Un viaje por la memoria

Un viaje por la memoria

Era el inicio de una época dantesca para la ciudad de Cúcuta y su área metropolitana. El ambiente era desconocido para un par de niños de diez años

Por: Anderson Miguel Salinas Boada
agosto 16, 2018
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Un viaje por la memoria
Foto: Rubén Montañez Agudelo

No era preciso reconocer que la llegada de un nuevo actor armado dependía de un líquido que —en su momento— producía ganancias a cántaros.

Y mucho menos percatarse de que en las grandes haciendas de Córdoba y Antioquia se engendraba el monstruo que desangra el país, el mismo al que los mercenarios israelíes otorgaron cerebro. Un actor que asoma sus garras en un nuevo periodo presidencial al que la historia se le repite en círculos.

Todo para ellos, dos muchachitos del Colegio San José de Calasanz, al que la amistad de sus progenitoras los desplegó en un viaje que se interrumpió de manera inoportuna. El ciclo de la infancia cambió abruptamente el rumbo sin pronunciar una sola palabra. Hoy, años después, aparecen las llaves del cofre.

Algo que pudo ser

Para entonces Cúcuta, un hervidero, se convertía para el nuevo siglo en el patio trasero del accionar que cambió la vida de 130.891 personas en sesenta años de conflicto, según cifras del Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica. Todo orquestado desde los gabinetes militares y políticos.

Los vientos de agosto golpearon con fuerza las desgastadas fachadas de las casas en la Ciudadela de Juan Atalaya. Y en el grado 5-C, del colegio cerca de su casa por la Av. Kennedy, la vida de uno de los niños —al que llamaremos Julián— se encontraba por cambiar.

Una tarde calurosa en la tierra del eterno verano terminó su jornada escolar, y como era su costumbre al descolgar su maleta se dirigió a casa de su compañero —al que llamaremos Miguel— para aclarar algunas dudas con sus guías maternas y jugar una partida de cancha a cancha en el porche de casa esquinera con el balón de espuma.

—Dele, dele a una esquina para poder volar— replica Julián en tono fuerte y divertido.

—Se prepara y ¡goool!— grita Miguel.

Era un partido sin igual, el de nuestras vidas. El que terminó sin un partido de vuelta. Julián y Miguel se divertían todas las noches bajo una luna llena y la vigilancia de sus madres que siempre sin medir palabra terminaba con la despedida de ellas.

Julián, el menor de tres hermanos en un hogar convencional en donde su padre, un señor de pocas palabras, al que se veía en su habitación leer —sobre temas desconocidos para un niño— era el alfil más peligroso para quienes dirigen una ciudad convulsionada políticamente.

Y no era para menos le había declarado a la administración una lucha jurídica por intereses, una vez más económicos. Una amistad y una investigación interrumpida —hasta el día de hoy— por el maligno proceder del tirano que dirigió su veneno a la casa de duendes y la dejo de muerte lenta.

El momento que decidió su vida

El comienzo de una investigación sobre una supuesta suplantación de identidad del entonces alcalde en una feria de contratos que se adjudicaron irregularmente en la Cámara de Representantes marcó el destino del padre de Julián, un señor con bigote pronunciado que presintió lo peor si continuaba con el proceso, comentan sus allegados que les había hecho saber días antes.

Una feria que dejó 20.000 millones de desfalco al dinero público en contratos con destinos extraños, media docena de parlamentarios investigados y 23 contratistas involucrados que en su momento desnudó un nuevo capítulo corrupto para la ciudad. Aquellas que llevaron a que su hogar se hundiera en la tristeza.

Un álgido momento políticamente para su padre, era director de Red Ver (Red de veedurías nacionales) y además en su objetivo se encontraba desmantelar la trama de malas actuaciones de funcionarios públicos, entre ellos un aspirante a la alcaldía. No era para menos, el Consejo de Estado había escuchado con buen oído las denuncias.

Con un sol implacable, como testigo él y su esposa se dirigieron hacia el centro de la ciudad. En su mano tenía un maletín de cuero en color negro y en el bolsillo de la camisa un disquete con información trascendental que adelantaba para llevar al siguiente día en su viaje a la capital para formalizar la denuncia ante las autoridades competentes.

Una ida que se interrumpió con el detonar de dos contundentes impactos que acabaron con su vida. En un ajuste de favores que tendrían paramilitares como “El Iguano” o “Salvatore Mancuso” con los entonces involucrados en la investigación, versiones a las que la justicia les quedó corta y pudieron burlarla.

Todos ellos animales carroñeros que en defensa de sus millonarios intereses desviaron el destino de la familia de Julián.

—Mamá, ¿sabe que Julián no ha vuelto al colegio y hemos ido a la casa con otros compañeros y no hay nadie?— preguntó Miguel.

—¡Quien sabe mijo! De pronto salieron de viaje y vuelven en estos días— respondió la mamá de Miguel.

Era esa la pregunta de Miguel que por años lo desveló. ¿Qué pasó con Julián, su amigo de infancia y su familia, que no había regresado del viaje al que su mamá le había hecho creer?

Años sin una noticia, siempre con la incógnita de Julián que un tío político —ligado con la política tradicional de la ciudad— alimentaba siempre con tono desalentador y evasivas cuando se llegaba al tema. Era un crimen que para muchos había que hacerle el tape tape de las actuales administraciones para que no siguieran rodando cabezas.

Gracias a la evolución de la comunicación se encontraron por redes sociales, Facebook fue el espacio oportuno. Una conversación atrasada de muchos años en la que adelantaron cuaderno en preguntas sobre su familia y su andar, respuestas con trasfondo desconocido para Miguel.

Además, publicaciones en su red social dejaban ver que había sido un futuro positivo educativamente para él, se encontraba adelantando sus estudios universitarios en Geología y su familia estable proyectándose en una nueva ciudad, alejada de los suburbios que le quitaron a su padre.

Algunos años transcurrieron para Miguel y su formación universitaria lo llevó a resolver el misterio de su vida. María Teresa Ronderos y su investigación sobre el paramilitarismo Guerras Recicladas, en el capítulo de la incidencia del fenómeno en Norte de Santander, desentrañó el verdadero destino después de aquella fatídica tarde.

Al otro día de aquel suceso su familia se encontraba en el entierro de su padre Pedro Durán en su natal Bucaramanga, despidiendo al hombre que se enfrentó a la política aliada con la delincuencia que le costó lágrimas de sangre a los colombianos.

Y seguramente enfrentando un duelo con el Estado que catorce años después condecoró a su esposa e hijos en un acto público de reconocimiento de responsabilidad y a la memoria de sus familias. Insignias que fueron recibidas en Cúcuta de mano del entonces ministro del Interior Guillermo Rivera.

Quince años después y con su autor intelectual preso juzgando una condena por la muerte de Enrique Flórez —asesor de la entonces alcaldía— pero liderando los hilos de la ciudad desde la cárcel, espera acogerse a la JEP con el propósito de volver Cúcuta.

Una jugada maestra que aplaza de audiencia en audiencia para darle rienda suelta al proceso y que no pueda aclararse. Es por eso que el 12 de agosto su familia se vistió de luto a la espera de que algún día se diga quién decidió que la vida de su familiar no siguiera más en el plano político, aunque la verdad sea obvia.

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