Yo, mototaxista
Opinión

Yo, mototaxista

Por:
marzo 13, 2015
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Desde aquí donde estoy tirado en esta fría cama de urgencias de una clínica que atiende a los que tenemos carné de sobrevivencia subsidiada, el carrusel de mi vida pasa y pasa con insistencia y me recuerda lo frágiles que somos frente a las desavenencias del destino y también pienso que la injusticia es la mala hierba que cunde y crece en nuestros campos y ciudades sin que haya lluvia que nutra sus raíces.

Por supuesto que aquí estoy en urgencias médicas por una de dos simples razones: o tuve un accidente en mi vehículo de trabajo de actividades de movilización masiva de personas en forma individual (léase mototaxismo) o los efectos de ese mismo trabajo empiezan a aparecer en mi resentida humanidad por culpa del maltrato de estos últimos cinco años a punta de sol y lluvia inclemente.

Pero mejor vayamos al carrusel que pasa por mis pensamientos y me trae al presente: una niñez entre el barro de mi barrio y las promesas de una educación que nos salvaría de la delincuencia y la vagabundería (de labios de mi abuela), luego el servicio militar donde aprendí que la guerra no es un juego de amigos sino que se fabrican enemigos para poder exterminarlos, de esos años me quedaron dos cosas: la libreta militar de primer grado y unas pesadillas que aún no alcanzó a desterrar de mis sueños en quietud de noche pasajera. Vino la soltería con su carga de testosterona y de erecciones infinitas que se adueñaron del mundo y me hicieron creer que los polvos desaforados jamás me iban a bajar de la nube de virilidad y hombría que siente uno en ese momento hasta tener al todopoderoso agarrado de los cojones.

Llegaron los hijos en loca carrera con las locas mujeres que me creyeron cuerdo. Me gradúe de “marañero” en la escuela de la vida, es decir, todero y por ahí como que era la cosa: la educación no me resolvió nada en mi vida, quise ser vigilante (por aquello de soldado centinela) pero era más el tiempo que me vigilaban por mi pésimo comportamiento que el que yo prestaba en servicio real como vigilante; de albañil estuve pero eso era muy pesado y terminé con una hernia en no sé qué parte, luego hice de ayudante de bus urbano y a los pocos meses desapareció el transporte público y quedé sin trabajo; en fin, hasta vendí el voto varias veces al politicastro sinvergüenza de turno y después con el descaro más grande del mundo le reclamaba puesto. Solo alcancé a ser empleado público en vacaciones de los titulares del cargo y de celador de colegio que no es lo mismo.

¿Que estoy dando muchas vueltas para llegar a decir como llegue al mototaxismo? Es verdad. Pero era justo y necesario —como dice mi suegra en misa los domingos— de dar el rodeo anterior, porque es que uno en esta vida tan corta a veces se pierde en los detalles y no alcanza a ver la inmensidad del bosque donde no es cualquier lobo que sobrevive a las malvadas niñas y abuelas.

Mi destino fue el mototaxismo. Llegué a ser uno de los 17.000 mal contados mototaxistas de esta ciudad media del Caribe colombiano. Cuando empezamos éramos unos pocos y nos veían como bichos raros, luego la mala gestión de los alcaldes hizo florecer el negocio: se acabaron las calles buenas y las rutas de buses también.

Ahora somos la metástasis de una sociedad enferma que no ve cura a sus mortales padecimientos.

Que somos resentidos socialmente hablando. Pues claro y con toda la razón. Usted estaría contento con una sociedad que te menosprecia, te ningunea y en últimas te tilda hasta de “chirrete” para compararte con una fétida escoria intestinal que se expulsa fuera de sí porque es un daño y un malestar.

Por eso cuando estamos encima de la moto nos olvidamos de ella y a cambio cabestreamos un caballo cerrero o arisco que no respeta reglas ni señales de tránsito. Parecemos bandidos medievales salteadores de caminos y por eso el atraco, el robo, el sicariato y hasta el asesinato son terreno fácil para nosotros. Es una venganza la que estamos llevando día a día, contra una sociedad que nos condenó a la monotonía del sacrificio por unas cuantas rupias, al estigma de ser portadores de miedo en cada rugido del motor ante el indefenso peatón de nuestras calles.

Una inmensa mancha de mala educación, gasolina, ruidos, humo y muerte hace tránsito todos los días por estas calles que  nadie les duele.

Por eso me resiento con el cómodo conductor de vehículo que nos embiste sin pudor. Somos su terror sorpresa en las calles y los obligamos a que carguen un arsenal de “hijueputeces” para uso diario. Eso soy. No es mi culpa en parte.

Coda: Bueno, pero así como está el mototaxista drogadicto, borracho y atracador. También es cierto que hay una inmensa mayoría de hombres buenos y trabajadores a los cuales la vida los condenó al sacrificio permanente y la exclusión les cerró las puertas de la oportunidad. Ellos, en su diminuta fortaleza ambulante de metal y gasolina, llegan por las noches a sus moradas y abrazan y besan a su familia, duermen y sueñan con un día nuevo que les traiga otro sol. Menos caliente.

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