En Bogotá, donde cada cuadra parece tener su propia versión del almuerzo casero, hay un restaurante pequeño que logró algo que pocas cocinas alcanzan: convertirse en referencia sin proponérselo. Las Delicias de Rosita, el restaurante de Rosa Elena Mora, ganó el premio al mejor corrientazo de la ciudad en el programa Sabor Bogotá 2025. El galardón llegó después de décadas de trabajo silencioso, de ollas que han hervido sin descanso y de un menú que, a pesar de su sencillez, logró conquistar a jurados y a comensales que buscaban ese sabor que la memoria reconoce antes que la razón.
El certamen, organizado por la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte, evaluó a más de doscientas propuestas en ocho categorías. El objetivo era encontrar preparaciones capaces de representar la ciudad a través de sus sabores más cotidianos. Los jurados, provenientes de distintos saberes gastronómicos, recorrieron cocinas, observaron técnicas, revisaron historias y buscaron esa combinación entre tradición, coherencia y sabor que convierte a un plato corriente en algo más que un menú de almuerzo. El público también escogió sus favoritos, dejando claro que el gusto bogotano sigue valorando las recetas que se sienten familiares, cálidas y honestas.
En la categoría de corrientazo, Las Delicias de Rosita se llevó el primer lugar con un menú que parecía salido de cualquier casa un domingo al mediodía: sopa de mazorca, lentejas, carne asada, ensalada tropical, tajada de plátano y arroz blanco. Nada rebuscado, nada novedoso. Sin embargo, cada preparación tenía el sello que distingue a la cocinera que lo creó, una mujer que se ha formado a pulso dentro de una cocina que nunca abandona su aroma de hogareño. Para muchos, ese menú representa exactamente lo que debe ser un almuerzo completo: sencillo, cálido, suficiente, bien servido y capaz de dejar la sensación de haber comido en familia.
Rosa Elena prepara este menú solo una vez a la semana, y aunque cada día sirve alrededor de cien almuerzos, es en esa jornada cuando el restaurante se llena un poco más. Los domingos, sobre todo, llegan estudiantes, trabajadores del sector y una oleada de turistas que usan el eje ambiental para subir o bajar del cerro de Monserrate. El restaurante está ubicado justo frente a ese corredor, en la carrera 2A con calle 16A, en el barrio La Concordia, donde las voces se mezclan con el sonido constante de los visitantes que pasan sin prisa. Algunos entran por recomendación, otros por intuición y muchos porque buscan un almuerzo que no les complique la vida.
El lugar funciona desde 1995 y nació bajo el nombre de Doner, abreviatura de Don Ernesto Rodríguez, el esposo de Rosa Elena y su compañero en la aventura que decidieron emprender hace treinta años. En aquel entonces, era un pequeño local que antes había sido una ferretería. Lo transformaron con lo que tenían a la mano, sin grandes inversiones, confiando más en su cocina que en la decoración. Ella tenía 33 años, él administraba un hotel cercano, y ambos conocían bien el movimiento del sector y el gusto de la gente que pasaba a diario por allí.
Durante los primeros años, el trabajo era duro. La zona tenía competencia fuerte y la clientela era exigente. Los corrientazos costaban dos mil o dos mil quinientos pesos, y aun así muchos días terminaban sin completar las ventas necesarias. Con el tiempo, la pareja fue ganando reconocimiento gracias a la constancia y al sabor que lograron consolidar. Hoy, después de tres décadas, el restaurante mantiene precios accesibles y por catorce mil pesos se puede escoger entre carne, pollo o cerdo, acompañados de preparaciones que cambian cada día, aunque siempre con el mismo estilo generoso.

La cocina de Las Delicias de Rosita tiene un detalle particular: ningún plato sale sin pasar por la aprobación de Rosa Elena. Ella controla tiempos, porciones y sazón con una disciplina adquirida a fuerza de experiencia. Muchos clientes llegan por primera vez dudando del precio o del menú, pero se van convencidos de que el almuerzo vale más de lo que cuesta. No es raro que regresen con otros, convencidos de haber encontrado un pequeño hallazgo en medio del centro histórico de Bogotá.
La historia de Rosa Elena empieza lejos de allí, en Cúcuta, donde nació y vivió hasta los dieciséis años. Llegó a Bogotá en 1984 junto a sus padres, Ramón Mora y Vitalina Rodríguez, buscando una oportunidad que en su tierra no era posible. Solo había estudiado hasta quinto de primaria y desde muy joven tuvo que trabajar para ayudar en su casa. Su camino hacia la gastronomía comenzó casi por obligación, en oficios de cocina donde aprendió a reconocer el punto exacto de un caldo o la textura correcta de un arroz bien hecho.

En Bogotá conoció a Ernesto Rodríguez, entonces administrador de un hotel en la zona. Ella trabajó en la cocina del mismo lugar y juntos decidieron abrir su primer negocio. Con el tiempo formaron una familia y hoy tienen tres hijos: Leidy, quien trabaja con su madre en el restaurante y se perfila como heredera del lugar; y un par de gemelos, uno ingeniero industrial y otro ingeniero civil, profesionales que crecieron mientras sus padres atendían mesas y servían almuerzos bajo el mismo techo que hoy recibe a los clientes de siempre.
En el restaurante Doner, trabajan tres empleados adicionales. La jornada empieza a las siete de la mañana y termina a las cuatro de la tarde. Cuando recién abrieron, atendían hasta entrada la noche, pero la carga era demasiada y decidieron concentrarse solo en los almuerzos. La mayoría de los comensales son estudiantes y trabajadores de la zona, muchos con acuerdos de pago mensual que incluyen sopa, bandeja y jugo. También ofrecen desayunos que han mantenido su propio público, en especial el tamal tolimense con chocolate y pan, uno de los favoritos entre los clientes de paso.

No todos los días son iguales. Cuando los estudiantes salen a vacaciones, el movimiento baja. En temporadas de lluvia fuerte, la clientela prefiere no salir. Los paros también afectan las ventas. Aun así, el restaurante ha logrado mantenerse, incluso en los momentos más difíciles. Para Rosa Elena, el reconocimiento como mejor corrientazo de Bogotá no representa un punto de llegada, sino una confirmación de que la insistencia tiene recompensa.
Su menú ganador es apenas un espejo de su historia: sencillo, firme, honesto y lleno de esa sazón que no se improvisa. Un plato que resume treinta años de constancia en una cocina donde lo más importante no es la innovación, sino la fidelidad a un estilo que mantiene viva la tradición del almuerzo corriente en Bogotá.
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