Una manzana en diez pedazos (final)
Opinión

Una manzana en diez pedazos (final)

Noticias de la otra orilla

Por:
enero 25, 2020
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Comienzan los años 80 y ahora vivo en una casa de la calle 75 entre carreras 58 y 59, vecino de la periodista Beatriz Manjarrés y de mis amigos los Ballestas. Por la amistad con Beatriz conozco el legendario Bar – Bar – O de José Rafael Hernández, en la 72 con la 51, y a toda la tropa de la noche bohemia barranquillera, y por ella también a Jacques Gilard y a Germán Vargas y a Joseíto Fernández el de Rumbabana, entre muchos otros. En el bar de José Rafa conozco después personalmente a Estercita Forero y a Jorge Artel, a Mirtha y Margarita, al extraordinario compositor Pacho Cobillas, a Balzeir y Mercy, a la Mona Falquéz, a Carlos de la Espriella, a Humberto Aleán, a Ula Joel, y a Humberto Mendieta. Son los años de Canción de la Vida Profunda (2) con Álvaro Suescún y Joaco Mattos, mis más viejos amigos en esta ciudad, mientras sigo trabajando en el Juzgado Séptimo Civil Municipal y veo pasar veloces los suicidas por mi puerta del quinto piso. Y me encanta caminar en la alta noche, cuando regreso de cine, o en las mañanas y las tardes, de arriba a abajo, de manera incansable, el viejo y hermoso bulevar de la 58 en cuyos antejardines y pretiles leo y escribo o simplemente estoy…

Un día, leyendo bajo el Roble del antejardín de la casa en que vivía, recibí la visita de un señor mayor que dormía y tomaba alimentos en casa de los Ballestas y a quien veía entrar y salir siempre tranquilo y distante, con la elegancia de un  resucitado. Me preguntó qué leía y le mostré un pequeño libro viejo titulado Horas de Literatura colombiana, que mi profesor de literatura colombiana en la universidad me había recomendado. Él sonrío un poco sorprendido y enigmático y me dijo secamente: ah, ese soy yo. Yo no sabía exactamente a qué se refería hasta que me aclaró: yo soy el autor de ese libro, yo soy Javier Arango Ferrer. Yo no lo podía creer. Pero eso fue suficiente para trabar un amistad muy cordial con quien había estado vinculado en los años 50 a la vida académica y política de nuestra ciudad llegando a ser Secretario de Educación del Atlántico, y quien siendo luego diplomático en Argentina, había escrito un estudio sobre la literatura colombiana de obligada referencia, que no era otro que ese que yo estaba estudiando cuando se me acercó.

Él fue uno de los primeros lectores de mi poesía y en cierta ocasión me contó que era oftalmólogo de profesión, y que había perdido sus lentes de lectura, pero que Meira Delmar, su amiga, a quien visitaba cada tarde, le había prestado los suyos y por eso quería agradecérselo con un poema, pero como él no era poeta, entonces quería que yo, basado en el episodio, escribiera uno para entregarlo a Meira. Y así lo hice. Tiempo después, amigo yo de Meira, le pregunté por el poema y me dijo que debía tenerlo por ahí. Era terrible, seguramente.

 

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Con los días me mudé al centro de la ciudad y empecé a reunir las piezas de mi biblioteca en los “agáchates” de Pica Pica; en la librería callejera de Orlando, el librero y coleccionista de discos que te recitaba los contenidos de los libros antes de vendértelos; en la Librería Norte, que atendía Moisés Consuegra; y en la Librería Nacional, sede de El Gallo Capón, esquina de la 43 con 37. Allí, frente a uno de sus estantes de poesía me acerqué a saludar por primera vez personalmente a Meira, a quien sólo había visto de lejos en la terraza art deco de su casa en la esquina de la 74 con 60, a dos cuadras de donde yo había vivido, donde solían estar sentados cada tarde haciéndole visita Campo Elías Romero Fuenmayor y el maestro Javier Arango Ferrer. En esos días, mi colección de jazz recibe también sus primeros ejemplares adquiridos en Discos Daro, del maestro Rafael Oñoro Urueta. Un oasis de música infinita en el viejo centro de Barranquilla.

Por las noches, la terraza del Edificio Alonso, en la calle 44 entre carreras 41 y 43, al lado del colegio El Limón (Liceo Moderno del Norte) era una de las más plácidas y bellas experiencias que he vivido. Un árbol de Mango vecino rosaba con sus ramas la cornisa del edificio y yo me subía a la azotea a leer poesía bajo una luz negada mientras la noche del centro, desocupada y tranquila, me permitía ponerme en contacto con la cosa de la escritura. Allí puse una vez todos mis poemas en una lata de brea y les prendí fuego. De esa experiencia solamente se salvó un puñado de versos que el maestro Germán Vargas hizo publicar en la Colección Simón y Lola Guberek. Doy mi palabra.

 

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Después de eso, todo es demasiado reciente como para que sea un recuerdo.

 

 

Javier Arango Ferrer, autor de “Horas de Literatura colombiana” me pidió un poema para agradecerle a Meira Delmar haberle prestado sus lentes. Y así lo hice  

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