Los maestros y maestras que trabajamos en la escuela pública colombiana debemos luchar en varios frentes, y los más importantes son, desde luego, los que tienen que ver con el proceso educativo y con la intencionalidad política camuflada en la jornada misma.
Cada jornada, en cada aula, el maestro no puede dejar de atender, de buscar, de insistir y de encontrar caminos propios y ajenos por donde transitar con los estudiantes y lo hace con esfuerzo y con el riesgo inminente de no lograr el objetivo que se ha propuesto: no se trata simplemente de alcanzar, lo que se llama en el argot de los Derechos Básicos de Aprendizaje (DBA) “lo básico”, es decir, que se logren ciertos aprendizajes imprescindibles, necesarios e indispensables. No, la verdadera lucha es porque nuestros estudiantes aprendan a pensar, a criticar, a leer y proponer. Pero ahí está la batalla campal.
Al maestro(a) hay que maniatarlo, no se le puede dejar espacio para que se dedique a enseñar a pensar, por ello debe enfrentarse a un sinnúmero de tareas administrativas que van más allá del manejo físico, del tiempo y espacio. Sumado a ello, los estudiantes que llegan hoy al aula traen, en muchos casos, una carga pesada desde sus hogares y contextos que termina condicionando e impactando los resultados educativos y profundizando la crisis que atraviesa el sector.
Para quienes no ejercen el oficio de maestros, vale aclarar que el educador de secundaria tiene una asignación académica, con estudiantes, que abarca 22 horas semanales, pero las ocho horas restantes (de las 30 de permanencia) debe dedicarlas a atender padres de familia, preparar clases, evaluar, revisar trabajos, subir notas, hacer registros en el observador, redactar el Plan Individual de Atención al Riesgo (PIAR)… Y mientras la carga se acumula, el deseo de innovar y motivar se enfrenta a la dura realidad de falta de tiempo, de recursos didácticos, bibliotecas, internet, equipos, apoyo, etc.
Recordemos también que los educadores atendemos a no menos de 30 estudiantes, generalmente más por aula, y que cada uno de ellos vive situaciones bien distintas, lo que incluye posibles vivencias que van desde el abuso, adicciones y desnutrición, hasta la soledad o el abandono. Dentro de este abanico de circunstancias adversas, el maestro (a) debe hacer que estos jóvenes no pierdan la ilusión de vivir y salir adelante en un mundo que parece fallarles.
Como si fuera poco, algunos de esos estudiantes están ya en la línea de una depresión profunda, otros lidian con problemas graves de conducta y de aprendizaje o temas diversos de salud que ni siquiera han sido diagnosticados, pero que indudablemente dificultan su aprendizaje y su convivencia escolar.
Así las cosas, el educador enfrenta una carga titánica. ¿Se la puede exonerar? No se trata de exonerarse de tantas funciones, no es pereza como algunos se atreven a decir. La escuela requiere contar con los profesionales y recursos necesarios para que pueda cumplir con las cargas que cada día se incrementan sobre ella y, así, los resultados sean los que la sociedad urgentemente requiere.
Hoy tenemos una escuela víctima del sistema, con una gran carga de responsabilidades, que al ahorrarse los profesionales y recursos requeridos, han terminado siendo una sobre carga laboral al docente y por ende, impedimento a su verdadera labor pedagógica y afectación a su salud. ¿Quién piensa en el maestro(a) y su salud física y mental?
En este punto, seguro se preguntarán, ¿y las familias de los estudiantes? La mayoría de ellas están muy ocupadas, consiguiendo el sustento diario y, no tienen, a veces, el tiempo ni la voluntad de estar más cerca de sus hijos, dialogar con ellos, abrazarlos, supervisar sus tareas y cumplir su papel insustituible como núcleo de la sociedad.
Tan es así, que algunos adolescentes, contado por ellos, duran hasta la madrugada literalmente pegados al celular, mientras los padres duermen, sin darse por enterados. En la escuela a estos estudiantes se les ve soñolientos, cansados y desinteresados. ¿Así quién aprende?
Ese entorno bastante hostil no afecta solamente a los educandos y educadores, sino también al proceso de enseñanza-aprendizaje que se ve fuertemente impactado, incluso minado, en los estudiantes. ¿Resultado? Una educación de segunda clase que condena a nuestros adolescentes en un futuro muy cercano, a ser mano de obra de bajo costo, sumisa e incapaz de pensar y menos de entender y transformar su dura realidad.
Con este panorama educativo, ser educador(a) en una escuela pública en nuestro país, se convierte en un acto de resistencia y resiliencia. Los docentes enfrentamos cada día no solo el desafío de educar, sino la necesidad urgente de ser agentes de cambio en un sistema al que no le interesa que la gente aprenda a pensar. ¿Cómo hacerlo? Es nuestro gran compromiso y reto pedagógico y político.
La lucha por la dignidad de la escuela, de sus maestros y de sus estudiantes es la lucha por una buena educación, y no es en vano ni puede ser un hecho aislado o casual. La lucha por una educación donde enseñar no sea un acto heroico, sino una labor de reconocimiento y dignidad y, desde luego, el camino más prometedor hacia una nación donde la educación sea no solo un derecho en el papel o en cifras, sino la garantía de una ciudadanía activa.
También le puede interesar: