En política, como en el derecho, el fondo es tan importante como la forma. Y cuando la forma desborda lo institucional para convertirse en un acto performativo, las consecuencias son tanto mediáticas como éticas. La carta del excanciller Álvaro Leyva Durán al presidente Gustavo Petro no es un simple reproche: es una puñalada epistolar que desnuda la fractura entre el ideal y la realidad.
Lo decepcionante no es solo el contenido —plagado de anécdotas personales, reproches emocionales y diagnósticos morales sobre el carácter del Presidente— sino el propósito subyacente: legitimarse a sí mismo bajo la apariencia de una intervención patriótica. La misiva no busca diálogo ni solución; busca escenificar una superioridad ética frente a quien alguna vez respaldó.
El problema no es que critique al Presidente. El problema es cómo lo hace. El tono paternalista, el uso de referencias religiosas y filosóficas para validar su alejamiento, y la exposición de episodios íntimos rozan el amarillismo en un escenario que exige altura institucional. Leyva pudo haber prevenido esta herida con discreción y responsabilidad cuando aún era parte del engranaje de gobierno. En cambio, eligió gritar en público su decepción… demasiado tarde y demasiado teatral.
En política criminal diríamos que no hay pena sin ley previa. En política pública, no hay credibilidad sin coherencia anterior. Leyva, como excanciller, conocía el deterioro institucional y optó por el silencio. Su carta llega como un memorial de agravios, no como una advertencia constructiva.
Al final, asistimos a una escena conocida: un funcionario que abandona el barco que ayudó a conducir cuando las aguas se tornan turbulentas. El país necesita menos cartas explosivas y más liderazgo con visión de Estado. Porque entre el espectáculo y la traición, lo que se quiebra es la confianza ciudadana en la grandeza del poder.
También le puede interesar: