A veces, uno nace en una casa que huele a música y cree que puede escapar. A veces, uno piensa que puede vivir sin cantar aunque en el fondo lo lleve en los huesos. Y a veces, como le pasó a Eduardo Sarante, la música simplemente espera el momento justo para apoderarse de uno.
Lea también: Cómo un niño pobre, un músico sin escuela, crea El Gran Combo de Puerto Rico
Le dicen Yiyo, como si fuera alguien del barrio, y quizá porque lo es. Pero en realidad se llama Eduardo Sarante y nació en Baní, una ciudad cálida de la provincia Peravia, en República Dominicana, donde la vida suele abrirse paso entre el sol y las canciones. Fue el séptimo de nueve hermanos. Hijos de Ángel Sarante y María Perdomo. Una familia donde, al parecer, Dios no repartía juguetes, sino claves, timbales y voces rotas de tanto sentir.
Cinco de sus hermanos también terminaron en la música. Y él, como quien no quiere la cosa, empezó a tocar percusión en orquestas locales cuando todavía le quedaban cortas las camisas. Era apenas un niño, pero ya podía marcar el ritmo de una fiesta con las manos. Era lo que había. En esa casa, nadie preguntaba si querías ser músico. Simplemente lo eras.
En 1999, ya no era un niño. Se fue a la zona turística de Bávaro, a cantar donde la gente baila con copas en la mano y nostalgia en los pies. No era famoso. No era “La voz de la salsa”. Era un hombre cantando para ganarse el día. Luego, en 2003, entró a la orquesta de su hermano Julián, mejor conocido como “Oro Duro”. Ahí encontró un micrófono más estable, una audiencia más fiel, pero aún no tenía nombre propio.
Fue en 2010 cuando algo cambió. Su hermano José, el mismo al que todos llaman “Mello” —percusionista, productor musical, y cerebro en el grupo Aventura— lo empujó a soñar en serio. Mello tenía la experiencia, el oído afilado, el deseo de que Yiyo dejara de ser músico de fondo y pasara al frente. Lo animó a crear su propio proyecto. Lo convenció de que esa voz, esa forma de cantar como si le temblaran las entrañas, merecía su propio espacio.
Así nació, ahora sí, Yiyo Sarante. No como un apodo, sino como un acto de fe. Con una propuesta clara: salsa dominicana con corte internacional. Una mezcla de raíz y sofisticación, de calle y escenario, de lo que se baila en los patios y se escucha en Nueva York.
Lo demás fue consecuencia. La gente escuchó. Y se quedó. Porque hay algo en su forma de cantar que no se aprende en conservatorios. Un dolor contenido. Una verdad sin maquillaje. Éxitos como “Pirata”, “Me vas a extrañar”, “Corazón de acero”, o “Nos engañamos los dos” se colaron en las listas, pero sobre todo en las vidas de quienes habían amado sin retorno.
Yiyo no busca escándalos, no se disfraza para la cámara. Cuando no canta, es un tipo común: esposo, padre, hombre tranquilo que a veces cocina, que a veces prefiere el silencio. Pero cuando sube al escenario, cuando cierra los ojos y el piano le da paso, algo dentro de él se convierte. Se le cuela el tambor del padre, la voz de los hermanos, el impulso de Mello. Canta con el peso de una historia que no pidió, pero que le pertenece.
Y no ha parado de crecer. Este 4 de julio, Yiyo será uno de los protagonistas del esperado concierto Viva la Salsa 2025 en el estadio El Campín de Bogotá, una cita mayúscula con el género, bajo la batuta de Ricardo Leyva, el productor que muchos llaman “el Rey Midas de los conciertos”. Compartirá tarima con otras leyendas, como El Gran Combo de Puerto Rico, Jerry Rivera, Hansel & Raúl y muchos más, pero no estará ahí como uno más, sino como uno de los ejes de la noche. Porque su voz, porque su historia, porque ya es tiempo de que el mundo lo escuche como merece.
No quiere ser otra cosa. No lo necesita. Porque ha logrado lo que pocos: que su música suene moderna sin dejar de ser fiel a su tierra. Que lo escuchen los jóvenes sin traicionar a los viejos. Que la salsa, en su boca, no suene a pasado ni a nostalgia, sino a ahora.
Y por eso, cuando Yiyo canta, canta la memoria del barrio, la apuesta del hermano, el silencio de su madre, la fe de su padre, los años de incertidumbre, los golpes de la vida. Canta como quien vuelve del exilio y encuentra su voz intacta. Y la ofrece, sin condiciones.