La Corte Constitucional entra a la arena política

La Corte Constitucional entra a la arena política

El abogado Juan Carlos Moncada critica la decisión del magistrado Jorge Iván Palacio de darle juego prematuro a las Farc en el terreno constitucional

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mayo 06, 2016
La Corte Constitucional entra a la arena política

El Magistrado de la Corte Constitucional Jorge Iván Palacio nos acaba de sorprender con una providencia según la cual ese tribunal es competente para conocer de la constitucionalidad de los papeles de La Habana. En 110 años de historia de revisión judicial de leyes, siempre se dijo que el control constitucional comprendía leyes y normas con fuerza material de ley, y eventualmente proyectos de ley estatutaria o aquellos objetados por el gobierno, pero nunca documentos de trabajo, pergaminos o instrumentos similares, por importantes que estos parecieran.

En la decisión del Dr. Palacio (ver facsímil) se resuelve admitir la demanda presentada por Eduardo Montealegre, entonces Fiscal General de la Nación, quien pidió declarar la constitucionalidad “condicionada” de los papeles de La Habana, y advirtió que no se nos hiciera rara la tal solicitud por cuanto una resolución del Gobierno, precisamente la Resolución 339 de 2012 (que autorizó la instalación de la mesa de diálogo y designó delegados del Gobierno) le había dado respaldo normativo al llamado “acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”

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Nadie se imaginó que la amenaza más formidable de la Corte Constitucional pudiera ser ella misma: pretender juzgar los papeles de La Habana, o asumir competencia sobre una resolución que contiene un acto político o de gobierno expedido por el Presidente constituye una audacia que va a terminar mal en los avatares políticos actuales y que va a marcar negativamente el espacio de respeto y confianza técnica que le queda.

La medida de Palacio -no se sabe con qué respaldo al interior de la Corte- permite vislumbrar un ansia de protagonismo que desplaza todo asomo de ambiente jurisdiccional, pues nuestro juez constitucional resolvió terciar antes de tiempo en uno de los debate políticos más decisivos de las últimas décadas en Colombia, mucho antes de que el Gobierno hiciera lo suyo y mucho antes de que el Congreso hiciera lo propio.

Lo obvio es que la Corte hubiera aguantado sus ansias de intervenir en el momento oportuno y dentro del marco de la revisión que le correspondería efectuar frente a la legislación futura que busca formalizar los acuerdos contenidos en los papeles de La Habana. Pero algo muy distinto ha ocurrido: con discutible habilidad gimnástica, y muy lejos ya de los territorios judiciales, un magistrado ha propuesto hacer garrocha al Gobierno y al Congreso, antes de que ellos ejerzan sus competencias de cara a las negociaciones en Cuba.

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Si hubiere avidez de protagonismo, y si la decisión de Palacio estuviere, además, justificada instintivamente en el propósito de amortiguar la pérdida de prestigio en los debates recientes sobre la transparencia en el seno de la Corte, entonces nuestro máximo juez habría perdido completamente el norte y habría reventado los diques de su tarea misional, pues la decisión de admitir esa demanda supone una nueva manera de ser de la Corte Constitucional, un rol en el que repele la idea de que sus competencias son “estrictas y precisas” como enfáticamente le dice el artículo 241 de la Carta; una nueva lógica en la que se eleva a juez de su propia competencia, y en la que desdeña el principio de reparto de poderes en el marco de las funciones estatales; una nueva imagen propia que la lleva a despreciar la ubicación constitucional de los demás órganos del Estado, como por ejemplo la del Consejo de Estado, que tiene una competencia nítida para conocer de todo asunto de constitucionalidad que no esté asignado expresamente a la Corte, como en el caso de cualquier resolución administrativa o de contenido político de nivel gubernamental superior.

Los tribunales constitucionales siempre fueron objeto de reservas y sospechas por los poderes constituyentes. Y sin que sea el espacio para profundizar en ello, hay que recordar que la doctrina más calificada admitió instalar la figura de un tribunal constitucional, a condición del establecimiento de límites casi matemáticos, exactos y escrupulosos de la competencia de una institución de tales características. Kelsen, por ejemplo, dijo en su famoso ensayo de 1928 sobre la justicia constitucional, que el enorme dominio de una corte constitucional solo era soportable en la medida en que ese poder se ejerciera jurídicamente (no políticamente).

Esas sospechas no son infundadas: el problema con una corte constitucional es que, al no tener revisión de una instancia superior, y al no ser responsable ante nadie como institución, tiene la llave de todo el sistema, la clave del reparto de todos los poderes. Sería el equivalente a tener el switch de la energía nuclear en el mundo del derecho, el mayor poder disuasorio y la mayor capacidad de alteración de la configuración de las instituciones de su entorno constitucional.

Por eso los críticos han sido tradicionalmente enfáticos también en anticipar que no bastarán barreras normativas a los tribunales constitucionales, sino que la fuerza, la legitimidad de una corte constitucional, así como su tolerancia o aceptación, radica en la escogencia de magistrados confiables para depositarles tal poder, personas capaces de hacer esfuerzos de autocontrol, capaces de promover el autorrespeto a sus límites, todo ello por la elemental razón de que la institución a la que pertenecen no tiene límites. Ninguna otra autoridad judicial tiene esa poderosa facultad, ni se expone tan claramente al riesgo del abuso, ni tiene esa capacidad de desarticulación de todo el entramado institucional con alguna de sus decisiones.

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Por otra parte, cuando el magistrado Palacio se arroga el poder de someter a juicio de la Corte los papeles de La Habana olvida que la corporación a que pertenece carece de representatividad política, como no sea la representatividad indirecta que le otorga la circunstancia de que sus integrantes son elegidos por el Senado de la República, esa sí, el Senado, una institución representativa. Esa condición debería obligar a la Corte a hacer una consideración especial: La de ejercer su oficio con buen cuidado de reconocer que los demás poderes públicos tienen un espacio protegido en la Constitución para llevar a cabo su iniciativa.

A lo largo del último siglo, muchos han asegurado que la justicia constitucional inexorablemente lleva a una acumulación gradual de poderes que termina por subordinar a todos los actores del juego democrático. Es la razón por la cual países de primer orden (Inglaterra y Estados Unidos) no contemplan ni remotamente la idea de emplazar en su sistema político un tribunal con la tarea de revisar las leyes, a pesar de que entienden y defienden la noción del rango normativo superior de las normas constitucionales.

Esa suspicacia pareciera encontrar asidero en Colombia si se observa el progresivo arrebato de competencias por parte de la Corte Constitucional a otros órganos, como en el caso de la exótica doctrina de la “sustitución de la constitución” (prohibida en el art. 241.1 pues está prohibido conocer reformas constitucionales por razones de fondo), de cuyo efecto desestabilizador no se ha hablado lo suficiente.

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Y parecen confirmarse las suspicacias también si se observa que nuestra Corte Constitucional, por su especial condición normativa local, no responde jurídica ni políticamente ante nadie; y si, añadido a lo anterior, se constata que sus magistrados toman decisiones manifiestamente extrañas a la rutina jurisdiccional que les es exigible, y saltan a la palestra pública como actores del debate gubernamental y partidista de los papeles de La Habana, dejando sin oficio al Congreso, al Gobierno, al Consejo de Estado y a todo mundo.

Siempre se ha discutido que una Corte Constitucional se encuentra necesariamente ubicada entre la política y el derecho; pero confirmar en el auto admisorio de una demanda, en este caso el Auto en el que confluyen los Dres. Palacio y Montealegre; confirmar, digo, que la Corte Constitucional está en la arena política, sin escrúpulos, resulta pavoroso.

No me voy a referir aquí al hecho de que una organización armada vuelva a entrar, esta vez invitada, a los auditorios del Palacio de Justicia. Las razones de desagrado con semejante idea las dio ayer, suficientes, el Dr. Humberto de la Calle, pero quiero aterrizar con los lectores preguntas inevitables que quedan en el ambiente:

- ¿De acuerdo con la Corte, no tienen el Gobierno y el Congreso la prerrogativa de hacerse a su propia idea constitucional sobre los papeles de La Habana?

- ¿Dónde quedó el sentido de autorrestricción de la Corte en el ejercicio de sus enormes poderes?

- ¿Admitimos que la Corte es juez de su propia competencia?

- ¿Dónde pretende la Corte que quede localizado el centro de poder en Colombia?

Nadie pretende aquí la ingenuidad de un control constitucional “neutro”. Pero la carga política del auto del 21 de abril es inocultable. Admitir una demanda contra una resolución gubernamental, y exponer con ello a la Corte a un certamen mediático y electoral, equivale a someter la Constitución a su peor tortura desde 1991.

Falta por ver si la agenda interpretativa del Dr. Palacio tendrá la complacencia de sus ocho colegas en la Corte Constitucional. Esperemos que no; porque en tal caso, vistámonos de gala para asistir al momento culminante –ciertamente deseado por algunos- de la absorción total de la política por la justicia.

 

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