La feliz ignorancia

La feliz ignorancia

En este momento, el mundo tiene su atención puesta en nosotros, aquí, en esta pequeña esquina, por las idioteces de los gobernantes que nos han merecido

Por: JUANA CATALINA CORTÉS LONDOÑO
febrero 04, 2019
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
La feliz ignorancia
Foto: Twitter @NicolasMaduro

Hoy me dieron ganas de escribir, no he entendido aún por qué, tal vez sea por el flagelo del desempleo y la dificultad de desarrollarme como profesional, aún haciendo lo mejor por lo que emprendo. O tal vez porque esa falta de ocupación constante ha producido un reavivamiento de mi espíritu social y crítico al forzarme a estar pendiente de lo que pasa en las noticias y en el mundo.

Por esto mismo quiero sacar de mí en este texto que estoy, francamente, con los nervios de punta. No solo porque el suelo me ha temblado cerca de cinco mil veces desde el fin de semana pasado, sino porque ese temblor proviene también de estar en un país que se está viendo involucrado —con o sin intención— en conflictos que, quiero pensar, son ajenos a nosotros.

He querido pensar que distraerme consiste en tomar fotografías lindas de la lluvia, o en compartir memes ajenos –que respeto el derecho de autor de estas magníficas creaciones satíricas– en mis redes, pero no puedo obviar el hecho de que el mundo tiene su atención puesta en nosotros, aquí, en esta pequeña esquina, por las idioteces de los gobernantes que nos han merecido.

Dicen por ahí que la ignorancia es fuente de felicidad, tal vez sea cierto y no lo dudo. Obnubilarse y nublarse con los sucesos del día a día de la vida propia, alejarse de las pantallas para no contagiarse de odios ajenos, o incluso rememorar a Orwell, estando contentos con las fuentes oficiales que tratan de mantener ese estado de ignorante tranquilidad en las masas. Pero al mismo tiempo, pienso que esa ignorancia nos ha llevado a no darnos cuenta de lo que hacen quienes llevan la vocería jurídica de esa misma masa a la que pertenezco yo y usted. Lo sé, dirían los correctos del lenguaje, el burro por delante.

Y es que hace unos años vi, después de unas elecciones que pretendían legitimar al descendiente político del vecino, tantos vicios que me llevaron a pensar que ese régimen venezolano, tal vez originalmente bien intencionado en su discurso social, después de muerto su líder inicial solo podía llevar a un autocanibalismo con sus descendientes. Pensé luego de ver demoras interminables en la transmisión de los medios oficiales que el resultado no podía ser otro que una voluntad ostensiblemente contraria del pueblo hermano venezolano, que decidía ese fatídico día no comulgar con la promesa de una persona poco apta para gobernar pero sí mucho  para acolitar vergüenzas ajenas. No obstante, vi como ese personaje con corte y bigote estalinesco se subía al poder manipulando medios al igual que el, hasta ese entonces considerado, mejor sistema electoral de América del Sur.

Y quise pensar que me estaba equivocando, que tal vez la gente iba a poder más que el régimen. Pero en efecto, no fue así. Fui viendo como llegaban personas a Colombia, personas que otrora habrían podido brindar lo mejor a su tierra en desarrollo y progreso con esa monstruosidad de infraestructura y poder económico que tenían. Personas que en un tiempo no muy lejano estuvieron orgullosas de su país, de su economía, de sus logros democráticos y de lo bien que se podían retribuir sus oportunidades. Y si no lo estaban, personas que se contentaba con tener el pan sobre la mesa con su familia reunida alrededor, compartiendo la bendición que eso significa.

Ahora veo con un cierto halo de esperanza que el régimen da patadas para sostenerse, patadas de ahogado. Que el karma existe y que el hambre y la desolación a la que sometió aquel bobalicón y bravucón a su pueblo, por fin tiene un tinte serio de finalizar. Pero nuevamente me asalta el temor que me arrinconó en aquel momento viendo la transmisión de esas elecciones fatídicas: que esa transición no iba a ser fácil y que —palabras ociosas nuevamente pensé— para erradicar esa enfermedad mortal del totalitarismo no bastaba solo con el descontento y la marcha, sino que iba a tomar mucho más para superarlo y progresar a la democracia nuevamente, algo así como una guerra civil.

Y rogué en ese momento por que esa consecuencia no se materializara, no solo por el costo de vidas inocentes y las atrocidades propias de cualquier guerra, sino porque por ahí mismito nos iba a llevar a todos los vecinos por los cuernos, en nuestra economía, en nuestros intentos de paz, en nuestras democracias y en nuestros pueblos soberanos.

Ahora cuando veo y leo noticias, me asalta la duda de si nuestras consignas políticas no debieron ser “no queremos ser como Venezuela”, sino que más bien debieron ser algo así como “no queremos terminar como Siria” y, en esos momentos electorales en esta esquina del mundo, debiéramos haber elegido a alguien dispuesto a dialogar, con un talante o influencia no totalitaria; pero los candidatos que se acercaban a ese requerimiento geopolítico y económico estuvieron lejos de convencer a la masa que, desafortunadamente, como buen vicio por siempre sabido de la democracia, no siempre es sabia sino que suele pecar de feliz ignorancia.

 

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