Hay silencios que pesan más que las palabras. Y pocos silencios son tan elocuentes como la repentina desaparición de la biografía de Abelardo de la Espriella en Wikipedia. No es un gesto técnico ni una casualidad del algoritmo: es una decisión deliberada. Las biografías solo se borran cuando dejan de ser útiles, cuando contienen episodios que desentonan con el personaje que alguien pretende interpretar.
En política, el pasado nunca es un accesorio. Es la raíz de la credibilidad. Por eso desconcierta que un aspirante al poder prefiera amputar fragmentos de su historia antes que explicarlos. Porque cuando se desdibuja el rastro de una persona es, precisamente, cuando el país está más obligado a seguirlo.
De la Espriella ha construido un personaje ficticio: severo, correcto, firme, casi teatral en su sentido del orden. Pero la elegancia verdadera no necesita atuendos ni poses; la impostada, en cambio, exige una vigilancia constante. Es allí, en ese afán por controlar cada arista de su imagen, donde se insinúa un temor más profundo: el miedo a que lo miren sin el disfraz.
Lo inquietante no es solo lo que falta, sino la intención detrás de la ausencia. Borrar es, en sí mismo, un acto político. Es escoger qué merece ser recordado y qué conviene que se pierda en las orillas del olvido. Y cuando esa selección proviene de quien aspira a gobernar, el país tiene el deber de preguntarse por los motivos.
La memoria pública es una responsabilidad, no una amenaza. Ninguna candidatura seria debería temerle a la claridad. No se trata de revivir expedientes para condenar, sino de reconocer que la trayectoria de un aspirante al poder forma parte de su contrato moral con la ciudadanía. Un contrato que no se firma solo con promesas, sino también con transparencia.
Porque la política, cuando es honesta, no necesita borrar nada: se sostiene en la coherencia entre lo que se dice y lo que se ha sido. Las biografías se desvanecen solo cuando alguien teme ser recordado. Pero en esta época, en plena era digital, donde cada rastro se multiplica, olvidar es un gesto imposible. Lo que se intenta borrar deja siempre una marca, una sombra discreta pero elocuente, que termina diciendo más que cualquier perfil biográfico. Y en esa sombra, inevitablemente, es donde suele esconderse la verdad.
Pero aunque intente esconder su trayectoria, la memoria no depende de los editores de Wikipedia. La memoria la sostienen los hechos, los expedientes, las alianzas, los silencios oportunos y los testigos incómodos. Y en esa memoria —la que no se borra, la que no admite maquillaje— reposan conexiones que ningún borrado digital puede disipar. No son las páginas las que acusan: es la historia misma.
Porque la transparencia no se declama, se demuestra. Y quien aspira a dirigir un país no puede pretender construir confianza sobre bases difusas, vacíos deliberados o episodios filtrados a conveniencia. La ciudadanía no solo evalúa lo que un candidato promete, sino lo que calla. Y hay silencios que pesan más que cualquier palabra.
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