro en un seminario en el Graduate Center. Pensé entonces que me hubiera gustado compartir el libro con Omar porque en él Badiou analiza la obra de teatro “El Balcón” de Jean Genet. Genet habla de un bar en París donde se reúnen estudiantes revolucionarios y varios personajes de la vida pública local, tales como el obispo, el juez y un policía y por supuesto la dueña del bar. Badiou habla de la comunicación permanente entre los personajes, quienes entre gritos de revolución y ganas de cambiar las cosas y bajo las miradas sospechosas del obispo y el jefe de la policía, se reprochan unos contra otros. Aunque al final, arguye Badiou la mera comunicación, la estructura y su orden jerárquico, no cambie nada.

Pensé entonces que me hubiera gustado decirle a Omar que Macondo se murió porque a pesar de sus esfuerzos por hacer que sus clientes a dialoguen alrededor de libros de las humanidades, la ciudad no respondió y no lo hizo porque, como en El Balcón, el orden de la ciudad vieja, la estructura con sus emblemas de desigualdad se mantuvo y porque en una estructura desigual el diálogo es imposible, a pesar de que pueda haber conversaciones, jaleo y hasta surjan amistades. Así, la ciudad que mató a Climent y al Zancudo, mató también a Macondo. Sus personajes también murieron pues como en El Balcón, al amanecer, borrachos, regresaron a la comodidad del nihilismo contemporáneo de Badiou, a la vida en una democracia hecha con los emblemas de sociedades anteriores. Macondo entonces se perdió en un espacio en el que, como en El Balcón de Genet, a pesar de la comunicación, no se dialogó sobre las grandes preguntas, la justicia y el coraje, como en Platón. No bastó con que Macondo brindara el ambiente pues el peso de la estructura, de los emblemas de una democracia montada sobre jerarquías popayanejas antiguas, no dejó a los jóvenes revolucionarios (ni tampoco a los no revolucionarios) encontrar respuesta a las grandes preguntas, ni siquiera establecer el gran diálogo.

De Macondo salimos cargados de libros, de tragos, de ideas formadas individualmente, -cada uno con su costal- pero no más, no alcanzamos un diálogo fluido pues la estructura vigente lo impidió porque nosotros somos también la estructura. La desigualdad entre los actores se mantuvo como era, desigual. Mientras tanto, Omar se nos fue con su fuerza y sus ganas al tiempo que sus clientes, importantes figuras de la sociedad de entonces, se jubilaron o murieron y los revolucionarios que venían por el tinto gratis a Macondo, se convirtieron en los nuevos prohombres, los que hoy reemplazan al obispo, al jefe de la policía y al juez de la obra de Genet. Y así, la sociedad sigue, en lo que Badiou llama un mundo proletario-aristócrata, el contrasentido.

Entre los emblemas de la estructura, uno de los que mató a Macondo y a la incipiente cultura de los libros en Popayán fue la pobreza; no la económica, sino aquella que finiquitó también la idea platonista del buen vivir, porque -en últimas- como en Badiou o en Platón, la pregunta grande es ¿qué significa vivir bien?. Omar, como muchos de sus clientes buscamos la respuesta, pero la pobreza o el resentimiento que viene de ella, no dejó que el actuar desigual obedeciera al saber (la  igualdad teórica). Entonces, sin mayores miedos, los popayanejos aceptamos la pacatez característica de la pobreza: una minoría que podía hacerse a los libros por medio de dádivas univesitarias y una mayoría inmensa que tuvo que “rebuscarse” de libros piratas, libros robados a las bibliotecas y la miseria de las fotocopias (negocio en el que Macondo se negó a entrar y quizás por el cual su riqueza no se hizo mayor).

A Macondo, luego lo re-mató el internet con todas sus bendiciones, las lecturas en pdf y demás formatos virtuales. Entonces, hasta la Universidad, el alma madre, se unió a las fuerzas proletario-aristócratas, no sólo fotocopiando los libros, sino realizando unas traducciones no autorizadas, ininteligibles por demás, en las que el trabajo de autores extranjeros fue pasado por la guillotina salvaje del traductor de Google, como quien muele carne para chorizos, para luego, en aparente gesto de aristócrata benévolo, entregar semejante quimera a sus estudiantes. Y fue así como la universidad comenzó a producir autores y profesionales con publicaciones “multilingües” y, también, como Popayán, ya rica económicamente por el narcotráfico, pero pobre por su incapacidad de traducir el saber en hacer, en preguntarse por el ¿que es el buen vivir?, volvió a quedarse sin una sola librería.

Omar, de verdad me duele que te vayas y que no tengamos tiempo para compartir estas “Imágenes del Tiempo Presente” que es como se titula el libro de Badiou que me ha recordado a tu Macondo.

Abrazo a donde te hayas ido.

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