Chapinero-1984
Opinión

Chapinero-1984

Por:
julio 24, 2015
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"La libertad es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere escuchar"
Orson Wells

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Días del futuro. La muerte era el pasado. Bailábamos rock and roll en los bares de la Caracas y escupíamos canciones sobre el humo de los barcos en el horizonte. Alguna vez nos inventamos un malhechor bueno: un tipo que comía galletas en las tardes de lluvia y que escribía cosas graciosas por las paredes de nuestro barrio. Un tipo anónimo con cara de yonofuí. Jugábamos a pensar en el número de personas a las que había herido durante el tiempo en que existió. Un tipo raro que solo escribía cosas por ahí. Esa era su arma. Era su forma de pelear. Pensábamos en un señor muy viejo que escribió Lea en las paredes de mi ciudad durante varios años. Pensábamos en 1984 y en el viejo Orwell. “Toda la propaganda de guerra, todos los gritos y mentiras y odio, provienen invariablemente de gente que no está peleando”. Decía el viejo George con su cara de buen vecino. Pensábamos en la policía de la verdad mientras tomábamos nuestras manos y proyectábamos sombras en la pared y peleábamos contra nosotros mismos e inventábamos las frases de guerra de nuestro asesino mental. Lo inventamos cuando vivíamos juntos por Chapinero hace ya tanto tiempo. Era la época donde la gente se colaba en los buses y enseguida alguien caía encima para reprobar su astucia. Era la época en que tu cabello se enredaba en mi sonrisa y eso a nadie le gustaba. Siempre estuvimos seguros de que era un buen tipo. Los mensajes eran cada vez más contundentes: “Bogotá no tiene mar”, “Los hombres aún piensan en las libertades como preguntas y no como respuestas”, “Puro A.B”, “Creo que dios está tratando de no decirme nada”, “A lo mejor estamos tropezando con las piedras de los que están libres de pecado”, “Esta ciudad es uno de los lugares del planeta con más imbéciles por metro cuadrado”, y así. Cientos de frases que pensábamos mientras nos bañábamos o mientras nos decíamos cosas sentados en el sofá rojo. Habíamos visto demasiadas películas y hablado tanto de 1984 como para no darnos cuenta. Escapamos de la habitación 101 porque nuestra tortura era la estupidez. Fuimos condenados a ver la televisión  nacional durante horas enteras, y fue allí cuando decidimos desdoblarnos para huir. De allí surgió él. Escribimos su historia en el cuaderno de hacer las compras. Junto a la lista de artículos para limpiar. Luego,  le dimos un rostro, una historia. Tenía 33 años, era un tipo solitario, una voz que nadie conocía, le gustaban las galletas de ajedrez y leer historias de vaqueros. Alguna vez había ido a un concierto de los Stones. Fue cuando vivió por fuera. Nadie le conoció nunca un amigo.Vivía con una hermana. Estudió cuatro semestres de Español y Literatura en una ciudad del interior. Vino a Bogotá a nada. Trabajaba en una imprenta. Preferimos no entrar en detalles. El ministerio del amor nunca logró encontrarlo. El gran hermano jamás pudo verlo. Eso, creo, lo escribimos en el cuaderno espiralado con el que jugabas a adivinar el futuro con un par de tijeras. "En un tiempo de engaño universal - decir la verdad es un acto revolucionario", escribió alguna vez en los muros de un colegio. “Morgan Freeman es Dios”, escribió sobre las paredes de la iglesia de Lourdes otro día.  Soñábamos con encontrárnoslo una noche por algún recoveco de la Séptima. Los vecinos del barrio se organizaron para lincharlo. Les ofendía tanta libertad. Algunos decidieron mudarse. Chapinero era un lugar de nadie. Un barrio desde donde se veían los cerros y la locura. Alguien debía hacer algo. Las antorchas se encendieron. El Gran Hermano estaba herido. Hicimos un par de veces el recorrido de sus crímenes: salíamos del 702 y subíamos hasta la séptima por toda la cuarenta y cinco, llegábamos al parque de la sesenta y vagábamos sin rumbo hasta terminar en Lourdes, luego la trece y la Caracas. Eran nuestros límites invisibles, la frontera autoimpuesta para nuestra felicidad.  Terminábamos en las puertas de lo que debería haber sido su refugio. Un árbol hueco en el Parque Nacional, donde alguna vez hicimos una fogata al amanecer. En cada pared leíamos sus mensajes y reconocíamos su letra gorda y desigual. Era como seguir a un amigo inexistente. Como  jugar a querer ser otros sin serlo. Luego nos dedicamos a destruir los Ministerios restantes. La paz, la Abundancia, la verdad. Quizá Orwell siempre tuvo la razón. "Es poco probable que la Humanidad pueda salvaguardar la civilización a menos que pueda evolucionar en un sistema de bien y mal que sea independientes del cielo y el inferno". Después nos pusimos a ser felices en medio del desastre. A nuestro antojo. Era el 2040 en nuestras cabezas. Luego  nos pusimos a pensar en el futuro y aquí estamos. Eso era lo que sabíamos hacer en ese tiempo. Ser otros. Ser los mismos. Porque lo éramos todo. Vivíamos en el 702 del Edificio Córdoba desde donde se veía el mar. Veíamos HBO mientras pedíamos domicilios en la madrugada. Trabajábamos. Poco a poco empezamos a dormir temprano. Amábamos los noticieros. Eran nuestro programa de ficción preferido. Escuchábamos a Dios. El futuro llegó como si nada. Pudimos ser otros. Recuerdo: "Guerra es Paz, Libertad es Esclavitud, Ignorancia es Fuerza", reíamos a carcajadas cuando mirábamos las noticias y entendíamos todo. No era mucho. No era nada importante, tal vez. Teníamos sueños: conocer Vietnam y estar juntos por siempre. Conocíamos a un maleante  imaginario que escribía cosas en las paredes. Veíamos a un maleante real que aparecía en televisión y lo sabía todo. Lo escupía todo. Lo mataba todo. Veíamos teleseries épicas. Viajábamos de vez en cuando. Nos tomábamos fotografías mal enfocadas donde aparecíamos felices incluso después de haber esquivado un par de huracanes. Odiábamos a la gente que se colaba en las filas que adornaban todo el mundo. Odiábamos al presidente, a tu padre, al mío, odiábamos nuestro pasado. Bebíamos casi siempre. Éramos dos extraños que jugaban a ser felices juntos. “La última moda es la muerte”. Éramos Winston y Julia. Nos vigilaban. Nos conocíamos desde siempre. Éramos de la misma ciudad aunque insistías en negarlo. Odiábamos el frío. Éramos un desastre, una canción sobre aquellas cosas que aún no suceden. Que van a suceder. Éramos los televidentes de una película a toda velocidad, la imagen de un niño que mira por la ventana y se pregunta por el amor.

Amábamos pensar en el futuro y aquí estamos.

Aún. Siempre.

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