Les salió el tiro por la culata a los que querían meter preso a Uribe

El Tribunal de Bogotá absolvió a Álvaro Uribe y recordó que la justicia se funda en pruebas, no en prejuicios ni presiones mediáticas

Por: FABIO CLARETH OLEA MASSA
octubre 23, 2025
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Les salió el tiro por la culata a los que querían meter preso a Uribe
Foto: Leonel Cordero / Las2orillas

El fallo del Tribunal Superior de Bogotá no solo absuelve a un expresidente, sino que reivindica los principios del proceso penal y devuelve a la justicia su carácter de garante del derecho.

Lo he dicho muchas veces en mis columnas: estaba convencido de la inocencia del expresidente. No fue una creencia ciega ni una postura política; fue la convicción jurídica de quien ha litigado en derecho penal y ha ejercido como juez, y sabe que el debido proceso no es un adorno del sistema judicial, sino su columna vertebral. En este caso, el sesgo político de la jueza fue evidente —lo vio el país—, y los prejuicios de la togada, junto con los intereses políticos de la principal víctima, el senador Cepeda, parecieron pesar más que la verdad.

El juicio contra Uribe fue infame: se construyó más sobre una narrativa política que sobre pruebas. Se pretendió vincularlo a hechos ajenos, como el paramilitarismo, con el propósito de condenarlo a cualquier costo. El debate jurídico fue reemplazado por un espectáculo mediático que dividió al país y contaminó la percepción de justicia. Aun así, confié en que la verdad prevalecería. Llegué a afirmar —públicamente y con mi prestigio profesional en juego— que quemaría mi tarjeta de abogado si Uribe no era absuelto. No fue fanatismo, sino confianza en un principio esencial: la presunción de inocencia.

La decisión de segunda instancia no solo revocó una injusticia, sino que reivindicó el valor de la ley frente a la arbitrariedad judicial. En tiempos en que la justicia parece estar a merced de las redes sociales y la presión mediática, este fallo recuerda que la verdad judicial no se mide por simpatías ni por odios, sino por pruebas.

El Tribunal reafirmó los principios rectores del proceso penal: el debido proceso, la presunción de inocencia y el in dubio pro reo. Dejó claro, además, que el dolo —como elemento subjetivo de la conducta delictiva— no se presume, sino que debe demostrarse. Ratificó que los testimonios, tanto de cargo como de defensa, deben analizarse con rigor jurídico, sin sesgos ni prevenciones, y en conjunto con todo el acervo probatorio. También recordó que las comunicaciones entre abogado y cliente son inviolables. Esa es la esencia del juicio justo: valorar la prueba en su totalidad con apego a la sana crítica y no según las conveniencias de quien juzga.

La jueza de primera instancia, Sandra Heredia, dictó una “sentencia” —así, entre comillas— que el Tribunal calificó con severidad. No fue una decisión jurídica sólida, sino un conjunto de conjeturas, apreciaciones sesgadas y errores de valoración probatoria. En otras palabras, un fallo que nunca debió existir, máxime cuando en dos ocasiones la Fiscalía solicitó la preclusión del proceso. El Tribunal desmontó punto por punto aquella vía de hecho disfrazada de justicia, señalando el déficit probatorio, las contradicciones y la falta de coherencia en la construcción de los supuestos delitos imputados a Uribe.

La “sentencia” de la jueza Heredia no fue una simple equivocación, sino algo más grave: la constatación de que la justicia puede desviarse cuando quien la imparte se deja arrastrar por prejuicios o intereses ajenos a la ley. Desde un principio fue evidente que este juicio no era jurídico, sino político. Cuando el estrado se convierte en tribuna ideológica, el derecho muere, y con él la confianza ciudadana en las instituciones.

El caso Uribe deja una lección profunda: no hay democracia posible sin jueces imparciales ni sin respeto por los principios del derecho penal moderno. La presunción de inocencia, el principio de legalidad y el derecho a la defensa no son concesiones del Estado, sino conquistas civilizatorias que nos separan del autoritarismo. Los jueces están llamados a resistir la presión del ruido y escuchar únicamente la voz del derecho. Solo así la justicia podrá seguir siendo lo que debe ser: el último refugio del ciudadano frente al poder.

Las irregularidades cometidas por la Jueza 44 Penal fueron tantas, que la defensa tuvo que acudir a tutelas para reclamar las garantías básicas del debido proceso. Todas —sin excepción— le dieron la razón a la defensa: la jueza había vulnerado derechos fundamentales. Esas decisiones no solo corrigieron los excesos, sino que dejaron al descubierto la fragilidad de un sistema que, a veces, permite que la arbitrariedad se disfrace de autoridad.

El Tribunal, con su decisión, ha devuelto a la justicia su carácter de garante, no de verdugo. Reafirma que el castigo no puede fundarse en sospechas ni en simpatías políticas, sino en hechos probados con rigor. La sentencia no absuelve solo a un hombre, sino que limpia el nombre de una justicia que había sido puesta en entredicho.

Con la absolución de Uribe no se celebra una victoria personal ni partidista. Se celebra algo más grande: que el derecho, al fin, prevaleció sobre la arbitrariedad. Que aún existen jueces capaces de poner límites al poder, incluso al poder arbitrario de sus propios colegas. Y aunque algunos sigan intentando convertir la justicia en un escenario de revancha, el fallo del Tribunal nos recuerda que la toga no otorga licencia para el abuso, sino la responsabilidad de proteger la libertad.

El recurso extraordinario de casación anunciado por las víctimas no convierte al proceso en una tercera instancia, y difícilmente prosperará ante la Corte Suprema de Justicia dada la solidez jurídica de la sentencia del Tribunal de Bogotá.

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