El incomprensible territorio de América

El incomprensible territorio de América

Hasta ahora ninguna generación se ha apoderado del imaginario psíquico que el continente puede tener. ¿Cómo le patina el coco a quienes aquí nacimos y vivimos?

Por: Carlos Roberto Támara Gómez
enero 16, 2019
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El incomprensible territorio de América
Foto: Pixabay

Cuando leí que Colón había pasado cinco largos años recorriendo del Darién y la Boca Caribana hasta el Cabo de la Vela y viceversa sin atreverse jamás a poner pie a tierra en el continente, quedé estupefacto. Se me vino a la mente que aquello de haber gritado ¡Tierra! al avistar el vuelo de aves —¿cotorras, pericos, guacamayas, águilas, alcatraces, gavilanes, etc.?— pudo haber sido carreta. Obviamente, la expresión es tan plausible después de tanto avatar y desesperación, que pasa desapercibida la veracidad: a nadie la interesaría averiguar si lo dijo o no, amén de la desaparición absoluta de la constancia. Lo cierto es que cinco años después Colón pudo haber concluido que aquello tan grande era inabordable e imposible de administrar. No le cabía en la cabeza porque era demasiado grande.

¿Dónde estaba? ¿Qué pudo haber descubierto? ¿Estaba en otro planeta?

Si para esa época se hubiera sabido algo sobre tectónica de placas Colón hubiera podido saber que este continente tiene al menos 160 millones de años de estar en este lugar, pero eso, ni diciéndoselo y jurándoselo lo hubiera podido creer. Así como los aborígenes tampoco podían saber que un barco no era una isla.

Cientos de años después Gottlob Frege el inventor de la lógica esgrimió casi la misma perplejidad: “el día que el hombre descubrió que el sol que se pone es el mismo que sale se hizo un gran descubrimiento”.

Para esta época en que estamos lo de Colón pudo haber sonado en la Corte española como una fake news, nada comparable a cómo nuestro presidente ante Pence ha intentado en público introducir una masiva y deconstructiva fake history. ¡Y todavía no se ha disculpado ante los pueblos de América! ¿Qué desproporción? ¿Cuánto realismo mágico? ¡Y pensar que María Fernanda, quizás su ideóloga de cabecera, mandó a García Márquez al infierno!

El asunto es que lo indecisión mágica de Colón se ha convertido poco menos que en una metáfora de lo que ha estado sucediendo. Colón había sido un hombre casi atosigado por la religión, incluyendo que pudo no haber sabido qué llevarle a la reina Isabel la católica en cumplimiento de sus acrecidos préstamos. Además, su mente estuvo siendo carcomida por ese otro comején blanco que son los océanos y el terror a lo desconocido.

Hasta ahora ninguna generación se ha apoderado del imaginario psíquico que América pueda ser. ¿Cómo le patina el coco a quienes aquí nacimos y vivimos? Por lo pronto se sabe que aquí pulula el loco a la lata.

Por ahí es la cosa. Al parecer, la última propuesta sobre el estado del arte fue literario por Gabriel García Márquez, quien habría postulado en Cien Años de Soledad que todavía aquí medran más los brujos que los científicos y que subsisten ingentes zonas de Macondo aún sin conquistar, hasta el punto que América Latina misma no nos cabe todavía en la cabeza como un todo holístico susceptible de defenderse territorial y geopolíticamente, incluyendo todas las categorías de ideología, política, economía o sociología. La admonición de García sobre la oportunidad insospechada para los hombres con cola de cerdo con que termina felizmente su literaria es una constancia de los poderes taumatúrgicos que todavía subyacen a la comprensión del territorio como fuente de imaginarios paracientíficos, irremediablemente incandescentes. Si Cien Años de Soledad empieza con la llegada de gitanos que dominaban el hielo, termina con algo más difuso y líquido que un fractal.

Si el ir y venir de Colón fuera cierto, ¿qué ingentes e infinitos imaginarios invadieron su mente durante tanto tiempo? Aunque parezca extraño Colón tenía fundamentos para creer que era peligroso pisar tierra americana. El cúmulo de microorganismos extraños del suelo, incluidas miles de cepas de penicillium y miles de millones de otras esporas nativas podían, por sí solo, inducirle serias enfermedades y pudriciones. Colón era todo él un organismo extraño y apetecible para bacterias, moscas, mosquitos, tábanos, avispas, ranas, sapos, serpientes, boas, tigres, caimanes. Además, qué comía si desembarcaba, si ni siquiera conocía la existencia del maíz, la papa, el ají, el ñame, los fríjoles, etc. ¿Qué podía ser un cocodrilo, o una iguana tirándose en caída libre, para Colón?

Y todo el cuento viene porque todo esto debemos restregárselo en la cara a Donald Trump. Todavía Friederich y Elizabeth Trump sus abuelos paternos habrían nacido en Kallstadt, un pueblito de 1.200 habitantes. Habrían salido tan solo en 1.885. Podemos decir que los aborígenes de los cuales tenemos sangre —siendo colombiano en la proporción 47,5% africano; 21% blanco caucásico; 31,5% nativo indígena, según algún mapa genético— tenemos 15.000 años de estar en este continente, entonces, ¿cómo es que este advenedizo, apenas llegado millonario del traspatio, mico recién acicalado con su propia baba, quiere cerrarnos fronteras en nuestro propio territorio?

Alguien debe asumir la perplejidad de Colón. Alguien debe recorrer cinco veces de la Boca Caribana hasta el Cabo de la Vela hasta atreverse a poner pie a tierra y decir henchido y flamígero: este territorio es nuestro y no aceptaremos jamás un muro. Si ya Berlín tumbó el suyo, ¿por qué encaravanados todos los pueblos de América no podemos tumbar este esperpento? Nos asiste el mismo o mayor derecho indígena y aborigen.

Es increíble que esto suene cursi. Puestos ante el histrión, potencial clown, debemos igual reírnosle en la cara.

Haga su muro, Trump, no se arredre, hágalo. Nosotros los pueblos de América lo convertiremos en un colador. Tenemos al frente el maravilloso ejemplo alemán.

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