El misterioso internado abandonado de Sesquilé: una joya olvidada frente al embalse de Tominé

Frente al gigante embalse se desmorona el antiguo internado de Sesquilé, una obra del arquitecto Fernando Martínez Sanabria que quiso dar refugio a niños sin hogar

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octubre 15, 2025
El misterioso internado abandonado de Sesquilé: una joya olvidada frente al embalse de Tominé

A la entrada de Sesquilé, en una ladera que mira de frente al embalse de Tominé, se levanta una estructura que parece sobrevivir solo por inercia. Lo que alguna vez fue un refugio infantil para niños huérfanos de la violencia, hoy es una ruina silenciosa. Las paredes, ennegrecidas por el tiempo, apenas sostienen el recuerdo de lo que fue una de las obras más queridas del arquitecto Fernando Martínez Sanabria.

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Martínez, uno de los nombres grandes de la arquitectura moderna en Colombia, diseñó este complejo en los años sesenta con un propósito simple y noble: dar hogar y educación a los niños desplazados por la guerra. En su momento fue un internado modelo, un lugar pensado no solo para enseñar, sino para ofrecer refugio, con aulas abiertas a la luz del altiplano y dormitorios dispuestos en abanico, como si la arquitectura quisiera abrazar a quienes no tenían a nadie.

El conjunto se levantó con materiales robustos: piedra sólida, madera de roble, hormigón expuesto. La capilla, el aula múltiple, los dormitorios, el comedor, todo estaba dispuesto en distintos niveles, siguiendo la topografía del terreno. Desde cualquier punto, los niños podían ver el agua del embalse. Era, para muchos, el primer paisaje tranquilo después del ruido de la guerra.

Hoy, el viento atraviesa las ventanas rotas. Las astas donde alguna vez ondearon banderas siguen de pie, oxidadas, frente a la montaña. La capilla conserva todavía los tablones de la tarima y el púlpito de madera. Hay restos de guirnaldas, colgadas desde quién sabe cuándo, que parecen los últimos intentos por darle vida a un lugar que se apagó hace más de dos décadas.

En los dormitorios, los techos se han desplomado y los pisos crujen bajo el polvo. Las duchas todavía conservan las jaboneras de cerámica, como si esperaran a los niños que ya no volverán. En un rincón, la cabecera oxidada de una cuna confirma que allí dormían pequeños de todas las edades. En las paredes, algunos colores sobreviven: franjas diagonales, patrones que alguna vez fueron alegres y ahora se confunden con las grietas del tiempo.

El internado funcionó hasta finales de los años noventa. Después vino el abandono. Las comunidades vecinas recuerdan que allí se educaban niños de los pueblos cercanos, hijos de campesinos y desplazados. Algunos regresaban a casa los fines de semana; otros vivían todo el año entre las montañas. Era un espacio de integración, un experimento pedagógico y humano que, con el paso de los años, se fue desmoronando igual que su estructura.

El deterioro es evidente. En lo que fue la cocina, el techo está a punto de caer. En el aula múltiple, los tableros antiguos todavía conservan el marco de madera. En un salón, alguien dibujó un ojo, quizá un visitante reciente o un grafitero curioso. En otro, queda pegado un cartel escolar con letras a medio borrar: “Viveres y aseo personal”. Pequeños rastros de una época en que los niños llenaban de ruido los pasillos.

La distribución del conjunto tenía un sentido simbólico. Los seis dormitorios, ubicados en la parte más alta del terreno, estaban dispuestos como un abanico. Desde allí se dominaba el paisaje y se podía ver la capilla al fondo. Martínez Sanabria buscó reproducir en su diseño la estructura de un hogar: jerarquía, cercanía y protección. Quería que los niños sintieran que pertenecían a un lugar, aunque ese lugar fuera transitorio.

Hoy no queda casi nada de esa intención. Solo el esqueleto de la obra. Las paredes, aún firmes en algunos tramos, conservan la forma curva y los volúmenes geométricos típicos del arquitecto, aunque este proyecto se apartaba de su usual trabajo con ladrillo. Aquí predominan la piedra, el cemento y la guadua. Una mezcla austera, resistente, que ha soportado más de lo que cualquiera habría imaginado.

Quienes se acercan hoy al antiguo internado dicen que es un sitio hermoso y aterrador al mismo tiempo. Desde las ruinas, el embalse brilla como una promesa incumplida. Cada bloque, cada escalón cubierto de musgo, parece una pregunta sin respuesta: ¿cómo se deja morir así una obra que alguna vez quiso salvar vidas?

El Refugio Infantil de Sesquilé fue, en su tiempo, una de las obras más humanas de la arquitectura colombiana. Un intento de hacer del espacio un gesto de cuidado. Pero el olvido también tiene su arquitectura, y en Sesquilé se levanta, piedra por piedra, sobre lo que alguna vez fue esperanza.

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