Una conversación con Humberto de la Calle Lombana

Una conversación con Humberto de la Calle Lombana

"Es un hombre decente. Eso se nota en el conjunto de su personalidad. Lo que expresa coincide con la forma como lo expresa"

Por: Juan Carlos Bayona Vargas
febrero 20, 2018
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Una conversación con Humberto de la Calle Lombana

No percibe uno esguinces estratégicos. Ni frases que no vengan de su interior. Ni impostaciones tan propias del oficio de la política. Nada en él parece prestado. Al contrario: es dueño de una ilustración que se nota propia, asimilada desde hace muchos años. De la Calle va urdiendo con orden su discurso ante el pequeño auditorio de artistas, historiadores, banqueros y educadores que lo escuchábamos interesados desde el primer momento por la honda sencillez de sus ideas, y las palabras que las hacen posibles, que fluyen tranquilas, elocuentes.

No se trataba de una entrevista típicamente electoral. Para que el reino de los cálculos y las alusiones personales ejercieran su dominio. Nada de eso. Por esa razón me pareció interesante empezar, desde una perspectiva histórica, por la visión de la historia del siglo XIX en Colombia, y cuánto de él había quedado sin resolver en el tránsito del país al siglo XX que impedía en muchas de las dimensiones de la vida nacional, el acceso a una modernidad que hiciera de nuestra nación una nación y no solo un proyecto de nación.

No tuvo que meditar demasiado la pregunta. Habló durante varios minutos dividiendo su respuesta en tres aspectos esenciales. En primer lugar, Colombia arrastra los rezagos de una visión discriminatoria de la sociedad. Y pongo como ejemplo, porque era parte de ella, cuando un  presidente de la Constituyente de 1991 preguntó que para qué había que incluir indígenas sin en Colombia no había indígenas. En segundo lugar, y a diferencia de muchos de nuestros vecinos, Colombia no solucionó la ruralidad como fuente de desarrollo y riqueza, y los intentos de 1936 con la Revolución en Marcha del López Pumarejo, fueron sofocados en 1944 por el Congreso de entonces; y por último, el concepto de violencia que tenemos ha hecho imposible concebir la Nación como un conjunto. En efecto, nos explica cómo tenemos desde razones partidistas ancestrales concebida una violencia buena y una mala. Hay un resquicio en el fondo de la cultura —nos dice—, que hace que los colombianos tengamos una visión suave en favor de la propia violencia que ejercemos, pero calificamos de mala la que se ejerce desde el otro lado de las inmensas capas de la sociedad excluidas históricamente. Y refuerza la idea con una anécdota que más que eso pareciera una broma del más espeso humor negro nacional. Cuenta que en sus muchas idas y venidas de La Habana a Bogotá por el proceso de paz, en una reunión con empresarios, alguno muy importante le preguntó: “¿cómo es posible que un abogado tan prestante como tú, con los ingresos que tienes y la posición que te acompaña, te hayas metido en el embeleco ese de la paz?

Llegado a ese punto De la Calle hace una pausa y nos da una mirada a todos que no sabemos qué cara poner. Quiero aclararles que lo dijo sin mala intención, sin una mirada ofensiva. Aquí hay un primer obstáculo a la paz, no solamente por el repudio que supone la pregunta sino por la indiferencia que entraña que está más allá de ese repudio. Es que esa es la visión de muchos colombianos, afirma.  Y sigue. Como la señora que en la calle 85 de Bogotá me abordó y me dijo que a ella qué le importaba lo que pasara en el Putumayo o en el Caquetá o en el Guaviare, si sus preocupaciones reales eran que a su hijo no le fuera pasar nada por robarle el celular. Claro que sí mi señora, le respondí, lo que tal vez usted no alcanza a ver es que esa persona que puede atacar a su hijo podría ser uno de los millones de desplazados sin el más mínimo futuro por causa del conflicto que tenemos hace más de cincuenta años, y que han mal poblado la periferia de nuestras ciudades. Su caso, como el de muchos, es un caso agudo de miopía. Hemos terminado una guerra con las Farc y a la gente no parece importarle suficientemente. Y lo peor es creer que uno puede arreglar unos eslabones de la violencia y no lo otros y que eso es suficiente. Este no es solo un tema de una coyuntura, es sobre todo, un tema de algo que el papa Francisco vio muy bien en su reciente visita a Colombia y es la reconciliación entre todos, la palabra menos usada en la retórica de estos cinco años de proceso de paz.

Habíamos pensado que la respuesta había terminado con la alusión papal. Pero no. Tomó un respiro y puso la puntada final, como un maestro de Historia de Colombia. Es que miren, nos dice observándonos a todos, afirmar que la sociedad colombiana es una sociedad fragmentada no tiene nada de original, y que hay varias Colombias no es un hallazgo novedoso. Lo que es muy impactante es ver esa indiferencia frente a la confrontación  de 50 años y a casi 7 millones de desplazados. Sentir que alguien le parezca que la paz es un embeleco eso es muy fuerte.

Usted se ha definido como un político no profesional, ¿qué significa eso?

Contestó sin titubear. Con naturalidad. Y lo más importante: diáfanamente.

Mi vida no depende de los votos ni de las urnas. Nunca ha sido así. Cuando soy capaz de hacer un reconocimiento de mis incapacidades me doy cuenta de eso: que nada en mi vida se va a confirmar o no por el hecho de que yo obtenga o no obtenga unos votos. Mi apuesta es de otra naturaleza.

Contrastaba la brevedad y contundencia de la respuesta con la extensión de la respuesta anterior. Ya para todos estaba claro que nos encontrábamos en presencia de un soñador inteligente, de un hombre tranquilo, valioso y valiente, que se notaba a leguas un trabajo personal con su propio ego y con las veleidades del poder. Le propuse la siguiente pregunta mientras tomaba su café.

¿Por qué cree que ha calado en la conciencia nacional de amplios sectores de nuestra sociedad, el fantasma del castrochavismo que ha vendido la oposición como consecuencia del proceso de paz?

Lo primero que hay que decir es que es bastante común en política la creación de un monstruo, de un verdadero gigante, para luego ofrecerse como garantía de salvación. Ahora ese monstruo se llama castrochavismo. Hasta ahí no tiene nada de original porque ese es el método que suele usarse y ha sido usado de manera virtual. Leía en alguna parte que la política nació cuando un hombre se levantó sobre los hombros de otro hombre con un hacha en su mano y dijo: “viene el enemigo y lo voy a defender…” Un poco esa es la narrativa que no sería original. La pregunta pertinente es ¿Por qué ha sido tan eficaz? A mí me parece que el mensaje que se transmite es contraevidente. Es decir, lo que resulta de este proceso de paz es alejar y evitar cualquier posibilidad de ese tipo de desbordamientos. Yo diría en primer lugar que hay varios elementos. Remitámonos a la constituyente del 91. Si uno examina los artículos transitorios 12 y 13 hubo dos elementos centrales  en la formulación dirigida especialmente a las Farc que contenían, primero, la creación de escaños en el congreso para quienes dejaran las armas sólo por decisión del presidente sin controles de la Corte Constitucional ni leyes que fuera necesario dictar; y en segundo lugar, una facultad enorme al presidente para que transformara la administración, especialmente la local, con el ánimo de buscar la reincorporación a la vida política y civil de quienes dejaran las armas. Eso no tiene nada de raro y ha sido rutinario en la historia de Colombia. Lo que quiero señalar es que en ese momento esas dos normas fueron aprobadas por unanimidad sin una sola excepción y de manera clamorosa.

¿Qué tiene pensado para llegarle a los escépticos del proceso de paz, sobre todo a los más vulnerables en términos de comprensión de los discursos, y a aquellos de la clase media acomodada que no salieron a votar en el plebiscito?

La mesa de negociación con las Farc no era una mesa de rendición, no era la última batalla que no se libró en el campo militar. Y si bien las Farc cometieron errores protuberantes fruto de una actitud arrogante y muy poco compasiva con las víctimas, la mesa era y fue siempre una mesa de diálogo, y así lo entendimos desde el principio. Creo que las Farc no se adaptaron a esa situación y eso ha generado un esquema que permite la apelación a las emociones más primitivas de la venganza, el odio y que están atadas a nuestro pasado.

Por eso yo insisto que la justicia transicional, no es un sapo que uno tiene que tragarse, es una forma de doblar la página y permitir que brille una nueva sociedad. Pero nos cuesta. Y esto no es para ya. Deberán pasar muchos años. Lo importante es que hemos comenzado. Que hemos terminado con un conflicto de más de 50 años.

¿Podría decirse que el esquema de la fundación de la República se ha hecho sobre la base de amigo–enemigo?

Sí, la polarización que vivimos no es solo de hoy, la actual. Creo que la democracia representativa está para repensarse, su paradigma se ha roto. El Presidente crea su propio partido una vez gana. Mire, no quiero ser arrogante pero voy a buscar una ruta de mejoramiento de la política. El nuevo Presidente, cualquiera que sea, va a encontrar de entrada debilitada la coalición de gobierno del congreso debido a la polarización. Esto no significa que haya que negar la discusión pública o que yo esté diciendo eso, pues ello es la base de la democracia. No hay que matar la polarización pero sí hay que definirle unas reglas, unos puntos de encuentro. Se queda en silencio un momento y termina diciendo.

Mire yo estudié siempre en colegios públicos y luego en universidad pública. Y allí tenía uno amigos de todos los estratos. La educación era el primer punto de encuentro porque era el escenario y eso generaba más tejido social. Eso es lo que hay que recuperar. El tejido social, para que la vida de dos niños colombianos no dependa de dónde se eduquen y sigan corriendo paralelas como hasta ahora sin que lleguen a tocarse nunca.

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