Como en la película Darkest Hour, donde Churchill enfrenta la caída de Europa, hoy parece que Colombia y América Latina se preparan para su propio estreno. Pero esta vez sin héroes, sin villanos y sin discursos épicos. En esta versión, el libreto lo escribe, a mano alzada, Donald Trump, quien desde la Casa Blanca nos deja saber que estamos a las puertas del clímax: la mayor tensión que titila en el reloj, recordándonos que las horas se acercan.
Según Bloomberg y Semana, Washington ya tiene identificados objetivos militares dentro del territorio venezolano. En su lenguaje cinematográfico, los llama “nodos del narcoterrorismo”. Pero la semántica bélica nunca es inocente: detrás del discurso contra las drogas se esconde una vieja lógica imperial de control, una invasión disfrazada de ayuda, un reality show patriótico. Trump no combate solo al narcotráfico, sino a los gobiernos que no se pliegan a su narrativa.
¿Preocupante? Claro. Colombia vuelve a ser el “mejor amigo del Norte”. El presidente Gustavo Petro lo advirtió con tono de Churchill tropical: “No lo intenten.” Pero Estados Unidos no acostumbra escuchar advertencias que vengan del sur, incluso si provienen de uno de sus aliados históricamente obedientes. Estamos en la línea de fuego, y el gobierno lo sabe: para Washington, nuestras advertencias suenan como el zumbido de un mosquito.
Si la administración Trump decide “extender operaciones por tierra”, como lo rumorean los analistas, no será Venezuela la única herida. Las fronteras porosas, los corredores del Catatumbo y Arauca, y la fragilidad institucional de muchas regiones podrían convertirnos en un campo de operaciones extranjeras peligrosas. Ya conocemos esas “cirugías”: las que siempre dejan cicatrices en las fronteras y en los pueblos.
¿Consecuencias? Muchas. Una incursión militar respirándonos en la nuca significaría la pérdida de autonomía diplomática, la militarización de zonas civiles y un incremento inevitable del desplazamiento interno. Y aún más irónico: en medio de este tablero bélico, Colombia pondría a prueba la estabilidad de un gobierno que intenta consolidar la paz —a punta de discursos y no de políticas de Estado—, mientras Estados Unidos redefine la región como su nuevo tablero de guerra.
Así que sí, puede que estemos ante las horas culminantes, ante la incertidumbre de un país fragmentado, con unas elecciones presidenciales cada vez más polarizadas. Porque, más allá de los misiles y los comunicados, lo que está en juego es el alma de nuestra soberanía... y nuestra capacidad infinita de repetir el mismo papel de satélite. O quizá —solo quizá— la de atreverse a resistir.
La historia juzgará no solo a quienes disparen, sino también a quienes callen. Estas son, quizás, las horas más oscuras de Colombia.
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