El día en que los obreros se hicieron respetar: por qué el 1 de mayo es el día de los trabajadores

El día en que los obreros se hicieron respetar: por qué el 1 de mayo es el Día del Trabajo

Todo comenzó en Chicago, en Estados Unidos, donde asesinaron a sindicalistas que pedían derechos laborales como las 8 horas de trabajo

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mayo 01, 2025
El día en que los obreros se hicieron respetar: por qué el 1 de mayo es el Día del Trabajo

El calor aún no llegaba a Chicago, pero las calles hervían. Era 1886 y la ciudad crecía como crecen las fiebres: rápida, caótica, desbordada. Entre los ladrillos de los nuevos edificios y el humo de las fábricas, se amontonaban obreros alemanes, italianos, irlandeses, mujeres con los brazos pelados de tanto limpiar, niños tiznados que no sabían leer pero sabían contar las horas: catorce al día, seis días por semana. Dormían poco, comían lo justo, trabajaban hasta romperse. Y cuando se rompían, eran reemplazados.

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Nadie sabe quién pronunció primero la consigna, pero la frase se repitió hasta volverse bandera: ocho horas de trabajo, ocho de descanso, ocho para lo que queramos. Sonaba sencillo. Sonaba justo. Sonaba peligroso.

La mañana del 1 de mayo, unos doscientos mil trabajadores decidieron que ya era hora. Pararon máquinas, dejaron las herramientas, bajaron de los andamios, se agruparon en calles estrechas como si algo más que sus salarios estuviera en juego. Otros doscientos mil consiguieron su victoria sin levantar la voz: bastó la amenaza de huelga para torcer los horarios.

En Chicago, donde el polvo de los mataderos se mezclaba con las consignas anarquistas, el pulso fue más intenso. El 3 de mayo, frente a la fábrica McCormick, un puñado de obreros gritaba contra los esquiroles. La policía llegó, disparó sin aviso. Seis muertos. Decenas de heridos. La sangre fue la única orden cumplida.

Un periodista, Adolph Fischer, tipeó su furia en la redacción del Arbeiter Zeitung. Imprimió veinticinco mil octavillas. Decían: “La guerra de clases ha comenzado”. Eran letras de plomo que anunciaban plomo real. Llamaban a la rebelión. A la dignidad. Al terror rojo contra el terror blanco.

La cita era para el día siguiente. La plaza Haymarket se llenó de cuerpos con hambre de justicia y miedo de no lograrla. Había madres, había niños, había hombres de voz gruesa y manos cortadas. Uno habló. Otro gritó. Alguien lanzó una bomba.

La explosión mató a un policía. El resto disparó al azar. Murieron treinta y ocho. Más de doscientos heridos. Chicago se volvió un cuartel. Hubo toque de queda, arrestos arbitrarios, golpes, torturas. Ocho anarquistas fueron acusados. Algunos ni siquiera estaban allí. No importó. Fueron juzgados. Tres fueron condenados a prisión. Cinco, a la horca. Uno, Louis Lingg, prefirió tragarse un cartucho de dinamita.

El 11 de noviembre de 1887 los subieron al cadalso como si fueran animales, pero bajaron como símbolos. Spies gritó: “La voz que vais a sofocar será más poderosa que cuantas palabras pueda decir ahora”. Y lo fue. Cada primero de mayo, su eco vuelve a rugir.

Las condenas no silenciaron a nadie. La sangre se volvió consigna, las balas argumento, los muertos bandera. El Congreso Obrero Socialista reunido en París en 1889 eligió esa fecha —la de los mártires— como Día Internacional de los Trabajadores. En su nombre marcharon después mineros bolivianos, portuarios franceses, maestros colombianos, costureras tailandesas. En su nombre siguen marchando.

Algunos intentaron quitarle filo al recuerdo. En Estados Unidos, la fecha fue desplazada. Se inventó un Labor Day en septiembre, con desfiles, globos, hamburguesas. El gobierno temía que mayo oliera a revolución.

Pero el primero de mayo persiste. Sigue siendo fiesta para quienes no pueden dejar de luchar. En Estambul o en Bogotá, en Buenos Aires o en Dakar, las calles se llenan de pasos, de tambores, de gritos que exigen lo que todavía se niega: trabajo digno, salario justo, respeto. A veces, la protesta parece carnaval. A veces, vuelve a ser batalla. Bajo las coronas de flores, bajo las carrozas satíricas, bajo las pancartas multicolores, sigue latiendo aquel día en que la primavera sangró. Y mientras haya un obrero de pie, un brazo cansado, una voz que se atreva a decir no, el primero de mayo seguirá siendo lo que es: un recordatorio. Un homenaje. Una advertencia.

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