El pueblo romántico a una hora de Bogotá para perderse entre chimeneas y cielos con estrellas

El pueblo romántico a una hora de Bogotá para perderse entre chimeneas y cielos con estrellas

Muy cerca de la ciudad Bogotá está Guatavita y sus veredas aledañas que esconden cabañas con chimenea ideales para noches románticas frente a la represa de Tominé

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mayo 08, 2025
El pueblo romántico a una hora de Bogotá para perderse entre chimeneas y cielos con estrellas

A veces, para escapar del ruido no hace falta ir muy lejos. A poco más de una hora de Bogotá, existe un pueblo que parece suspendido en el tiempo. Casas blancas con tejas de barro, calles empedradas que crujen bajo los pasos lentos de los turistas y un aire frío que invita, casi sin pedir permiso, a encender la chimenea. Es Guatavita, una joya andina donde las noches no se apagan: se encienden.

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No es solo el pueblo lo que enamora. Son sus veredas —como Tominé— y la vista majestuosa de la represa del mismo nombre, donde el agua duerme tranquila y refleja los cielos despejados. Ahí, frente a esa inmensidad azul, se levantan cabañas de madera, algunas modernas, otras rústicas, todas hechas para que el tiempo pase despacio. Para mirar al otro sin prisa. Para dejar que el amor —o el silencio— diga lo que las palabras no alcanzan.

Cada cabaña tiene su encanto. Algunas están escondidas entre árboles de eucalipto y otras se asoman al filo de la montaña, como si vigilaran la represa. Hay quienes llegan con una botella de vino, una manta y una intención: quedarse quietos, viendo cómo las brasas crepitan y las sombras bailan en las paredes. Las chimeneas, a menudo, no calientan solo la sala. Calientan lo invisible: el alma, la conversación, la nostalgia.

Guatavita ha aprendido a convivir con los visitantes sin perder su esencia. Las casitas coloniales, el mercado artesanal los fines de semana, los campesinos que bajan desde las veredas con papas recién cosechadas, todo sigue ahí, como si el tiempo no pasara. Solo que ahora hay nuevas costumbres: parejas que llegan buscando desconexión, fotógrafos que persiguen atardeceres sobre el embalse, músicos que se inspiran en la bruma que cubre los cerros al amanecer.

En Tominé, los amaneceres son fríos y lentos. A veces se oyen caballos en la distancia, a veces no se oye nada. Y cuando cae la noche, el cielo parece más cercano. No hay tantos postes de luz, ni edificios, ni ruido: solo estrellas. Miles de estrellas. Las mismas que miraron los muiscas hace siglos y que ahora vigilan discretamente las promesas que se susurran frente al fuego.

Algunos lugares están hechos para celebrar algo. Otros, para olvidarlo. Guatavita no juzga. Solo recibe. Te deja mirar el agua, abrazar el frío, y recordar —como si fuera la primera vez— que estar con alguien, realmente estar, a veces solo necesita una cabaña, una chimenea y un cielo limpio.

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