Caleidoscopio de la escena punk en Bucaramanga

Caleidoscopio de la escena punk en Bucaramanga

"Los rostros con cicatrices todavía sangrantes, dos insultos por cada tres palabras, el vómito, el sudor y el mal aliento tampoco faltaron esa tarde"

Por: Álvaro Claro
julio 04, 2017
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Caleidoscopio de la escena punk en Bucaramanga

Bueno, fui al PUNK Y KE ¿Y qué? Pues algunas cosas nuevas, claro, en lo mismo de siempre.

Y es que el punk, o sea, el ser punk, desde la aparición de los Sex Pistols, más que de una postura filosófica clara (como podría ser el nihilismo o el solipsismo); más que de un modo de vida basado en la autogestión y el intercambio (como es la base del anarquismo o el federalismo); y más, mucho más que una participación política activa (como podría ser la izquierda liberal o el socialismo raizal); más que todo lo anterior, para la mayoría de sus militantes, y casi que indefectiblemente, hoy día el ser punk va de la mano (o de las venas y de las neuronas) con la fiesta, la farra, la juerga. Como dicen los de Parálisis Permanente: me miro en el espejo y soy feliz, y no pienso nunca en nadie más que en mí, y no pienso nunca en nadie más que en mí.

Como consecuencia, la época de Crass ha terminado, y ahora la juerga es parte esencial de la escena, porque, se sabe, altera los sentidos, provoca desinhibición y genera menosprecio hacia lo establecido. Y en ese trastrocamiento de los valores tradicionales, el punk se vuelve una fiesta sin principio ni fin, como si todos los días fuera viernes, se trata de vivir al otro lado de la orilla, lejos de la normalidad, en un brindis eterno por la derrota. Ser punk es volverse cuchillo de doble filo, una moneda con muchas caras, y también es un juego de niños en el que, actuando realmente como niños, se pueden padecer las consecuencias de la maldad y la crueldad extremas —botellazos, puñaladas, huesos partidos—, así como también se disfruta de la amistad y la inocencia máxima —la fraternidad, el Arte y la resistencia se encuentran en esta esfera—.

Así que, bueno, este festival, que ya va por su cuarta edición, no fue la excepción de la regla: en la puerta estaba la mancha, el parche con pegante y bolsas de perico, retacando con manillas para comprar la boleta. Entre tanto, adentro, el ambiente era muy parecido: la única diferencia es que la gente tomaba más cerveza en lata (lata que después se convertiría en carro) y el aire estaba viciado por el humo de los porros y los cigarros.

El olor del jabón Rey en crestas como rascacielos, los parches corroídos de las chaquetas de cuero, los taches grandes y oxidados, los rostros con cicatrices todavía sangrantes, dos insultos por cada tres palabras, el vómito, el sudor y el mal aliento tampoco faltaron esa tarde en Bucaramanga, ciudad del evento, donde el punk existe, destruye y se reconstruye hace décadas, así, en la oscuridad y al asilo de nadie.

Entonces apareció el Negro Navas (Artista Naif nacido y perdido en estas montañas) con su tradicional espectáculo de baile y cantos incomprensibles en medio de su, innegable, determinada elocuencia. Esa tarde el Negro dio el primer paso hacia el abismo, hacia la felicidad de no saber bien qué está sucediendo, ni cómo detenerlo, porque después se prendieron las guitarras y se erizaron todos los vellos; sonó el redoblante y las pupilas se dilataron otro milímetro; se afinó el bajo y la velocidad cardiaca llegó a su límite, hasta que, finalmente, el micrófono y las plantas de sonido explotaron con los gritos, los chillidos y las risas de las bandas que llegaron al aquelarre.

Porque así es el punk, ya no el ser punk, sino el punk como tal, su fuerza, sus eficientes y clásicas tres notas, su pureza que, como la creciente de un río, aunque trates de evitarlo, se te va metiendo en el cuerpo, te arrastra, te asfixia, te ablanda la carne para clavarte una puntilla en los huesos, luego te empuña la mano y te la estrella en la propia cara, causándote un terremoto en el cerebro, te pone los pies en movimiento, te hunde en el pogo, y debes poguear como patalear para sentirte vivo, hasta que ya no importa que no tengas trabajo, que tu novia esté embarazada de un aparecido, que no tengas donde dormir esta noche, en fin, ya no importa tu familia de mierda, ni tus amigos de mierda, ni siquiera estas viditas mediocres y llenas de mierda que tenemos.

Al toque se convocaron 12 bandas, provenientes de 5 ciudades distintas, pero casi la mitad faltó al evento. Dio igual. Como si en este mundo, pagano y vano, alguien hiciera falta para terminar de estropearlo. Porque todas las bandas que se desmadraron sobre el escenario lo hicieron de manera absoluta, es decir, cada banda cantó a su manera, con sus letras y sus acordes, con sus integrantes y sus despistes, con su deseo de ser escuchados aunque no fueran muy bien entendidos, aunque, de hecho, no tuvieran más que un simple grito de desencanto, como el recordatorio de que algo está podrido por dentro, agonizante, y es necesario eliminarlo de tajo, extirparlo de una vez para siempre. Bien podría citar los nombres de las bandas, pero no voy a hacerlo, porque de eso también se trata del punk: de lo fugaz, lo efímero, de lo que nace y muere sin trascendencia, sin futuro. Además, los que dimos pata esa tarde, siempre sabremos quienes fueron.

Solo me detendré en una banda, cuyos integrantes son los creadores y organizadores del evento: ellos son los R.A.T.A. Y diré un par de palabras al respecto porque ellos, precisamente, ejemplifican lo que considero nuevo en esta escena, en esta ciudad, en esta época (tal como dije al principio del texto).

No sé cuál es el origen de la banda, ni sus aberraciones, porque tampoco se trata de lamer las suelas de nadie. Pero debo decir que esta banda está haciendo cosas que no había hecho ninguna banda, en Bucaramanga, hasta el momento. Empezando por su disco. Nunca antes se había llevado al estudio tanto Ruido Azkerozo Tóxiko Antizoxial (tal como significa el acróstico de su nombre). Es decir, no se había implosionado tanta velocidad en los tarros —al mejor estilo de los B.S.N—, tanta crudeza en las cuerdas —a lo Brigada del Vizio— ni tanta afonía en una voz —que hace pensar en Wendy O. Williams—, dentro del primer álbum de una banda local. Durante un poco más de 15 minutos, uno siente, cuando termina cada canción, un extraño tipo de satisfacción, como un descanso después de haber corrido los 100 metros sin calentamiento. Y lo mejor es que cada canción es más rápida que la anterior, así que uno termina levemente aturdido, sin otra idea en la cabeza que volver a darle play a todo el disco.

Porque sus letras también son concretas, sencillas. Se evidencia el paso del tiempo y la definición de los objetivos: ya no se trata de cambiar el mundo, de hacer la revolución total, sino de denunciar las podredumbres individuales, las pesadillas de una persona que nunca duerme tranquila; esas letras son una ráfaga de denuncia íntima, sin  darse ínfulas de nada, tampoco creen tener la verdad o la solución en su poder, sino, simplemente, erigen la resistencia ante todo lo que interrumpe e imposibilita la libertad, de una manera directa y agresiva, sacando a flote el orgullo de ser como son, sin ningún deseo de cambiar el estilo.

Después viene su perspectiva estética, que los acompaña al escenario. Son puro performance, parodia y ultraviolencia. En el concierto, los R.A.T.A mostraron sus perfiles más coquetos: el guitarra salió vestido, literalmente, con un tutú sin trusa y una malla de mujer en el pecho; el bajista modelaba una camiseta hecha con costales rotos y reciclados; por su parte, la baterista ocultaba el rostro bajo un antifaz de taches relucientes; y el vocal, con el culo descubierto, estaba dentro de una chaqueta blanca que asemejaba una camisa de fuerza.

De repente, una cabeza de marrano, con la lengua por fuera, apareció dentro del pogo. Entonces, tal vez me equivoque, pero llegó el punto más álgido del desatine. No importó que el piso estuviera lleno de basura y de vómito: cuando alguien se caía, se revolcaba como cerdo para celebrar las miserias de esta vida. Luego rodó entre el público un casco antimotines de la policía y un bolillo, y el juego y la alegría del punk estaban completas: se cerraba el círculo, porque las gargantas empezaban a doler, el cuerpo se quedaba sin energía y solo restaba darnos golpes entre nosotros (cosa que pasaría inevitablemente). Al terminar, cualquiera podría pensar que G.G. Allin, en su asquerosa tumba, estaría masturbándose o cagando de felicidad, porque en una pequeña ciudad de Sudamérica, después de tantos años de muerto, una banda desconocida estaba haciendo un homenaje a su porquería.

Una última cosa se debe decir de esta banda, y es que distorsionan en espacios no convencionales del punk, como son los toques, sino que también fastidian en Ferias del libro independientes, en marchas de movimientos populares y graba series radiales sobre el punk con emisoras virtuales de la ciudad (como es el proyecto Radiópata). Además, si este festival continúa realizándose en el futuro, consolidará a Bucaramanga como un lugar de paso obligado para la escena punk de Colombia.

Después de ellos, obviamente, continuó el des-concierto. Un par de bandas siguió dándolo todo hasta que, en la fiesta y el juego del punk, apareció la violencia, la destrucción que también hace parte de la energía. El odio dijo ‘presente’ con las mujeres, porque un par de ellas se agarraron a empujones, peleando por tomarse el último trago. Después, una se puso a discutir con su pareja –irónicamente lo criticaba por ser tan podrido- cosa que sacó de quicio a la primera, quien se le abalanzó como un tacleador de fútbol americano. Entonces botellas rotas, sillas partidas, gente cayendo al piso, hombres que tratan de parar la pelea sin saber quién tiene la culpa, ni a quién era que defendían, patadas voladoras, puños en la oscuridad, empujones, escupitajos desprevenidos, miedo, dolor, huidas…

Hasta que la puerta del lugar, inevitablemente, se llenó de policías. Entonces los instrumentos se desconectaron y todos entendimos que el toque había terminado, que era momento de volver a las calles. Y así sucedió, lentamente, cuando los perdedores o ganadores de cada bando se separaron, fueron saliendo y quedó vacío el escenario. Muy seguramente no se perdonaron los odios, los golpes, ni las envidias, tampoco se olvidaron los abrazos, las risas, ni los coros gritados en compañía, pero unos y otros, en parche o cada uno por su lado, se fueron caminando, hundiéndose —hundiéndonos— un poco más en la oscuridad, buscando la tranquilidad de alguna esquina o quizás, simplemente, todos fuimos a buscar una licorera para seguir embriagándonos y vivir así, como si hoy fuera el último día. 

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