Cuando era niño Heriberto Fiorillo vivía en el barrio Boston de Barranquilla. Todos los sábados su papá lo llevaba al cine Embajador. Le encantaban las películas de Tarzán, las de Johnny Weismuller, campeón olímpico de natación que inmortalizaría al hombre mono. En el camino al cine pasaban por un negocio ubicado en una esquina. Se escuchaban, entre el porro y el jazz, los gritos atronadores de los clientes. El papá de Heriberto miraba con desconfianza ese lugar.
-Esa es una cueva de artistas degenerados. Se emborrachan y después se agarran a trompadas. Ojalá tu nunca seas así cuando sea grande.
Inquieto, impetuoso, Heriberto Fiorillo convirtió esa advertencia de su papá en una invitación a querer saber mas sobre ese sitio. Muchos años después, cuando comenzó a leer a Álvaro Cepeda Samudio, a Hector Rojas Herazo, a Gabriel García Márquez se dio cuenta que él había sido vecino de La Cueva, el lugar donde se reunieron los artistas más prominentes de Colombia, lo que estudiosos de las principales universidades del mundo llamaron el Grupo de Barranquilla, una pandilla de bebedores de ron, lectores de Faulkner y habladores de lo humano y etéreo que se reunían en el negocio de la esquina de la casa de Heriberto en el barrio Boston.
Lo mas triste para Fiorillo de estar muerto es no poder disfrutar Barranquilla. Cuando estuvo trabajando en Cromos en Bogotá se le iba la mitad del sueldo viajando dos veces por semana. Luego la distancia se convirtió en dolor cuando se fue a Nueva York. La escritura era un medio para conjurar la tristeza. En Cromos su firma ganó peso hasta el punto que Gabriel García Márquez se convirtió en su lector más fiel. Una vez Gabo viajó hasta Bogotá a conocerlo. Él justo estaba acompañando a su esposa al parto de su primera hija. Lo llamaron al hospital. Le dijeron que se devolviera urgente a la sala de redacción. Cuando supo quien lo esperaba decidió tomar un taxi, llegar hasta la oficina y darle el abrazo a un mito que se había vuelto carne.
La relación con Gabo cambió cuando ganó el Nobel. En realidad, y así no lo reconozcan sus amigos más íntimos, para el creador de Cien años de soledad fue difícil seguir siendo de este mundo. Al menos aceptarlo. Cuando Gabo ganó el Nobel le dijeron a Fiorillo, desde Cromos, que se fuera a Ciudad de México a entrevistarlo. Esa tarde, en el amplio caserón de la Calle Fuego 144, Gabo se mostró distante con Fiorillo. Allí estaban visitándolo Regis Debray, eminente líder de izquierda francés, y el periodista italiano Gianni Miná. García Márquez no habló con nadie en particular. Dio una fría rueda de prensa. Fiorillo se fue sin nada. Inclaudicable, fue al otro día. Se plantó frente a la casa a donde lo recibió una empleada del escritor. Le dio una nota que le decía “Gabo, si no me das una exclusiva me echan de Cromos” Y entonces le abrieron la puerta.
Pero la gran obra de Fiorillo fue reconstruir la Cueva. La Cueva estuvo abandonada en los años setenta. En los ochenta los Char la compraron pero no hicieron mucho con ella. A finales de los noventa Fiorillo crea una fundación para resucitar el sitio con el que soñó desde pequeño. A pesar del tiempo aún habían quedado en la entrada las huellas del elefante que metió Alejandro Obregón en una de esas noches en donde todo se salía de control. Nada fue serio, decía Fiorillo, “Todo esto se hace mamando gallo”. Era pura modestia. Fiorillo logró convencer a las siguientes compañías para invertir en la reconstrucción de la Cueva: Tecnoglass, Carulla-Vivero, la Fundación Mario Santo Domingo, la Cámara de Comercio de Barranquilla, Cementos del Caribe, la Universidad del Norte, Electricaribe, Suramericana, Bancolombia, la Compañía Nacional de Chocolates, Corfinsura, Cunit, Conavi, la Fundación Visión Cultural, Triple A, la Zona Franca de Barranquilla, Cerveza Águila, Metrotel, Dupont de Colombia, Almacenes Éxito y el diario El Heraldo.
Desde el año 2000 La Cueva volvió a ser un lugar de culto y uno de los lugares por los que vale la pena regresar siempre a Barranquilla. A comienzos de año acepté la invitación de un amigo y la conocí. Aun están enmarcadas las huellas del Elefante. Desde afuera se parece al mismo lugar frecuentado por Gabo, Julio Mario Santo Domingo y toda la santa lista. Tocaba un grupo de salsa, una orquesta de doce personas subidos a la tarima. El mural es una evocación de la exuberancia Caribe. El fantasma de Cepeda Samudio se movía por todas partes como un abejorro y están los libros de Faulkner y de Hemingway que alguna vez manchó de tinto Alfonso Fuenmayor. Mi amigo me quería regalar el libro de la Cueva, el que había escrito en el 2008 Fiorillo contando las hazañas de sus héroes. Le había pedido a Heriberto que lo firmara pero ya estaba muy enfermo y me lo tuve que llevar así, sin su firma. Me hubiera gustado darle un abrazo, que me contara todas esas historias de Carnaval que tanto le gustaba recrear. Porque este hombre fue capaz de darle otra dimensión a las fiestas al crear el Carnaval de las artes. “El carnaval soy yo” solía decir al que le preguntara.
Sí, Heriberto va a estar muy solo sin Barranquilla, pero nada se compara a la soledad que siente Barranquilla sin su Heriberto.