Por alguna razón los ciclistas colombianos empezaron a confiar en una bicicleta nacida lejos de sus montañas. Una bicicleta italiana, esbelta, curva, casi pretenciosa: una bicicleta llamada Pinarello.
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Nairo Quintana y Egan Bernal coronaron etapas y se hicieron campeones con alma colombiana y montados sobre hierros italianos. Una historia que entremezcla dos geografías que no se tocan.
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Giovanni Pinarello nació pobre —como tantos— y quiso ser ciclista —como tantos otros. Lo fue, mal. Compitió, perdió, insistió. Pero cuando el cuerpo ya no quiso seguir pedaleando, se quedó en la bicicleta. Empezó a fabricarlas. No para él. Para los otros. Como si hubiera entendido que su lugar no estaba en la cima del Alpe d’Huez, sino construyendo sueños ajenos.
Treviso, entonces, se convirtió en algo más que un mapa. Fue laboratorio de carbono y aerodinámica. Desde los años 70, Pinarello se volvió un nombre de respeto en los pelotones. En los 90, Miguel Induráin ganó cinco Tours de Francia sobre una Pinarello. Después vino Wiggins, vino Froome. Después vino Colombia.
Egan Bernal tenía 22 años cuando se convirtió en el primer latinoamericano en ganar el Tour de Francia, en 2019. Lo hizo sobre una Pinarello Dogma F12. La bicicleta costaba más de lo que gana un trabajador de a pie en un año. Pesaba menos que una cubeta de aguacates y tenía más ingeniería que muchas motos.
Egan la montó con pericia y perfección. Se la llevó por los Alpes, por los Pirineos, por las rectas largas del norte de Francia. Y ella respondió. Como si ese cuadro de carbono supiera lo que significaba llevar a Colombia hasta lo más alto del ciclismo mundial.
La gloria sobre una Pinarello ya la había conseguido Nairo ya estaba. El pequeño gigante de Cómbita había ganado el Giro de Italia en 2014. También con una Pinarello. En su caso, una Dogma 65.1 Think2, nombre que parece contraseña de wifi pero que esconde una máquina ajustada al milímetro. Con ella, Nairo subió al Stelvio, al Zoncolan, como si lo empujara la historia de un país que siempre ha encontrado en la montaña un modo de resistir.

Pinarello entendió eso antes que otros. Supo que los ciclistas colombianos eran algo más que buenos escaladores. Eran símbolos. El barro convertido en músculo. El hambre convertido en fuerza. Y entonces vinieron otros.
Einer Rubio, otro boyacense, también apostó por Pinarello. En el Giro de 2023, cuando ganó una etapa en solitario con una sonrisa de esas que no se inventan, también iba sobre una Dogma. Tal vez sea coincidencia. Tal vez no. Pero hay algo en ese cuadro de carbono que parece entender el alma del ciclista colombiano: esa mezcla de humildad y terquedad, de silencio y furia.
¿De quién es Pinarello?
Desde 2016 y durante tres años la empresa fue del grupo L. Catterton, un fondo de capital del que en parte es propiedad el grupo LVMH (Louis Vuitton), la había comprado por unos 90 millones de euros. Pero en 2019 fue vendida una vez más por 200 millones de euros, pero nunca dijeron quienes son los nuevos dueños.
La marca, además, ha hecho del diseño una declaración. Las Pinarello no sólo son rápidas: son hermosas. Curvas que parecen hechas por escultores. Aerodinámica nacida de túneles de viento pero pensada para verse bien en Instagram. En un país donde las apariencias importan —aunque digamos que no—, eso también cuenta.
Hoy, en las carreteras que serpentean por Boyacá o por Antioquia, no es raro ver a un muchacho de diecisiete años sobre una bicicleta usada, soñando con tener una Pinarello. La ha visto en las piernas de Egan, en los videos de Nairo, en las vitrinas imposibles de alguna tienda de Bogotá. Sabe que no es barata. Sabe que probablemente no la tendrá nunca. Pero sueña. Las ciclas sobre las que Egan y Nairo pueden alcanzar los 80 millones, una fortuna para muchos, pero para Movistar, Ineos es solo una inversión para alcanzar etapas, victorias y trofeos, que significan dinero, mucho dinero.
Porque lo que Pinarello logró —más allá del carbono, más allá de las etapas, más allá del marketing— fue instalar un sueño italiano en la piel de un país que todavía cree que las piernas pueden cambiarlo todo. En las afueras de Treviso, la sede de Pinarello sigue siendo discreta. Como si no quisiera llamar la atención. Allí, los ingenieros siguen moldeando cuadros, buscando esa combinación exacta entre rigidez y ligereza, entre fuerza y elegancia. No hablan español. No saben de arepas. Tal vez no sepan qué es el Páramo de Sumapaz. Pero hacen bicicletas que entienden a los ciclistas colombianos mejor que muchos colombianos.