“El alma se nos partió: cientos de voces llenas de rabia y dolor enterraban a Efigenia”

“El alma se nos partió: cientos de voces llenas de rabia y dolor enterraban a Efigenia”

Claudia Arango viajó a Coconuco, en el Cauca, donde vivieron el entierro de Efigenia Vásquez, la periodista asesinada tras un ataque del ESMAD

Por: Claudia Arango Restrepo
octubre 13, 2017
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“El alma se nos partió: cientos de voces llenas de rabia y dolor enterraban a Efigenia”

Tenía planeado viajar a Coconuco la semana de receso de los colegios. Todo estaba listo, hasta el hotel estaba pago. Sin embargo, la noche del 8 de octubre a primeras horas disparan contra Efigenia Vásquez, la indígena que se había graduado de comunicadora en Popayán y trabajaba en la emisora de los resguardos Coconuco. En mi familia trataron de impedir que emprendiera el viaje por temor a las consecuencias del asesinato.

Nunca he dejado de viajar por nuestro país, aunque la mayoría de mis amigos y cercanos me dicen que soy demasiado atrevida por los destinos que escojo. Pues, una vez más, me fui para ese Cauca que tanto suena en las noticias y al cual tanto le temen. El miércoles 11 a las 8:30 de la mañana llegó al hotel a buscarnos Nora Quica, nuestra guía para ir a Pozo Azul, un paseo ecológico a uno de los yacimientos de agua azufrada del volcán Puracé.

Nora es una hermosa indígena graduada en ingeniería ambiental y la directora del programa. Le preguntamos por los motivos de la muerte de la periodista y nos contó —historia que después otros indígenas del pueblo repitieron— que en la política de restitución de tierras, el gobierno se dispuso a comprarle a los terratenientes que se habían apoderado de los territorios que pertenecen a su pueblo y un señor Diego Angulo le vendió varias fincas que fueron devueltas, pero se quedó con una grande que está en el medio de las entregadas.

Los indios le permitieron el acceso a ese interior, pero como hace más de 20 años el mencionado empresario debía vender y en vez de ello, construyó importantes obras para la explotación del lugar, Aguatibia, un complejo de aguas termales, la comunidad se cansó de esperar y bloqueó el acceso al señor Angulo. La respuesta del gobierno fue mandar al Esmad y en hechos que ojalá se esclarezcan, un disparo acabó con la vida de Efigenia.

De subida para nuestro paseo vimos la sede del cabildo lleno de personas que venían a acompañar a Efigenia. Duro, dolor, tristeza.Aunque nuestro recorrido por las chorreras y el yacimiento estuvo muy hermoso, el corazón nos obligó a devolvernos para asistir al entierro.

Martín, el chofer de la camioneta que nos sirvió de vehículo, empezó a conducir y nos paró para recoger unas fresas que debían ser entregadas antes del mediodía. No les cobró nada a los campesinos cultivadores.

Un poco más adelante unos niños que se cubrían con lindas ruanas le echaron dedo y sin titubear, los hizo subir. Después de 20 minutos de viaje, paramos en una finca donde debían ser entregadas las cajas de fresas. Uno de los indiecitos se bajó a ayudar en la descarga y salió feliz con las manotadas de fresas que de inmediato compartió con su hermanito.

Al voltear la curva que nos permitía la vista frontal de la sede donde se velaba el cadáver. El alma se nos partió de dolor por los cientos de personas que entonaban cantos y los cientos de cintas y banderas; pero también de rabia por las hileras de carros de alta gama con escoltas que hacían fila para esperar a los senadores y políticos que vinieron.

Bajamos hasta el hotel a cambiarnos y buscar el celular para hacer un registro de fotos que nos permitiera contar los hechos. Aclaro que entendí la importancia de aprender a hacer videos, editar, manejar esa tecnología que hasta hoy me había embestido sin interés por aprender. Ya de vuelta, con el corazón en la mano, nos unimos al cortejo. Cientos de indígenas desfilaban bajo un fuerte aguacero y entonaban canciones muy desgarradoras. Ni un solo policía, o por lo menos no con sus uniformes.

Para mí, fue un acto de amor puro, profundo. Una lección que me mostró que la unión sí hace la fuerza. Que esos seres que han sido desplazados de sus territorios, a los que les robaron hasta su lengua y les impusieron una religión, siguen indefensos pero juntos. Veía tantos jóvenes hermosos que cosechan papa, fresas o trabajan en las ganaderías de la parte baja de la montaña, cargando el ataúd y sirviendo a los mayores. Me preguntaba hasta cuándo se podrían quedar allí en familia y no tener que irse a las ciudades a aumentar los cordones de miseria humana y material.

Vale la pena seguir el corazón y atreverse a ir a donde la mayoría no irían jamás. Piensa uno que esa es una de las razones para que los muertos sean siempre los pobres, los campesinos, los indígenas, los negros. Esa mayoría que no tiene ni idea de lo que acontece día a día. Maldita indiferencia que perpetúa las diferencias y la injusticia de nuestra amada Colombia.

 

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