Trabajar con miedo: la precarización que mata a las mujeres
Opinión

Trabajar con miedo: la precarización que mata a las mujeres

Las mujeres en Colombia enfrentan violencia incluso en sus empleos. Es hora de garantizarles un trabajo sin miedo

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mayo 01, 2025
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En Colombia, las mujeres trabajadoras enfrentan numerosos desafíos: ellas no solo compiten con las brechas salariales y la desigualdad estructurada, ahora, cuando la mujer trabajadora está inmersa en situaciones vulnerables como esa espiral absurda de violencia intrafamiliar, o, cuando se encuentran en la tenebrosa mira de un depredador sexual, el sitio de trabajo se convierte en el escenario perfecto para quedar expuestas y a merced de los agresores.

En 2024, Stefany Barranco, vendedora de un almacén Imusa en el centro comercial Santafé, en Bogotá, fue asesinada por su expareja durante su jornada laboral. Él muy cobarde intentó suicidarse luego del crimen, pero no lo logró.

En 2023, Erika Aponte, empleada de una pizzería en Unicentro, Bogotá, también fue asesinada en su lugar de trabajo por su expareja, quien se suicidó de inmediato. Ese mismo año, Maryori Muñoz, trabajadora de un centro comercial en Sabaneta, corrió la misma suerte: su asesino se quitó la vida tras el crimen.

Estefany Katherine Bocanegra, vendedora en Ibagué, fue atacada por su expareja mientras trabajaba. En su caso, el agresor sobrevivió y fue capturado. Pero aún más atrás, en el año 2017, Claudia Giovanna Rodríguez Altuzarra, empleada de una óptica en el centro comercial Santafé, fue asesinada por su pareja, quien luego se suicidó.

Estas historias no son excepciones aisladas. Son parte de un patrón repetido en Colombia: No es casualidad, que está semana, Yesica Paola Chávez Bocanegra, estilista de 26 años, fuera asesinada por su expareja, un policía activo, que perpetro su crimen en el lugar de trabajo de su víctima.

Yésica, como muchas mujeres, había denunciado violencia intrafamiliar. Sin embargo, su agresor la atacó en su lugar de trabajo, una silla de manicura en una peluquería en Ciudad Bolívar. La violencia de género suele ocurrir en situaciones privadas, pero en este caso, la sorpresa de encontrar al agresor en el sitio de trabajo deja a la víctima en total indefensión, las autoridades no la protegieron. Nadie pudo ayudarla y el atacante se suicidó después de matarla. Su hijo quedó huérfano.

El patrón es claro y alarmante. En la mayoría de estos casos, incluido el de Yésica Paola Chávez, los agresores se suicidaron o intentaron quitarse la vida después del crimen. No solo asesinaron a sus víctimas. También se evadieron de la justicia y dejaron a las familias, especialmente a los hijos, sin posibilidad de reparación.

Más de 1.700 niños y niñas han quedado huérfanos por feminicidio solo en los últimos cinco años en Colombia. Muchas de esas mujeres fueron asesinadas en su lugar de trabajo o como consecuencia directa de su actividad laboral.

Mientras se debate una reforma laboral que incluye propuestas para formalizar empleos informales, permisos remunerados por salud y licencia menstrual, contratos indefinidos y recargos completos por trabajo nocturno y festivos, ninguna reforma tendrá impacto si la justicia sigue fallando como lo ha hecho con tantas mujeres asesinadas o agredidas mientras ejercían su derecho al trabajo.

El caso de Jineth Bedoya es el símbolo más doloroso de esa falla estructural. La periodista, tras 25 años buscando justicia por su secuestro, tortura y violencia sexual mientras investigaba la corrupción carcelaria, ha anunciado que renuncia a su lucha judicial. No porque haya obtenido justicia, sino porque el Estado colombiano la abandonó. Aunque la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó a Colombia y ordenó sancionar a los responsables y adoptar medidas de protección, el sistema judicial colombiano sigue sin cumplir.

Jineth fue atacada por trabajar. La impunidad que la revictimiza es otra forma de precarización de las mujeres trabajadoras.

Si el Estado no puede garantizar su seguridad, al menos debería ofrecer justicia. Pero no lo hace. Cuando una mujer como Jineth Bedoya, con reconocimiento internacional y una sentencia a su favor, renuncia, el mensaje es devastador: si a ella le fallaron, ¿qué pueden esperar las mujeres anónimas que no tienen visibilidad ni respaldo?

No es suficiente recordar los derechos laborales tradicionales este primero de mayo. Debemos exigir el derecho a trabajar sin miedo, con justicia y con protección efectiva. Trabajar no puede seguir siendo una actividad de alto riesgo para las mujeres colombianas.

La violencia de género no solo silencia a las víctimas, sino que, como advirtió la Corte Interamericana en el caso de Jineth Bedoya, “es una amenaza a la libertad de expresión y al derecho de las mujeres a participar plenamente en la vida pública sin temor a represalias o violencia”. Y como establece la Convención de Belém do Pará, ratificada por Colombia, “la violencia contra la mujer constituye una violación de los derechos humanos y las libertades fundamentales, limita total o parcialmente a la mujer el reconocimiento, goce y ejercicio de tales derechos y libertades”.

Jineth, aunque hoy tu voz parezca cansada, sigue siendo faro. Has soportado lo que ninguna mujer debería enfrentar: la desidía de las autoridades judiciales y la violencia que intenta silenciar no solo a una persona, sino a todas las que ejercen su labor con valentía. No estás sola. Cada paso que diste abrió camino para quienes hoy aún no pueden hablar. Tu lucha sembró conciencia y dignidad, aunque la justicia te haya dado la espalda. No es tu carga cambiar el mundo, pero tu historia ya ha cambiado el destino de muchas.

El sitio de trabajo de cada mujer, en las peluquerías, en las aulas, en los hospitales, en los campos, en las redacciones y en las calles, no debería ser una posible escena de crimen un campo de riesgo. El derecho al trabajo es también el derecho a vivir sin miedo, sin amenazas y sin violencia.

Y es que Jineth tiene razón, no son las víctimas quienes deben resistir más. Es la sociedad la que debe transformarse. Cada agresión silenciada, cada denuncia ignorada y cada sentencia incumplida es nuestra condena a ser un estado de caos y violencia.

Hoy, más que celebrar el derecho al trabajo, debemos comprometernos a garantizar el derecho a trabajar sin miedo. Las mujeres trabajadoras merecen vivir y laborar libres del miedo y todos tenemos el deber de protegerlas, porque el estado, somos todos.

@hombrejurista

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