¿Qué democracia queremos?
Opinión

¿Qué democracia queremos?

La “indignidad” de lo pactado y el futuro castrochavista que se esgrimen contra el acuerdo, conllevan la idea que el pueblo -con mayoría de edad- es incapaz de elegir con sabiduría

Por:
agosto 02, 2016
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Dentro de los argumentos que se han utilizado con frecuencia para oponerse al proceso de paz hay dos que merecen una especial consideración, por cuanto revelan una preocupante noción sobre la democracia y sus límites. Uno se refiere a la “indignidad” de lo pactado y el otro al espejo venezolano. Examinemos estos planteamientos como una contribución hacia el debate en torno al plebiscito por la paz.

Sobre lo indigno de La Habana se ha dicho mucho. Que el acuerdo, tal y como se definió, es un canto a la impunidad y una afrenta para los hombres y mujeres de bien. Según esta posición, permitir la participación política de las Farc y buscar alternativas a la cárcel es una evidente derrota para los colombianos y colombianas que resistieron estoicamente la guerra, manteniéndose en la legalidad pese a lo difícil de las circunstancias. Visto así, ¡qué desproporcionados resultan los beneficios para los secuestradores cuando a los secuestrados se los condena a la pobreza y la falta de oportunidades! Esta es la paz de Santos: dinero para los asesinos, Esmad para los campesinos.

En la órbita de esta posición, el problema central del proceso no es la legalidad, la conveniencia o la posibilidad de éxito que tienen las decisiones tomadas, sino la injusticia que ellas implican. Es, a todas luces, un razonamiento de tipo moral, en el cual se impugna lo pactado porque vulnera la dignidad de un pueblo adolorido y necesitado. Y es allí donde está el centro del debate sobre la impunidad. En la férrea convicción de que es tremendamente injusto e inaceptable cerrar una guerra concediendo beneficios a un enemigo atroz.

Sobre las lecciones de Venezuela hemos escuchado varias predicciones funestas. Que la historia nos demuestra que los socialistas son lobos con piel de oveja y que su pretendida apertura es una estrategia para ganar paulatinamente terreno. De las urnas al poder y de allí a la expropiación y la escasez. Las filas multitudinarias en el puente Simón Bolívar y las góndolas vacías de las grandes superficies se nos ofrecen como las postales de nuestro inexorable futuro. La expresiva inclinación del mando fariano hacia el proyecto bolivariano es la evidencia incontestable de este amargo presagio.

Apelar a los juicios morales y a una visión apocalíptica del futuro son rentables políticamente porque implican razonamientos incontestables. Optar por los acuerdos de paz es apoyar la injusticia contra los que nada han tenido: ¿quién puede justificar eso? Votar por el SI en el plebiscito significa llevar a Colombia conscientemente al inferno: ¿quién puede argumentar a favor?

 

Estamos presos en un relato que no nos ofrece
otra cosa más que un juego de suma cero

 

La discusión planteada en estos términos no resiste matices, ni preguntas más sofisticadas sobre lo que ha pasado en otros países, la lectura del contexto histórico o las pérdidas y las ganancias. Cualquier razonamiento que vaya en contravía de lo moral y lo históricamente correcto es el reconocimiento de una decisión dañina, frente a la cual no hay justificación posible. Y ese es uno de los motivos por los cuales nuestra conversación sobre los acuerdos de paz ha sido tan pobre en contenido y tan rica en señalamientos. Porque estamos presos en un relato que no nos ofrece otra cosa más que un juego de suma cero.

Sin embargo, lo más triste de este estado de cosas es que tanto en el argumento moral de la indignidad del acuerdo, como en el amargo presagio del futuro castrochavista se expresa con vigor la idea de que el pueblo, por sí solo, es incapaz de elegir con sabiduría. ¡Abran los ojos! Es la consigna en común. No dejen que los engañen, les están diciendo mentiras. Así las cosas, lo que necesitamos no es un líder que nos ofrezca ideas políticas, con las cuales estaremos a favor o en contra, sino un padre generoso que nos proteja de nuestra propia ignorancia y nos lleve por el camino seguro. Quién sino él nos va a enseñar las lecciones de la historia. Quién sino él nos va a indicar que es lo bueno y lo malo.

 

Tenemos abierto un debate sobre el tipo de desarrollo que queremos,
sobre la sostenibilidad ambiental en nuestras decisiones
y sobre el tipo de democracia que nos vamos a permitir

 

Colombia atraviesa un momento particularmente sensible, cuyas tensiones expresa con vigor el proceso de paz. Tenemos abierto un debate sobre el tipo de desarrollo que queremos, sobre el lugar que tendrá la sostenibilidad ambiental en nuestras decisiones y sobre el tipo de democracia que nos vamos a permitir. Para algunos, la democracia es un proceso en el que la clave consiste en avanzar con estabilidad protegiendo al pueblo de sus propios errores. Es la democracia de las grandes verdades y del patriotismo.

Otros creemos que la democracia se parece más a una aspiración que a un juego perfecto, y que en su seno, el debate serio y reflexivo puede abrirnos la puerta a las decisiones más correctas. En esta visión, que es menos mediática y menos rentable para los odios y los discursos, cualquier opción de voto es válida, lo que interesa realmente es la calidad del razonamiento que la  conduce. Democracia, pueblo y decisiones, son imperfectas, pero son propias, y los errores y los aciertos serán resultado del razonamientos más allá de la maniquea visión sobre lo bueno y lo malo. Esto es un pueblo con mayoría de edad que decide por cuenta propia su futuro. De eso se trata el plebiscito por la paz.

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