A veces me pregunto si no es una herejía hablar de Borges sin estremecer el alma, como quien pronuncia el nombre de un dios sin haber encendido el incienso, porque Jorge Luis Borges, más que un escritor, fue una biblioteca viva, un Aleph de carne y hueso, un espejo cóncavo que contenía todos los reflejos de la literatura universal.
Y si los pueblos pueden ser juzgados por sus profetas, entonces la América Latina puede sostener con dignidad su rostro ante la historia gracias a este invidente luminoso que, desde un modesto escritorio porteño, rozó la eternidad con la pluma.
He dicho —y lo repito con la vehemencia de un converso— que Borges es el más grande escritor que ha parido América Latina, siendo que en su obra confluyen el rigor de la inteligencia con la delicadeza del símbolo y de la lucidez; pues, en sus cuentos y ensayos el tiempo no es una línea recta, sino un laberinto donde cada palabra es un hilo de Ariadna que nos conduce o nos extravía en los pasillos de lo infinito.
Comparar a Borges con otros escritores latinoamericanos es, permítaseme la figura, como confrontar un monje zen con los mercaderes del mercado. Los otros, aun los más notables —como Ulsar Pietri, García Márquez, Carpentier, Asturias, Vargas Llosa, Cortázar, Allende, etc.—, escribieron sobre la sangre, la tierra, el hambre, el amor, el poder. Borges escribió sobre el Tiempo. Sobre la Muerte. Sobre el Infinito. Y no es que los demás no tengan mérito, ¡por Dios!, sino que Borges jugaba en otro plano ontológico: mientras los demás narraban el mundo, él lo recreaba. Como un demiurgo platónico, no describía la realidad: la inventaba.
A menudo se le reprocha —por parte de espíritus anémicos— su aparente indiferencia ante los grandes dramas sociales de nuestra América. ¡Qué mezquina observación! Como si la grandeza de un artista se midiese por su militancia política. Borges no escribió sobre la miseria de nuestros pueblos porque él sabía que hay otra miseria más profunda: la del alma frente al abismo. En su cuento El sur, un hombre acude al duelo no solo con un cuchillo, sino con la resignación de quien comprende que toda existencia es una larga preparación para la muerte. ¿Acaso hay tragedia más profunda que esa?
Muchos lamentan —con justa indignación— que Borges jamás recibiera el Premio Nobel. Empero, esa omisión no lo disminuye: lo consagra, porque su grandeza no necesitó de coronas suecas ni de academias distraídas. Como todo lo eterno, su valor no depende del reconocimiento efímero de los hombres, sino del juicio imperecedero del tiempo. Tal vez el Nobel no lo alcanzó porque fue Borges quien, secretamente, lo trascendió.
Decir que es el segundo mejor escritor de la lengua española, después de Cervantes, no es una hipérbole sino una justicia. ¿Quién, sino él, ha dialogado con los fantasmas de Quevedo, de Lugones, de Schopenhauer y salido ileso del encuentro? Cervantes inventó al Quijote; Borges, sin inventarlo, lo revivió en cada bibliotecario solitario, en cada lector que sospecha que los libros contienen más realidad que la realidad misma. «Yo me imaginaba el Paraíso bajo la especie de una biblioteca», escribió una vez. Y ese paraíso, estoy convencido, él lo habitó en vida.
La prosa del maestro argentino no se deja acariciar por la prisa. Hay que leerlo como se lee un oráculo: con devoción y miedo. Cada palabra suya parece haber sido pensada durante siglos. En La casa de Asterión, por ejemplo, el monstruo mitológico se revela humano; en Funes el memorioso, el don de la memoria infinita es una maldición; en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, se destruyen las fronteras entre la ficción y lo real. ¿Qué otro escritor ha ofrecido tantas llaves para tantas puertas?
Cuando conocí su obra —apenas un adolescente de catorce años— no vi en él al sabio inaccesible que muchos imaginan, sino a un hombre que había renunciado a los espejos para no verse, porque ya se había contemplado demasiado en los abismos de la mente. Y, sin embargo, detrás de sus ironías, de su escepticismo inglés, de su desprecio por la retórica fácil, asumí que Borges era un hombre profundamente conmovido por el misterio. A lo mejor, por eso escribía: no para explicar el mundo, sino para aceptarlo.
América Latina ha parido poetas de fuego, novelistas de barro, cronistas de pólvora, pero solo una vez ha engendrado a un teólogo del infinito. Leer a Borges no es leer a un hombre, es ser leído por una conciencia que nos precede y nos trasciende. Y en un continente tantas veces herido por la historia, él eligió ser artífice de eternidades en lugar de esclavo de coyunturas.
Borges es nuestro Homero, nuestro Dante, nuestro Blake. Y si la lengua castellana fue alguna vez una música celestial, en Borges encontró su más afinado instrumento. Cervantes la inventó; Borges la soñó.
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