El timonazo que necesita Colombia

El timonazo que necesita Colombia

Con perspectivas económicas sombrías, la pésima calidad del gasto público y una distribución del ingreso desigual se necesita un estado menos corrupto y más eficiente

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julio 18, 2017
El timonazo que necesita Colombia

La perspectiva para la economía colombiana luce muy compleja: el gasto público, que aporta un tercio del PIB y hace veinte años era solo un quinto, depende del precio del petróleo; si cae habrá problemas en el corto plazo, porque el Gobierno apostó a que el aumento del Impuesto al Valor Agregado contenido en la reforma tributaria que el Congreso aprobó a las carreras en su última semana de funcionamiento en 2016 aumentaría su capacidad de endeudamiento. Se reducirían el consumo, que aporta más de la mitad del PIB, y la inversión privada para atenderlo, en cerca de cuatro puntos porcentuales, pero se sostendría el esquema de crecimiento con crédito al cual se apeló en 2015 y 2016 a raíz de la caída en el precio del crudo a la mitad a finales de 2014.

La reforma tributaria mejoraba, en efecto, la calidad crediticia de la Nación mediante el robustecimiento de un gravamen regresivo. El discurso oficial, cuyo vocero fue Mauricio Cárdenas Santamaría, Ministro de Hacienda, era seductor: los programas sociales del gobierno requieren recursos y deben atenderse con carácter prioritario. Olvidaba que la calidad del gasto público en Colombia es pésima: el coeficiente de Gini, herramienta utilizada para evaluar la distribución del ingreso en el tiempo y frente a otros países, no mejora como consecuencia de la gestión gubernamental; por el contrario, es prácticamente el mismo antes y después de impuestos, lo cual es grave anomalía en el ámbito mundial. El profesor Gustavo Duncan, de EAFIT, sostiene que esta situación, denunciada por los expertos pero sin eco en el ámbito oficial, es clara evidencia de la exagerada corrupción que nos invade; si el profesor tiene razón, el aumento en el gasto presente no va a generar beneficios en el futuro.

Así las cosas, la situación es paradójica: si el precio del petróleo cae por debajo de cuarenta dólares por barril, que corresponde a los niveles anteriores a los recientes acuerdos de reducción de producción en el seno de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, la economía se estancaría o podría incluso sufrir contracción en 2018. Este desenlace es posible porque las fracturas entre Irán y los países árabes, alimentadas por Donald Trump, hacen improbable el mantenimiento de los acuerdos actuales en el seno del cartel. Si la reducción de precio efectivamente tuviera lugar, sería natural esperar una reacción social contra el sistema político que impulsa la corrupción y malbarata los recursos del Estado. El rechazo manifiesto tendría frutos importantes en el largo plazo, porque resultaría en mejor seguridad, justicia, salud y educación como consecuencia de una mejor gestión pública.

Para entender esta situación es pertinente revisar lo ocurrido en las últimas décadas. Hace un cuarto de siglo Colombia cambió su Constitución, para lo cual se hizo una Asamblea representativa. La situación en 1991 era compleja: el país vivía episodios trágicos de violencia impulsada por el narcotráfico, la proporción de la población por debajo de la línea de pobreza era casi la mitad, y la economía enfrentaba la necesidad de cambiar de enfoque e integrarse al mundo. Las instituciones públicas centralistas y tecnocráticas instauradas bajo el liderazgo de Lleras Restrepo habían impulsado el crecimiento, pero había mucha desigualdad y crisis recurrentes de liquidez internacional. La Asamblea Constituyente construyó un conjunto admirable de propósitos para el Estado, pero los procesos públicos que resultaron  de la negociación entre los constituyentes, liderados por Horacio Serpa, Álvaro Gómez y  Antonio Navarro, y los servidores públicos cuya tarea se afectaría por el cambio de marco normativo, desembocaron en pérdida de independencia de la justicia, erosión de los partidos políticos y consolidación de la financiación individual de las campañas para los cuerpos colegiados, menos autonomía regional para la inversión pública, y reducción drástica del papel de los departamentos en la articulación administrativa del país. Colombia procedió a incorporar los designios de la nueva Carta en su vida cotidiana, en ambiente caldeado por las imputaciones, nunca refutadas, de financiación de la campaña del presidente Ernesto Samper (1994-1998) por el narcotráfico, y vivió una dura recesión entre mediados de 1998 y 2002, causada por el colapso de la finca raíz y una severa crisis del sistema financiero. Desde entonces la economía ha experimentado los beneficios del crecimiento sostenido, impulsado por el sector de hidrocarburos como consecuencia de la iniciativa de Luis Ernesto Mejía, Ministro de Minas y Energía de Álvaro Uribe, de separar en 2003 la administración de los derechos al subsuelo, que se adscribió a la nueva Agencia Nacional de Hidrocarburos, y la gestión de ECOPETROL, empresa industrial y comercial del Estado que hasta entonces había tenido acceso privilegiado a las reservas. La exploración y producción aumentaron en forma impresionante. El esquema de subastas con compromiso de inversión que estableció Armando Zamora en la ANH tuvo frutos positivos desde la perspectiva petrolera, pues la producción se dobló. El gasto público aumentó gracias a las regalías, con los beneficios adicionales derivados de precios muy altos entre 2010 y 2014, pero la moneda se fortaleció y la competitividad del aparato productivo se perjudicó en forma seria. El crecimiento económico permitió no asignar la importancia merecida al declive paulatino de lo público a medida que pasaron los años y se agotó el impulso ordenado de las instituciones establecidas por la Constitución de 1968.

La situación es preocupante: el aparato productivo nacional ya reemplazó importaciones de productos de consumo masivo en gran proporción pero, pese a ello, no crece como sería necesario, ni tiene orientación clara a los mercados internacionales, porque la productividad de nuestro sistema económico es una de las más bajas de Latinoamérica y el Caribe. Además la politización de Colciencias, entidad que se había manejado desde su creación en 1968 con cierto respeto por la tarea de construir conocimiento, hará más difícil la posibilidad de que surja en Colombia industria de clase mundial. El país está comprometido con acuerdos de libre comercio con países que tienen ventajas comparativas en productos de importante valor agregado, y su aparato productivo no tiene la solidez estratégica ni el tamaño necesarios para trascender la exportación de productos primarios. La exagerada protección de los gobiernos a los depositantes y ahorradores del sistema bancario ha desembocado en que el valor agregado del sector financiero equivalga a más de 20% del PIB, o el doble del valor equivalente para EEUU; la protección se refleja en márgenes enormes entre la remuneración que los bancos reconocen a los depositantes y la tasa que cobran a los deudores. Las perspectivas para la atención a la vejez son complejas, por el aumento en la expectativa de vida y la elevada proporción del empleo informal, que suma la mitad de la población activa y no segrega recursos para asegurar ingresos pensionales. Por supuesto la informalidad también pone a tambalear desde la perspectiva financiera el sistema de salud. La mala calidad del gasto público se refleja en la deficiencia del sistema educativo: Colombia quedó en el puesto 59 en las pruebas PISA de 2015. La precariedad de la infraestructura vial urbana e intermunicipal, pero sobre todo es evidente. Es traumática la lentitud e ineficacia de la justicia, y aterradora la elevada tasa de homicidios. Tampoco es sorpresa que en 2016 Colombia haya ocupado el puesto 90 en la calificación internacional de transparencia, a la par de países con gobiernos hegemónicos.

No es tarde para responder al reto de organizar las cosas de manera más apropiada. Incluso es más fácil poner orden en la casa sin botar a la basura todas las cosas buenas que las instituciones tienen en vez de mantener procesos públicos inapropiados, que no producen beneficio neto. El país tiene inmensas reservas de talento y disposición al trabajo que se deben aprovechar. El gobierno actual, con siete años de experiencia a cuestas e información relevante en la palma de su mano, podría compilar oportunidades identificadas para mejorar el diseño de lo público, y los candidatos a presidir la Nación podrían pronunciarse sobre las propuestas y presentar otras; las elecciones de 2018 no se deben centrar en discutir la pertinencia de los Acuerdos de La Habana, sino en caminos para construir un Estado eficiente y ético, capaz de liderar el proceso de integración con el mundo, impulsar el desarrollo social y facilitar el crecimiento económico sobre bases sostenibles. Las ilusiones de alcaldes iluminados se acaban al entender que las instituciones nacionales ponen hoy techo muy bajo a las iniciativas locales y regionales, y las limitan al corto plazo. Es mucho más costoso y complejo perseverar  en el intento de obtener resultados con lo existente que asumir la tarea de enderezar las cosas y así lograr los resultados necesarios.

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