"No ha sido fácil la vida que me ha tocado vivir desde que las Farc me liberaron"

"No ha sido fácil la vida que me ha tocado vivir desde que las Farc me liberaron"

El soldado Ciro Bonilla perdió la razón con la toma de Miraflores por las FARC y los años enjaulado en la selva, ha encontrado la manera de seguir viviendo dignamente.

Por:
mayo 09, 2016
Foto: Reuters

El Consejo de Estado condenó a la nación por la cruenta toma de la base militar de Miraflores, en el Guaviare, perpetrada por las Farc en 1998, en la que 140 soldados y policías fueron secuestrados y sometidos a un cruel cautiverio en jaulas en medio de la selva, bajo las órdenes del Mono Jojoy. De acuerdo al fallo del Consejo, los sobrevivientes tendrán que ser indemnizados como una forma de reparación frente a los tratos crueles e inhumanos a los que fueron sometidos, pero sólo 18 están cubiertos por la decisión judicial entre los cuales no se encuentra el soldado Ciro Bonilla. Este es su desgarrador testimonio de como sobrevivió a la toma y a 34 meses de secuestro.

No ha sido fácil. La vida que me ha tocado vivir desde que las Farc me liberaron, el 17 de junio de 2001 en La Macarena, no se parece en nada a esa con la que soñaba enjaulado como un animal en sus campamentos en la selva. Sumo el tiempo y me doy cuenta de que, de mis cuatro años de libertad, dos se me han ido en el pabellón de psiquiatría del Hospital Militar, en la Clínica La Paz, encerrado, con una camisa de fuerza, amarrado de pies y manos a una camilla de seguridad o tirado en el piso, babeando por esas drogas (Aloperidol y Clonacepan), que no le dejan a uno fuerzas ni para respirar. El primer ataque me dio al año de estar en Bogotá, algo me pasaba en la cabeza, que no era lo mismo tener pesadillas que coger a golpes y luego no acordarse de nada. Y eso fue precisamente lo que hice, y bien despierto: ataqué sin compasión al supervisor de la empresa en la que trabajaba, creía que era un guerrillero. El médico me explicó que haber estado en una toma guerrillera y en un secuestro me había ocasionado algo que él llamaba, y no se me olvida, un estrés postraumático severo. Entendí menos. Ahora, después de mucho tratamiento, pastillas, encierro, depresión y de otros ataques, sé que estoy enfermo de esquizofrenia paranoide severa. ‘Sicótico’, dice mi historia clínica. Soy un paciente psiquiátrico severo y por eso no puedo trabajar como un tipo normal de veintiocho años, ni seguir de soldado como quería.

Yo quería seguir combatiendo, pero el médico que me examinó después de la entrega me miró por todos lados, me puso a caminar, me bombardeó de preguntas, me puso a recordar, a contar, y yo a veces me callaba y otras veces lloraba. Fueron cuatro meses en los que en cada cita el médico me preguntaba qué sentía: que si ansioso, que si nervioso, que en qué soñaba. Pesadillas repetidas de la toma, de la selva, enjaulado, cuando yo lo que quería era seguir combatiendo. Entonces dijo que no, que nada de volver al Ejército, que nada de prestar vigilancia ni portar armas. Que me olvidara de periódicos, de noticieros y del Ejército, que tratara de estar tranquilo en mi casa. Como si eso se pudiera. Y aquí estoy, llevado. Me resigné. Al principio creí que no era grave, que con el tiempo iba a curarme. Pero qué va, el tiempo pasa y yo sigo golpeando gente. En la calle, si alguien se me acerca mucho, le mando el puño, convencido de que es un guerrillero. Por eso camino a metros de los demás, para no sentirme atacado. Para defenderme.

            – ¿De quién? –Silencio.

            –De ellos, supongo

            – ¿Y quiénes son ellos? –Silencio.

            – No sé, pero me quieren hacer daño.

La gente me mira. Me agito, me pesa la respiración, me sudan las manos y el corazón me late muy rápido. Reacciono.

Una mecha de tejo suena a lo lejos. En mi barrio, en Bosa, hay muchas canchas de ese juego y cada vez que oigo la mecha creo que es un cilindro bomba. O una mina y me tiro al suelo. La gente me mira aterrada. Me levanto. Me limpio el pantalón y sigo mi camino sin decir nada. Llego a mi casa a tomar las pastillas, a mirarme en el espejo. No quiero parecerme al Ciro que secuestró la guerrilla, el Ciro soldado. Ahora soy Ciro con el pelo y la barba larga, dicen que me parezco a Jesucristo. Antes era Ciro calvo, y en seis meses seré otro Ciro, así me la paso, cambiándome la pinta porque no quiero que lleguen por mí y me lleven a la selva otra vez.

“La vida en el Ejército se la hace uno mismo”, me dijo mi hermano menor, cuando llegó de prestar su servicio militar, también en San José del Guaviare. Me entusiasmé y el 17 de noviembre de 1997, me presenté para que me dieran mi libreta militar. No le conté a nadie. Dos días después estaba montado en un DC-3 de carga camino a San José del Guaviare para integrarme al grupo de contraguerrilla N°2 del Batallón de Infantería Joaquín París. Fueron tres meses de entrenamiento, de trotar, de formar, marchar, disparar. Disparar. Armaba y desarmaba fusiles y morteros (los aparatos con los que se lanzan las granadas), y clasificaba municiones según el calibre y el arma a la que pertenecían. Que si lo emboscan por aquí, busque salir por allá, que los doce hombres que integran una escuadra deben estar siempre al lado de su comandante, todo eso lo aprendí.

Los comandantes del Ejército nos advirtieron: “Ustedes están aquí para defender esta base”. Y eso hacíamos. Desde mi primer día en el batallón de San José del Guaviare hice buena amistad con Diego Díaz, un muchacho que resultó ser vecino mío del barrio, y que tenía historias familiares parecidas a las mías. Quería ser músico. Tocaba la guitarra. John, su único hermano que también prestaba el servicio militar con nosotros, tocaba la batería, y ambos tenían un grupo de rock con el que soñaban irse de viaje algún día. Estuvimos unidos desde entonces. Era gracioso, tenía un chiste para cada momento, por mal que fueran las cosas. Compartíamos lo que nos llegaba. Le confesé lo duro que había sido separarme de mi esposa y empezar una nueva vida. Él tenía una novia, que no pude conocer, con la que quería casarse algún día. Íbamos a organizar una fiesta cuando saliéramos del servicio militar en la que John se luciría con la guitarra mientras los demás nos emborrachábamos. Pero ese día no llegó.

Entrada la tarde del 3 de agosto, recibimos por radio la orden de avanzar en la selva. Caminábamos formados en hileras, en silencio, con el ruido de la selva al fondo, el canto de las aves nocturnas y el aleteo de los insectos, separados por un metro de distancia para protegernos de una emboscada. La ruta la señalaban los punteros de la compañía: mi teniente Bermeo y mi cabo Édgar Cuestas. Yo iba atrás con los artilleros de la retaguardia y con mi mortero listo. Cada paso que avanzábamos nos metía, sin que lo supiéramos, en la boca del lobo, en un terreno completamente desconocido. El reloj marcaba las siete de la noche y llevábamos cuarenta minutos de recorrido cuando paramos por tercera vez. La incertidumbre nunca me ha gustado. Me adelanté para averiguar qué ocurría. Vi a mi teniente Bermeo preguntarle por el santo y seña a unas sombras que se movían entre los arboles. El teniente Balbuceó la clave: “Rojo”. Si las sombras que se movían entre los arboles eran soldados del Ejército,  su comandante debía responder “Negro”. Pero no hubo respuesta. “Somos del Ejército Nacional”, insistió mi teniente. “Somos la guerrilla. Les vamos a dar plomo, hijueputas”.

Y llovieron las balas. Estábamos desorganizados, no conocíamos la zona para ubicarnos para el combate ¡Qué confusión! Los comandantes gritaban, daban órdenes y unos que para allá, otros que para acá, entre los disparos que no se detenían. Recordé mi entrenamiento: me tiré al piso, regresé a mi puesto de combate, adonde llegó mi escuadra de artilleros. Los morteros nos quedamos con los fusileros apoyando desde atrás. Estábamos acorralados como ratones, pero yo me defendía sin soltar el gatillo, era mi única carta de salvación.

Era una noche sin luna, como muchas que desde entonces he pasado en vela huyendo de las pesadillas. Me veo entre las ráfagas de las ametralladoras y los destellos de los fusiles enemigos. Como en esa noche, el campo de mi sueño huele a pólvora y está cubierto por una neblina blanca. “Disparar. Disparar. Disparar”, repito entre sueños, porque después del primer disparo, el miedo y el combate se convierten en un juego de supervivencia. Vienen las voces, los quejidos, los cuerpos que no me dejan arrastrar. Los muertos. La sangre. El ruido. Y sudo. “¿Y Diego?, ¿dónde está Diego?”, pregunto “¿Está herido? Que alguien le ayude”. Y doy vueltas en esa hamaca que guindé en mi cuarto, aquí en mi casa del barrio Bosa, porque ya nunca más pude dormir en una cama. Me despierto empapado en sudor. Miro la mesa de noche. Sí, me tomé las pastillas, pero esta noche la Belafrasina no pudo con mis pesadillas. Miro la pared azul. Estoy en mi cuarto a salvo de las balas. Pero mi cabeza está clavada allá en la selva, en el combate, entre la muerte.

No sé cuántas veces cargué y disparé las granadas de mi mortero en esa noche, pero gasté la munición sin avanzar ni un metro. Creí romper el cerco disparando en una sola dirección, hasta que una onda sacudió el suelo y sobre mi cabeza volaron varios de mis compañeros, unos vivos y otros despedazados. Vidrio, balineras, platinas, alambre y trozos de metal quedaron incrustados en árboles, troncos secos y matorrales, y en piernas, brazos, pechos, espaldas y rostros de no sé cuántos de mis compañeros. Diego, ¿dónde estaría?, era un buen soldado. El primer cilindro de las Farc se llevó a varios de nosotros y dejó un cráter que utilicé como trinchera; desde allí pude ver a mi teniente Bermeo agarrado del radio, pidiendo refuerzos a Miraflores. Desde la base, el capitán Rubio, comandante del batallón, le insistía en que resistiera. Estábamos perdidos. Vi al teniente desconsolado apagar el radio y quedarse pasmado en medio de la balacera. Quise gritarle “mi teniente, no se rinda, todavía podemos, aguante”. Pero no pude y el teniente no pudo seguir peleando, se quedó paralizado como fuera de sí. Cada vez que arreciábamos el fuego con cohetes y granadas, ellos nos respondían más duro.

Cuatro horas después de la primera bala recibimos la orden de retirada. Las contraguerrillas se dividieron de nuevo. Veintidós compañeros y yo nos quedamos atrapados, en la mitad del fuego, el resto se dispersó para buscar una salida. Minutos después estalló otro cilindro y acabó con casi todos. Escuché al cabo Cuestas que decía: “O no les vamos por encima o aquí nos matan”. Obedecí. El cabo se terció la ametralladora M-60 y empezó a disparar. Yo cargué el mortero y me arrastré hasta un matorral, lanzaba granadas sin parar. Pude avanzar. Volví a mirar a mis compañeros y ya no quedaba nadie distinto al cabo Cuestas, herido en un brazo, que gritaba que lucháramos, que no nos dejáramos vencer. Por un momento creí que lograría alcanzar la salida. Estaba a menos de 50 metros de los guerrilleros y sabía que el próximo disparo del mortero darían en el blanco. Me acomodé; metí la mano al morral en busca de una granada que no apareció. Estaba sin munición. Inmóvil, contuve la respiración para no delatarme. El roce de las botas con el pasto y las pisadas se oían cada vez más cerca, el corazón se me salía. “Quietos, muchachos, les vamos a respetar la vida. No se muevan”, gritó un guerrillero que nos había ubicado con los visores nocturnos para detectar emisiones de calor.

Estábamos vencidos. Pasada la media noche, el frente 53 del Bloque Oriental de las Farc se tomaba la base antinarcóticos. Nos quitaron los fusiles y los morrales, y recogimos nuestros heridos en camillas improvisadas con palos y chaquetas de camuflados. Un soldado del segundo pelotón llegó a buscarme. Diego, mi amigo, necesitaba ayuda. Estaba recostado en un árbol, pálido, las piernas estiradas, los brazos desgonzados y la cabeza desmayada de medio lado. Le pregunté dónde le dolía. Murmuró algo que no entendí. “Resista, hermano, resista que no lo voy a dejar aquí”. Tenía el tórax destrozado. No perdía la esperanza de que pudiera salvarse.

No lo volví a ver, pero sí a escuchar: “Ayúdeme, no me deje morir”. Lo oigo todavía en las noches y en los días malos, cuando me levanto sin ganas de nada, instalo el equipo de campamento en la terraza de mi casa y me encierro. “Mijo, la comida”, dice mi mamá. Yo no contesto. Nadie se vuelve a acercar. Es mejor así, porque a veces no distingo si ellos son buenos o malos, si son mi familia o no. Me molesta la luz del sol, la claridad. Pienso: tengo veintiocho años y el médico dice que no puedo trabajar, no tengo hoja de vida porque mis últimos años no existen. “¿Entonces Ciro, qué va a hacer?”, pienso. Pues nada, esperar la pensión del Ejército los 30 millones de indemnización que me van a dar a cambio de la vida, y poner un negocio donde por lo menos no pueda darle golpes a nadie. Me persiguen voces cuando estoy solo metido en la carpa: “Cuídese Ciro, cuídese que lo van a matar”. ¿Quién me habla? Meto la cabeza en la bolsa de dormir. Oscuridad. Calor. Sed. “Mijo, no comió”, dice mi mamá. “Deje ahí”, le contesto. Ella se pone triste, pero sabe que ya Ciro no es el mismo. “Ciro, mijo, vámonos para el hospital, mire que está enfermo”. Ha pasado todo un día. A veces varios. Ella tiene razón, y de vez en cuando le hago caso. Muchos días de esos termino en el hospital: la droga, el baldosín frío, las manos que no se mueven, el aturdimiento.

Supe que fueron 98 los muertos. Cuando el Ejército logró entrar a Miraflores, después de cuatro días de bombardeos con una flotilla de doce helicópteros artillados Black Hawk, de dos aviones Fantasma y el apoyo en tierra de más de mil soldados solo quedaban escombros. “Allá no queda nadie”, les dijo el general Gallego a los medios de comunicación, pero habíamos sobrevivido 48, que ahora navegábamos por el río Miraflores, tapados con unas carpas de hule negro amarradas a los bordes de la lancha. No sé por qué no me escapé lanzándome al río; se me olvidó. Llegaron las órdenes del Mono Jojoy: “A partir de ahora ustedes son prisioneros de las Farc. No quiero desorden. Respeten las normas, pórtense bien y se les respeta la vida. Pero si alguno intenta volarse, sólo hay una orden: dispare”.

Quedé pasmado. Nos habíamos salvado para convertirnos en un trofeo de la guerrilla. Mejor me hubiera hecho matar. Cada día llegaban nuevos soldados sobrevivientes del ataque a la base, porque a los oficiales y suboficiales se los llevaban para otro lado. En quince días 101 soldados y policías de la Base de Miraflores  estrenábamos el primer campamento de secuestrados. Las hileras de hamacas guindadas sobre horquetas bajo un techo de plástico que nos protegía de la lluvia, estaban rodeadas por un pasillo estrecho sobre el piso de tierra, que en invierno se convertía en un inmenso barrizal. Alrededor había una cerca de bejucos custodiada día y noche por cientos de guerrilleras y guerrilleros con los dedos puestos sobre el gatillo. El cautiverio apenas comenzaba.

Por varios meses las Farc habían preparado la ofensiva. Sabían del desconocimiento del terreno de la recién desembarcada fuerza pública. Los comandos jungla de la Policía antinarcóticos ocuparon los escombros y un mes después, el 10 de septiembre, el jefe del Comando Sur de Estados Unidos, el general Charles Wilhelm, anunció en Bogotá que su país ayudaría a reconstruir la base. Yo de eso no supe, ni estoy enterado de si esa base funciona hoy día o no. Lo cierto es que esa madrugada, después de que dejé a Diego, convencido de que los médicos de las Farc lo atenderían a tiempo, empezó la segunda parte de mi pesadilla.

“¿Cómo se llama?, ¿dónde vive?, ¿es casado?, ¿tiene esposa?, ¿me deja ver una foto?”. Eran las preguntas recurrentes entre nosotros mismos, como conociéndonos de a poquitos. “Mire, esta es mi mamá. Estos mis hermanos el día de mi grado. Y esta era la novia que tenía antes de irme para el Ejército. Ojalá me espere”. “¿Y le ha sido fiel todos esos años?, ¿su casa dónde queda?, ¿y es de un piso? Yo también quiero tener hijos, una familia. Salir de aquí algún día. ¿Sus papás viven?”. Detalles, anécdotas para ayudar a pasar el tiempo. Cartas, dominó, apostar cualquier cosa, un cigarrillo, un fósforo. Tejer, crochet, nylon, siempre evitar pensar. Remendar los equipos de campaña, lavar las botas en el río, coger dobladillos a las sábanas a cambio de un paquete de cigarrillos President. La monotonía y el tedio solo se interrumpían cada vez que nos trasladaban de campamento y comenzaba la construcción de uno nuevo. Equipos de macheteros y abre huecos, nos dividíamos el trabajo, y en ocho días quedaba lista la nueva cárcel rodeada por la maldita cerca de púas. El encierro. Afuera: la humillación. Filas de guerrilleros y guerrilleras vigilando la ida al baño. Yo acuclillado en una zanja, tratando de desocupar mis intestinos atrofiados de comer la misma pasta, las mismas lentejas, los mismos garbanzos, el mismo café, los mismos inmundos envueltos de maíz servidos a la misma hora: a las seis el desayuno, a las doce el almuerzo, a las cinco y media la comida, y a las seis de la tarde cerrado el campamento hasta el otro día. Llegaba la noche. Los ruidos de la selva. Dormir. Ojalá quedarse dormido para siempre.

Pasaron ocho meses antes de que nuestras familias y el país supieran de nuestro cautiverio. Empezaba la correspondencia, las pruebas de supervivencia, un motivo más para soportar la incertidumbre de los sobre vuelos del avión Fantasma. Escenas desconocidas para mí: soldados que se besan con otros soldados y se acarician, y soldados que hablan como mujeres y se peinan como mujeres y quieren ser mujeres, y yo que los escucho metido entre mi hamaca, tratando de concentrarme en la lluvia que cae y el sol que no llega, porque todos son árboles gigantes y manigua por todas partes que tapa el cielo, que no deja ver para arriba.

Aparece ‘Grannobles’, el hermano del Mono Jojoy, con las primeras cartas. Busco papel y le escribo a mi familia. Hojas y lápices. Dibujo y escribo desde las cinco de la mañana hasta las seis de la tarde y luego, bajo la luz de las velas en mi cambuche, sigo escribiendo. Que la guerrilla nos trata bien, que las mujeres son más estrictas que los hombres. Pregunto mucho, las respuestas tardan semanas. “Querido y adorado hijo”, escribe mi mamá Marina. Leo y releo. “Estamos haciendo todo lo posible para que salga de allá. Marlenny nos está ayudando…”. Otra vez “Querido y adorado hijo…” Y así con todas las cartas que recibo. Supe quién era la Marlenny de la que hablaban, Marlenny Orjuela, porque la vi por televisión, Presidente de Asfamipaz (Asociación de familiares de militares secuestrados por las Farc). Conocí a su sobrino, Ramiro Cuadros Orjuela, que estaba con nosotros.  Los días pasaban y ahora los mensajes los oíamos a través de Radio Recuerdos y Voces del Secuestro de Caracol; nos apiñábamos a escuchar.

Una mañana de septiembre de 2001 volvió Grannobles con malas noticias: que los diálogos no avanzaban. Me quedé callado, esperando, hasta que la vi.

Marlenny, la señora de la televisión, la de las cartas, parada detrás del alambre de púas, con dulces entre las manos y pastillas de vitamina C. Quise llorar.

“Quihubo, Chévere”, me dijo. Me quedé sin habla. ‘Chévere’ era mi apodo desde el Ejército. La bombardee de preguntas. Cada uno hizo lo propio. Esa noche transcurrió entre risas, sollozos y recuerdos. Grabamos con ella las pruebas de supervivencia. Con los ojos aguados, por primera vez, hablé del secuestro. Había vivido en siete campamentos de bejucos, de tabla, y ahora de alambre de púas. Me había salvado de la lesmaniasis, y me había curado de los hogos en la cabeza y en los píes; había superado el paludismo y era testigo de la locura de dos de mis compañeros que se enmudecieron de la noche a la mañana.

Nadie supo cuándo sería el día de la liberación. Un año y siete meses tardó el acuerdo entre el gobierno y Farc, hasta que llegó el 17 de junio de 2001. De nuevo Grannobles: “Esta vaina se arregló, se van”. Tiramos cobijas, ollas, gritamos, nos abrazamos, lloramos y empezamos a empacar. Comimos gallina al desayuno, al almuerzo y a la comida. Tres días seguidos. No sé si fue su forma de celebrar o de prepararnos para la travesía que faltaba. La víspera nos separaron de los oficiales y suboficiales, y no volví a saber nada de ellos. Veinte días después de recorrer la selva a pie y por río a las dos de la madrugada, y luego de doce horas en camión, la carretera cambió. Una hilera de luces apareció en el horizonte, titilaban sobre la cordillera, unas más fuertes que otras: estábamos en la Macarena. Como al principio nos recibió el Mono Jojoy. Ocho días después estábamos en manos del Comisionado de Paz, Camilo Gómez, y media hora después en la Base de Tolemaida, adonde llegamos por aire. Nos trasladaron en camiones a la tienda del soldado y empezaron los reencuentros. La fiesta fue grande. Sentí miedo de estar libre.

Empezaba otra vez mi vida. Pero al mismo tiempo inauguré la vida de las citas médicas y los exámenes, hasta que llegó el diagnóstico y después el primer ataque. Intenté ahorcar a un guardia en la Clínica La Paz. Golpeé a un hombre en la calle porque se me acercó mucho. Hablar de eso me altera, me pone nervioso. La toma, las balas, los gritos, los quejidos, la sangre, los muertos y después la tumba, de mi amigo Diego Díaz, moribundo recostado contra ese árbol y uno sin poder hacer nada. A su familia le entregaron el cuerpo. Lloré, acurrucado al lado de la lápida. Nunca estoy tranquilo. Salgo poco, hablo menos. Siempre alerta. Alguien me persigue. Alguien quiere hacerme daño “Mijo, tómese las pastas para que pueda dormir”. Me las tomo para poder vivir: Belafrasina, para la ansiedad, Clonazepan, para los nervios, Olanzapina, para las alucinaciones. Y así todos los días. Mañana, tarde y noche, para que Diego no vuelva y tampoco las otras voces. Para poder algún día olvidarme de Miraflores.

* Texto de Glenda Martínez Osorio con el testimonio de Ciro Alberto Bonilla Gómez. Tomado del libro Hablan los generales - Las grandes batallas del conflicto colombiano contadas por sus protagonistas. Editora María Elvira Bonilla, Editorial Norma 2006

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