El lento y doloroso funeral de un antiguo restaurante del centro bogotano

El lento y doloroso funeral de un antiguo restaurante del centro bogotano

Los dolientes y los últimos despojos de la famosa churrasquería La Normanda, que cerró puertas el pasado viernes 25 de febrero, después de 42 años de historia

Por: Ricardo Rondón Chamorro
febrero 28, 2022
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El lento y doloroso funeral de un antiguo restaurante del centro bogotano
Foto: Ricardo Rondón

Bajo la luz mortecina del amplio salón desprovisto de nichos, mesas y sillas que albergaron a cientos de comensales, el rostro melancólico de Mercedes Juya Patiño alumbra como una lúgubre imagen de cera.

Las húmedas pupilas de la buena señora que prestó sus servicios de cajera por veinticuatro años en la churrasquería La Normanda (calle 22#9-22, Bogotá) reflejan la profunda tristeza que la embarga, de cuando se enteró de la noticia del cierre definitivo del restaurante.

“¿Y ahora qué voy a hacer?”, se pregunta Merceditas. "¿Para dónde voy a coger?", se cuestiona. "¿Quién con esta crisis me va a dar trabajo?", se lamenta.

Juya advertía de tiempo atrás el bajonazo de la rentabilidad del negocio que fue su segunda casa, y con los estragos económicos de la pandemia visualizó que había llegado el final, como efectivamente sucedió el pasado viernes 25 de febrero de 2022, luego de cuarenta y dos años de historia.

Igual que su compañera Gloria Alexandra Rivera Abril, Mercedes no falló un  día su asistencia al local, para acompañar a su patrón Rafael Cárdenas con los últimos despojos del inventario que se remató antes de entregar la edificación a sus propietarios. Un acto de lealtad en medio del desastre, como si también se tratara de un funeral de enseres que se vieron forzados a despachar con celeridad a cualquier precio, porque los dueños del inmueble afanaban.

Don Rafael Cárdenas, administrador de toda la vida de La Normanda, rodeado de sus colaboradoras que lo acompañaron hasta el final.

De velorio

En vísperas del acabose, el recinto resumía un aura espectral. Asomaban extraviados personajes a merodear, a preguntar por una dirección, por un guiso o una sopa caliente; otros, a averiguar por algunos de los trastos que estaban liquidando: los refrigeradores, los secadores de manos, los juegos de cuchillos y cucharones, las tablas del churrasco, la mantelería y hasta los tacos de basura.

La música cesó porque el engranaje de sonido fue vendido. Solo se oía el bullicio de la calle: las enloquecidas bocinas y el trepidar de motos y automóviles; la algarabía altisonante de los mercachifles en su melodramático rebusque; o las procacidades y las amenazas de algún loco alborotado. De vez en cuando, se filtraba el gemido agónico de un bandoneón que se escapaba por los ventanales del Café Mercantil, ubicado justo al frente de La Normanda. Es que daban ganas de reunirlos a todos y entonar 'Las flores negras' del bardo chiquinquireño Julio Flórez:

Oye bajo las ruinas de mis pasiones / y en el fondo de esta alma que ya no alegras / entre polvos de ensueños y de ilusiones / yacen entumecidas mis flores negras.

El restaurante se fue desmontando por partes. Primero la cocina: desempotraron la estufa industrial con sus respectivas alacenas y reservorios, las campanas de extracción, las parrillas, los hornos. El salón de recepciones, que fue epicentro de la alegría y el disfrute en fechas especiales, quedó desolado. Las barras del bar y de la cafetería, entre otros armatostes de exhibición, se los trastearon los chatarreros.  El olor a condimentos, especias y guisantes de medio día en tiempos prósperos de La Normanda, quedó reducido a un humus acre y salitroso, el del desalojo irremediable.

La vieja cocina por donde pasaron las mejores maestras de la gastronomía criolla.

Pesares y añoranzas

Mercedes Juya Patiño rebobina gratos recuerdos. Llegó a la Normanda muchachita, de Viracachá, Boyacá, su pueblo natal. La capacitaron y le encargaron la caja. Alcanzó a trabajar con la registradora de manivela y después con la eléctrica. Pondera el buen trato de sus jefes: don Polidoro Saavedra, el propietario, sus hijas, Carmenza y Claudia, y el administrador general, don Rafael Cárdenas. Le da dolor porque allí permaneció buena parte de su vida, y gracias a su trabajo logró darles estudio a sus hijas. Agrega Mercedes que va a descansar un mes y que luego saldrá a buscar trabajo, y que si alguien sabe de alguno, está disponible.

Gloria Alexandra Rivera Abril, de San Félix, Caldas, fue secretaria y cajera por veinte años en La Normanda. Como su compañera Mercedes, llegó jovencita a Bogotá a probar suerte y encontró en la churrasquería una entrañable familia y su fuente de ingresos.

Estudió Archivo y documentación en el Sena, y esto redundó en la confiabilidad de sus patrones que le delegaron, además de la responsabilidad de las facturas, la supervisión de los meseros y la esmerada atención al cliente, cuando los comedores permanecían al tope y la música en vivo se prolongaba hasta la una o dos de la madrugada.

Glorita, como la llaman con cariño, es una mujer fuerte y con una poderosa historia de vida. Ha tenido que luchar desde niña con el lupus eritematoso sistémico, una enfermedad genética que compromete la piel, la sangre, el corazón, los riñones, entre otras funciones del organismo.

Con temple y carisma, Gloria fabricó su propia coraza, que según ella la blinda del dolor y de las adversidades. "Dios no nos da cargas que no podamos soportar", asegura, pese a que su tratamiento le ha demandado buena parte de su salario en analgésicos, antiinflamatorios y anticoagulantes. De estos últimos le toca inyectarse dos veces al día.

El cierre de La Normada ha sido uno de los golpes fuertes en sus cuarenta años de existencia, después de la muerte de su padre, que ella añora como su maestro de formación, el que la nutrió de fortaleza y de sabiduría para enfrentar los embates de la enfermedad. Manifiesta que se trasladará a Manizales para soltar ataduras y repensar su futuro, y el viacrucis de su dura enfermedad, a la que compara con tener dentro del cuerpo dos ejércitos, uno bueno y otro malo, en permanente enfrentamiento. Y seguir trabajando, "porque aprendí de mi padre, un arriero de curtido pellejo, que la cama es la peor enemiga para el perezoso y para el enfermo". Buena suerte, Glorita.

Sandra Bernal Páez, bogotana, trabajó veinte años como mesera de La Normanda, por allá en la década de los noventa. Hoy vive de las rentas que le deja un parqueadero. Cuando se enteró de la noticia del cierre del restaurante, que fue uno de sus primeros empleos, quedó estupefacta.

"No podía creerlo —dice Sandra sorprendida—. Me cayó como un baldado de agua. Tantos años y tan bien acreditado que estaba el negocio, ¡no, qué tristeza! Y ver ahora el salón vacío. ¡A dónde fueron a parar mis mesas!, que me dieron para sacar adelante mi familia. ¡No, Dios mío!, esto me ha dolido en el alma".

Sandra tiene grabado su vivo retrato de época entre comensales y músicos que amenizaban las concurridas celebraciones del día de la madre. Ella, en la flor de la vida, impecable con su chaleco y su falda negra de paño, sus zapatos de charol, su blusa blanca de cuello almidonado y corbatín vino tinto, y las generosas propinas de los clientes, las despedidas de año para los empleados con el canasto repleto de mercado, un pollo crudo y una botella de aguardiente.

Sandra Bernal Páez, una de las meseras más antiguas de La Normanda, consternada por el cierre del restaurante.

Nostalgia de don Jairo

-Ahí, en ese puesto, se sentaba el fotógrafo Manuel H cuando venía a tomar medias nueves, solo o acompañado de su hijo-, señala don Jairo Medina, de setenta y tres años, comerciante de repuestos electrónicos, el cliente más antiguo de La Normanda por cuarenta años.

Caballero de pausada conversa y mansa mirada -como de maestro de ajedrez-, Medina recuerda cuando en esas mesas se concretaban entre tintos negocios de palabra sin necesidad de testigos, leguleyos ni chupatintas.

También rememora los personajes elegantes que desfilaban por la churrasquería, vestidos de paño, gabardina, sombrero y paraguas, y los célebres del espectáculo y la televisión como Fernando González Pacheco, Hernando el ‘Culebro' Casanova, Carlos el ‘Gordo' Benjumea, Alberto Piedrahíta Pacheco, Ugo Armando, el torero Pepe Cáceres, de una extensa lista.

"El cierre de La Normanda es un duelo para todos los que por años la frecuentamos -acota don Jairo-. Aquí pasamos gran parte de nuestras vidas. A las ocho de la mañana ya estaba uno degustando el primer café. Era el mejor sitio para tertuliar, para arreglar el país, como decíamos, o para comer sabroso. De mis platos favoritos, el pollo a la canasta. Da mucha tristeza su final, pero así es la vida... qué le vamos a hacer".

"La buena vida del centro se acabó hace rato —refiere Álvaro Murillo Buitrago, veterano periodista del Congreso de la República—. Inolvidable esa época cuando uno iba con la familia o con los amigos a comer o a celebrar, sin los temores y las fatigas que hoy se sienten. Se recordará a La Normanda como punto de la mejor gastronomía en Bogotá, y de la amable atención. Qué lástima".

Don Jairo Medina, comerciante de accesorios de electrónica, cliente de La Normanda por 40 años.

Patrimonio gastronómico

Lo más lamentable del cierre de La Normanda, es que no hubo tiempo ni recursos para una cena de despedida, porque hasta la vajilla fue rematada.

Y, con la vajilla, el menaje, los cubiertos, la cristalería, las poncheras y ensaladeras, las cazuelas de frijoles y mariscos, los juegos de cuchillos y cucharones, la olla a presión, el molino, la cortadora de jamón y queso, el extinguidor, y hasta ¡el árbol de navidad! Además de neveras y refrigeradores, decorados, pinturas y el mobiliario de mesas y butacas antiguas, y nichos de madera y cuero.

Hasta la vieja tarima donde se instalaron duetos, tríos, conjuntos y tunas, que en años boyantes amenizaron cientos de bautizos, cumpleaños, casorios, despedidas de empresas, y el ágape más concurrido de los calendarios, el de la Madre, cuando las filas de familiares para acceder a las mesas eran como las del Teatro México en la feliz temporada de "La de la mochila azul", película taquillera que hizo célebre a Pedrito Fernández.

El rostro de velorio de don Rafael Alfredo Cárdenas, administrador y propietario adjunto de La Normanda, concuerda con el mustio y ensombrecido escenario, que en su época dorada fue referente de la mejor comida criolla e internacional, por donde desfilaron personajes de la política, la cultura, la farándula y la tauromaquia, y en cuya cafetería se incubaron letrados, periodistas, litigantes, intelectuales de disímiles prosapias, y se entablaron las primeras conversas en clave que originaron el M-19.

La Normanda, como acreditado referente gastronómico, se impuso en el año de 1968, en la calle 23 con carrera Novena, su primer local, por iniciativa de don Moisés Polidoro Saavedra Vargas, vigoroso campesino de Sotaquirá, Boyacá, que antes de llegar a Bogotá se desempeñaba como mayoral de una hacienda ganadera de toros normandos en el municipio de Samacá.

La prosperidad en marcha dio para abrir una segunda Normanda en la esquina de la calle 22 con carrera Novena, de ambiente familiar, y una sugestiva carta que variaba entre puchero santafereño, guiso de cola, sobrebarriga en salsa de la casa, y bandeja sabanera, además de platos refinados como filete mignon, cazuela de mariscos, steak pimienta, chateaubriand y pollo a la americana, entre otros.

De ese poderoso engranaje comercial da fe don Rafael Alfredo Cárdenas, sogamoseño, que se vinculó a La Normanda despuntando a la adolescencia como mensajero, y que en cuarenta y siete años de labores fue músculo, cerebro y vigía del brillo de la marca, igual que el sotaquireño, Hernán Luis Robles, también administrador, que duró laborando treinta y cinco años de largo, hasta su retiro voluntario en 2014.

El gran atractivo de esa segunda sede de La Normanda fue la música en vivo que se ofrecía en tarima y a las mesas, y que impulsó la afición, no solo de exquisitos paladares sino de refinados taurófilos y sibaritas, en esa espléndida Bogotá nocturna de las décadas de los setenta, ochenta, noventa, inicios de 2000, cuando el centro de la ciudad no dormía, y en abundancia comedores, cafés, tascas y bares eran de puertas abiertas hasta la madrugada.

El gran salón donde se celebraron, con música, en vivo, remates de corrida, amoríos, despedidas de empresas, cumpleaños y días de la madre.

Esplendor y ocaso

—¿Pero qué pasó entonces con La Normanda, no obstante el prestigio y la prosperidad que llegó a tener?—, le preguntamos a don Rafael Cárdenas.

"El furor de La Normanda alcanzó su tope hasta principios de 2000. De ahí en adelante comenzó su descenso. Influyeron varios factores: El centro ya no era el mismo, la inseguridad se acrecentó, y nuestra copiosa clientela fue mermando. Le estoy hablando de numerosos comensales de empresas aledañas a nuestros restaurantes como Telecom, Caracol Radio, Sutatenza, Inravisión, RTI, Estudios Gravi, Bavaria, entre otras, que se trasladaron a distintos puntos de la ciudad".

"Las salas de cine también se fueron borrando: el Mogador, el Faenza, el México, el Bogotá, el Cid, el Olympia, y las primeras salas de Cine Colombia de la 24. De ellas salía la gente a comer en nuestros restaurantes".

"La vida nocturna también se fue apagando considerablemente. Este sector fue famoso por la cantidad de restaurantes, tascas y sitios de diversión, como "Casa Picardías', 'El Balcón de Las Nieves', 'La pipa de mi papá', ‘El quinto toro’, ‘La cava 23’ y una de las más visitadas 'La Barra de la 22', justo al frente de La Normanda 3, de donde salían e ingresaban a nuestros restaurantes personalidades como don Fernando González Pacheco, don Alberto Piedrahíta, don Julio Sánchez Vanegas. Todos esos negocios cerraron puertas".

"En la época pujante, La Normanda, en sus tres establecimientos, llegó a tener un promedio de 1.500 comensales diarios. Los remates de corrida, a reventar. Era común ver a figuras como Paquirri, El Cordobés, Ortega Cano, Roberto Domínguez, Pepe Cáceres y el mismo César Rincón, compartiendo con empresarios, ganaderos y periodistas, que en medio del furor de los aficionados, festejaban al ritmo de las tunas, los palos de flamenco, y los duetos y tríos de la casa: Los Presidentes, Soto y Valencia, el Trío Sentimiento, entre tantos que desfilaron por tarimas".

Don Rafael Cárdenas hace una pausa: dice tener un nudo en la garganta, y se le nubla la mirada. Es el hondo pesar que lo embarga, porque con voz entrecortada advierte que el cierre de La Normanda es borrar un patrimonio de la cultura gastronómica del centro de Bogotá, y de una familia, la de los Saavedra: doña Carmenza Espitia y sus herederos: Claudia, Arturo y Polidoro, descendientes de ese recio campesino sotaquireño, mayoral de toros normandos.

Acosado por la tristeza, Cárdenas pide el favor se registre los nombres de los trabajadores que siempre estuvieron con él, en las buenas y en las malas, como en este trance definitivo: la guarnición de cocineras, protagonistas de la mejor sazón y del realce a manteles: Carmen Rosa León, Barbarita Vergara, Margarita Téllez, Blanca Méndez, don Miguel Monguí (el vigilante de kepis y saco leva azul marino de botones dorados que murió en un atraco), y de la última etapa: Hernán Luis Robles, Mercedes Juya, Gloria Rivera, Alix Mora, Olinda Beltrán, y por supuesto “la gratitud inmensa a mi familia, y a la distinguida clientela de tantos años y de inolvidables recuerdos”.

—¿Y no hubo una tabla de salvación para evitar que La Normanda desapareciera?—, le formulo.

"Fue muy complicado, porque la pandemia nos dio la estocada final. No se pudo superar un lío jurídico por una deuda acumulada de arriendo, porque estamos ilíquidos. Las dueñas del inmueble nos presionaban todos los días para entregar, pero todavía teníamos barras, mobiliario y enseres que no se habían podido vender. Y cómo íbamos a perder eso, más de lo que hemos perdido. Para todos fue algo muy traumático”.

El 30 de mayo de 2022, don Rafael Cárdenas estaría cumpliendo cuarenta y ocho años de labores en La Normanda. Pedregosa faena la que tuvo que lidiar con el final de la que fue su casa, de varias que en sus sesenta y tres años de existencia ha tenido que superar: un rompimiento matrimonial, un preinfarto cerebral, un cáncer de colon, y desde agosto de 2021, “este embrollo jurídico que me desmoralizó y no me permitió conciliar con tranquilidad una noche de sueño”, recalca.

El pasado viernes 25 de febrero, caía al final de la tarde una lluvia pertinaz en el centro de Bogotá, y don Rafael, conmocionado, estrechaba abrazos de adiós y gratitud, entre sollozos, con sus fieles colaboradoras: Mercedes Juya, Gloria Alexandra Rivera y Alix Mora, que después de tantos años de servicios, lo acompañaron hasta el final. Pero el momento más dramático fue cuando Cárdenas bajó la reja, crujieron cerrojos y candados, y cada uno se fue por su lado.

El triste adiós cuando crujieron cerrojos y candados, en el cierre definitivo.

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