Álvaro Leyva y Alejando Gaviria: La secta de lambones que terminan siendo traidores

Álvaro Leyva y Alejando Gaviria: La secta de lambones que terminan siendo traidores

En política, la adulación rara vez es inocente: el lambón busca poder disfrazado de lealtad y, cuando no lo consigue, se convierte en traidor calculado

Por: Stella Ramirez G.
abril 29, 2025
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Álvaro Leyva y Alejando Gaviria: La secta de lambones que terminan siendo traidores

Toda adulación desmedida en política debe ser leída con sospecha. No hay elogio gratuito cuando de poder se trata. Detrás de cada gesto servil, de cada sobreactuación cortesana, suele esconderse una ambición camuflada. El lambón —ese personaje recurrente en la historia de nuestros gobiernos— no es simplemente un adulador: es, en el fondo, un hipócrita funcional. Un actor del poder que, mientras aparenta devoción, opera por cálculo.

El caso de Álvaro Leyva es ilustrativo. Durante su paso como canciller, su cercanía con el presidente Gustavo Petro fue pública y reiterada. Lo elogiaba con fervor, hablaba de él en términos casi mesiánicos, se ofrecía como su intérprete político y moral. Parecía más un discípulo que un funcionario. Pero la teatralidad del gesto escondía otra cosa: la necesidad de influencia, el deseo de figurar como arquitecto de la política exterior y garante del proceso de paz. Cuando ese rol comenzó a desdibujarse, Leyva mutó. El leal se transformó en disidente, el aliado en antagonista.

Alejandro Gaviria representa otra variante del mismo fenómeno: —el lambón ilustrado—.
Su ingreso al gabinete del gobierno Petro fue, para muchos, una apuesta por el pluralismo.
Sin embargo, su permanencia en el Ministerio de Educación estuvo marcada por ambivalencias discursivas, por una retórica técnica que ocultaba tensiones de fondo. Desde el inicio, parecía más interesado en posicionarse como conciencia crítica interna que en construir colectivamente una agenda progresista, fue un espía agazapado.

Su salida del gobierno —envuelta en filtraciones, desacuerdos y gestos de distanciamiento— confirmó que su cercanía inicial no era otra cosa que una estrategia para incidir desde adentro sin asumir del todo el proyecto al que se había sumado.

El lambón ilustrado se diferencia del lambón vulgar en que no se limita a los gestos de pleitesía. Se mueve con sutileza, con lenguaje técnico, con prestigio académico. Pero la lógica es la misma: adula para entrar, para escalar, para ganar terreno. Y una vez dentro, cuando no logra imponer su agenda, denuncia, se victimiza, rompe.

Ambos perfiles —el cortesano explícito y el ilustrado camuflado— son igual de peligrosos. Porque erosionan la coherencia interna de los proyectos políticos, porque sabotean desde la cercanía, y porque se presentan ante la opinión pública como víctimas de una supuesta intolerancia del poder. Así logran una doble ganancia: influencia mientras están adentro, reconocimiento cuando se van.

Por eso, la política debe aprender a leer estos signos. No toda alianza es confiable, no todo elogio es sincero, no toda cercanía es constructiva. A veces, los más próximos son los primeros en apuñalar. Y como enseña la historia, no hay traición más dañina que la que proviene de un aliado que fingía lealtad.

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