Scorsese y el fin del mundo

Scorsese y el fin del mundo

El escritor Sandro Romero Rey se une al coro de alabanzas que ha recibido The Irishman, la producción con el que Netflix espera barrer en los Oscar

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noviembre 24, 2019
Scorsese y el fin del  mundo
El Irlandés

Al mediodía del 27 de septiembre de 2019 murió en Bogotá el realizador de cine Luis Ospina. Unas horas más tarde se estrenaba, en el Festival de Cine de New York, The Irishman, la nueva película de Martin Scorsese, quien con su título de ficción número veinticinco se consolida como uno de los realizadores estadounidenses más importantes de nuestro tiempo, último representante del llamado “cine de autor” en la otrora patria de los grandes autores del cine. El 21 de noviembre del mismo año, tras vivir las jornadas del paro nacional en Colombia, me refugié en el Cine Tonalá, en consciente decisión de fuga, para ser testigo de una de las primeras proyecciones en gran pantalla que se hiciesen en mi país destrozado. No pude tomar una ruta más ambigua. En la sala no había más de cinco espectadores, quienes vivimos en silencio los 209 minutos de El irlandés como si estuviéramos en el templo de los santos de los últimos días.

Para completar las coincidencias, la proyección se hacía en la recién bautizada “Sala Luis Ospina” y mi corazón en crepúsculo se dejó invadir por la nostalgia. A la salida, cuando la ciudad parecía la primera representación del Juicio Final, caminé muchas horas bajo la lluvia, gritando sin gritar y dejando  que la vida impusiese las reglas de mi inevitable desmoronamiento. Entonces me dejé llevar por los recuerdos, cuando vi por primera vez una película de Scorsese, titulada en español Calles peligrosas y que me atrajo porque alguien me contó que allí había dos canciones de los Rolling Stones y una de Ray Barreto. La película me fascinó y pronto me dejé atrapar por Taxi Driver, que había convertido a su director, ya no en un realizador de culto, sino en la nueva cultura del cine norteamericano de finales de los setenta. El encanto se consolidó con The Last Waltz, el documental de despedida de The Band, uno de los más grandes tesoros audiovisuales del rock, el cual repetimos como cinco veces con mi novia de aquel tiempo, quien llevaba una grabadorcita de casetes para registrar las canciones de los monstruos que por allí desfilaban (Muddy Waters, Eric Clapton, Neil Young, Van Morrison, Joni Mitchell, Bob Dylan…) Ese mismo año, conocí a Luis Ospina. Nunca volveríamos a separarnos. Y nunca dejaríamos de hablar de Scorsese, para bien y para también.

Scorsese se volvió, por consiguiente, en un nombre necesario. No recuerdo cómo vi sus primeras películas (Who’s That Knocking At My Door, Boxing Bertha, Alice Doesn’t Live Here Anymore) pero supongo que fue gracias a los primeros sortilegios del Betamax. Los tiempos se confunden en mi memoria pero sí supe, muchos años después, que la primera película que vi donde figuraba en los créditos Martin Scorsese fue Woodstock, otro canto del cisne musical, donde el futuro realizador italo-neoyrkino ofició como documentalista. A finales de los setenta vi New York, New York, película que vine a entender muchos años después, porque estábamos en tiempos antimperialistas y el film poco me entusiasmó en su momento. Pero pronto Scorsese volvió a subirse a mi pódium personal gracias al Toro salvaje, una de las películas más hermosas sobre el temible espectáculo del boxeo. Es quizás, gracias a los films de Scorsese que pronto entendí una verdad que parece disolverse en la nueva moralidad de nuestros tiempos: que las películas sobre la violencia no son apologías de la violencia. Que hacer obras de arte sobre seres despreciables no convierte a sus creadores en seres despreciables. Al contrario: los dignifica. En el arte todo está permitido. En la vida no. Y en el cine la moral va en contravía del buen comportamiento.

La sentencia, sin embargo, parece que no la entendieron los espectadores de El rey de la comedia, amarga genialidad de nuestro director que fue recibida a regañadientes por el público de su país. Nadie se imaginaría que, casi cuatro décadas más tarde, The Joker un pastiche a caballo entre Taxi Driver y The King of Comedy, se convertiría en una película alabada por críticos y comedores de crispetas. Es muy probable que Joaquin Phoenix logre opacar a su mentor espiritual, el inmenso Robert de Niro quien, con Leonardo di Caprio, se han convertido en intérpretes/talismanes de Scorsese. No, no se entendió El rey de la comedia, como tampoco se entendió After Hours, estupendo divertimento que, oh, no pasó por nuestras pantallas pero sí por mi antena repetidora. Las que sí pasaron fueron El color del dinero (continuación de la inolvidable El audaz de Robert Rossen) y la hermosa Última tentación de Cristo, primer escándalo del fundamentalismo religioso que terminó juzgando una obra magistral sin dejar que se viera en silencio. Sí se vieron, y muy bien, Buenos muchachos (Goodfellas), su gran película de la mafia, la cual tendría su secuela en el debut de de Niro como realizador, firmando A Bronx Tale. Casi sin respirar, Scorsese siguió su catarata de títulos, como un sonámbulo, consolidando los inicios de la década del noventa con Cape Fear, remake de un clásico con Gregory Peck y Robert Mitchum. Y cuando todos estábamos listos a sacar el revólver, el neoyorkino dio la vueltacanela completa con La edad de la inocencia, un hermoso melodrama de época, como para que el amor también se agitase por sus ventanales.

El alma se hace flecos pero lo más importante en el Arte es no detenerse y atacar por sorpresa. Así, Scorsese desenfundó sus armas y se vino lanza en ristre con Casino, una película a la que muchísimo le debe El irlandés que nos ocupa el recuerdo. Hasta allí llegaría la colaboración de Robert de Niro con el cómplice de sus mejores creaciones. El actor se dedicaría a trabajar con lo que le cayera entre las manos y Scorsese consolidaría su promiscuidad. Desde películas espirituales (Kundun, Silencio) hasta películas frenéticas (Bringing Out The Dead: como para terminar en una ambulancia). En la lista tiene que estar el quinteto de films con los que transformó a Leonardo di Caprio de un actor de naufragios al rostro inolvidable de Pandillas de New York, El aviador, Infiltrados, La isla siniestra y El lobo de Wall Street (¿cuándo lo veremos con de Niro?) Y para cerrar el resumen, no olvidar la aparatosa película juvenil La invención de Hugo, homenaje al pionero George Méliès en 3D, demostrando que el director no pelea contra las novedades sino que las pone al servicio de su propia creación.

¿Es todo? Claro que no. Falta citar los dieciséis documentales donde se destacan dos tendencias: su amor por la música y su pasión por la cinefilia. Allí se destacan  Il mio viaggio in Italia y la serie The Blues, sus dos extensos tesoros sobre Bob Dylan y sus sendos homenajes a los Rolling Stones (Shine A Light) y a George Harrison (Living In The Material World). No, no cito sus incursiones en el mundo de la televisión, porque esa es harina de otro costal y debería, cómo no, dedicarle algunas líneas a El irlandés que convoca mi triste entusiasmo. El sabor que me dejó el film producido por Netflix (¿es un film lo que produce Netflix?) es el de una fiesta de cumpleaños sin invitados. Me sentí culpable al huir del mundo, para ser testigo de la consolidación de una dicha anunciada. Pero pronto me di cuenta de que la película de Scorsese es mucho más que una historia de gángsters. Es, en realidad, una cantata del fin del mundo. El viejo mundo que quieren acabar, a toda costa, las protestas frenéticas del nuevo milenio. En el caso de El irlandés, Scorsese se regodea en la reconstrucción de un desastre, hasta el punto de que uno se pregunta cómo diablos ha podido sobrevivir un país dominado por tantos seres despreciables. Allí está todo: el asesinato de Kennedy, los sindicatos de Jimmy Hoffa (uno se acuerda de la película dirigida por Danny DeVito con Jack Nicholson y ya no sabe qué pensar), los juicios de Bobby Kennedy, la ya clásica banda sonora (donde se destaca la versión de “In The Still Of The Night” de los Five Satins), la violencia, la familia y, sobre todo, la vejez.

Al Pacino, Robert de Niro, Joe Pesci, el mismo Scorsese, asumen el paso del tiempo como lo asumimos los resignados espectadores que, durante años, hemos seguido el intenso frenesí de sus relámpagos visuales. Ahora, con el peso de la muerte a cuestas, pasamos de la expresión corporal a la fisioterapia con una sonrisita traviesa en los labios y decidiendo que todos, actores y público, estamos decididos a la resignación rebelde, a amarrarnos la ira y desaparecer con las botas anudadas.

La factura de The Irishman es apabullante. Desde su complejo andamiaje, mezcla de recursos del documental con actuaciones variopintas (Pacino parece un héroe de Shakespeare; Joe Pesci un Mefisto de ultratumba…), donde se nos cuenta una fábula a sorbos lentos, sin afanes, con destellos de violencia que se contraponen a la melancolía y a la misoginia con calculados fulgores. ¿El resultado? Un clásico a todas luces, donde se nos indica que estos seres sin perdón posible estaban condenados a desaparecer pero que, por desgracia, serán remplazados por otros aún peores. El irlandés es una celebración y una elegía, una fiesta y una resaca, un llamado al aplauso y un ensayo general de la muerte. En buena hora Martin Scorsese nos ha regalado este réquiem sin tacha, única manera de sostenernos en la borda, mientras el barco de la esperanza pareciera hundirse sin remedio.

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