Petro traicionó a quienes confiaron en él cuando firmó en piedra que no iba a convocar a una Asamblea Constituyente

Petro prometió no convocar una Constituyente, pero hoy impulsa una que pondría en riesgo la Constitución del 91 y la estabilidad democrática de Colombia

Por: David Arturo Montero Forero
octubre 27, 2025
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Petro traicionó a quienes confiaron en él cuando firmó en piedra que no iba a convocar a una Asamblea Constituyente
Foto: Petro / X

En 2018, Gustavo Petro firmó, ante Antanas Mockus, una simbólica “tabla de mandamientos” donde juraba no convocar una Asamblea Constituyente. Esta promesa, grabada en piedra, pretendía enviar un mensaje de respeto absoluto por la institucionalidad. En el punto II de aquel decálogo se leía: “No convocaré a una Asamblea Constituyente”. Una declaración que buscaba disipar temores sobre una posible deriva autoritaria, y garantizar que su proyecto político operaría dentro del marco constitucional vigente.

Sin embargo, ahora, siendo presidente, Petro propone una Constituyente para cambiar la Constitución del 91, generando comprensible indignación en muchos sectores de la sociedad colombiana. Quienes intentan justificar el cambio afirman que esa promesa fue hecha en 2018. Pero lo cierto es que Petro reiteró ese compromiso en 2022. Durante el último debate presidencial antes de la primera vuelta, el 27 de mayo, volvió a asegurar que una nueva Constitución no hacía parte de su agenda. Subrayó que su gobierno se regiría por la Constitución vigente. Estas palabras fueron cruciales para calmar los temores de una parte del electorado, especialmente entre quienes, sin ser petristas, lo consideraban una alternativa democrática. Hoy, desconocer esa afirmación es no solo una muestra de incoherencia, sino una traición a la confianza ciudadana.

La propuesta de convocar una Asamblea Nacional Constituyente llega en un momento político crítico, a menos de un año de las elecciones presidenciales de 2026. ¿Es sensato embarcar al país en una refundación constitucional justo ahora? Para muchos, la respuesta es un rotundo no. Analistas y opositores han calificado la propuesta como un distractor, una táctica para desplazar la atención del fracaso de las reformas en el Congreso y del desgaste del gobierno.

Incluso el propio documento oficial que sustenta la propuesta reconoce que el procedimiento es complejo; se requeriría la recolección de más de dos millones de firmas, aprobación en el Congreso con mayorías especiales, control de la Corte Constitucional y un referendo popular. Todo esto en medio de un ambiente electoral crispado. Llevar a cabo ese proceso en tiempo récord es prácticamente inviable y, de intentarlo, podría agravar la ya delicada estabilidad institucional.

Más aún, existe un temor fundado de que esta Constituyente sea utilizada como vehículo para extender el poder presidencial. Críticos advierten que Petro podría buscar, directa o indirectamente, prorrogar su mandato más allá de los cuatro años constitucionales, escudándose en la necesidad de que la nueva Asamblea concluya su labor. Aunque él ha negado esa intención declarando que “cuando se instale la constituyente, no seré presidente de Colombia”, la sola posibilidad genera desconfianza. El proyecto presentado incluye una cláusula que otorga al Presidente facultades extraordinarias por seis meses para expedir decretos con fuerza de ley y para definir el mecanismo de elección de los constituyentes. Es decir, el Ejecutivo asumiría poderes excepcionales en la recta final del mandato. Un precedente peligroso para cualquier república democrática.

No es la primera vez que América Latina presencia una maniobra así. En Venezuela, Hugo Chávez convocó en 1999 una Asamblea Constituyente que le permitió ampliar su poder, extender el mandato presidencial y habilitar la reelección indefinida. Su sucesor, Nicolás Maduro, repitió la fórmula en 2017, utilizando una constituyente paralela para anular al Parlamento opositor. Bolivia vivió un proceso similar bajo Evo Morales, quien en 2006 promovió una nueva Constitución que redefinió los límites del poder y le permitió mantenerse en la presidencia por casi 14 años. En todos estos casos, el pretexto fue el mismo, la necesidad de “refundar” el país. El resultado también fue común, concentración del poder, debilitamiento institucional y erosión de las democracias.

Que el gobierno de Petro insista en seguir esa ruta es motivo suficiente de preocupación. No importa cuán distintas sean las condiciones locales, el patrón es el mismo y las consecuencias podrían ser igualmente graves. La historia ya nos ha mostrado que las Asambleas Constituyentes, cuando son promovidas desde el poder sin amplio consenso, terminan siendo herramientas de autoconservación más que de transformación.

Colombia no necesita una nueva Constitución. Tiene una que fue fruto de un proceso democrático sin precedentes. La Constitución de 1991 nació del clamor ciudadano y del anhelo por la paz, tras años de violencia política y exclusión. El movimiento de la Séptima Papeleta logró lo que una ciudadanía movilizada provocara una reforma estructural del Estado. La Asamblea Nacional Constituyente, elegida por voto popular en diciembre de 1990, redactó una Carta Magna moderna, plural, garantista. El texto de 1991 consagró un Estado Social de Derecho, fortaleció la separación de poderes, descentralizó el poder político y reconoció la diversidad étnica y cultural de la nación. Introdujo mecanismos innovadores como la acción de tutela y garantizó derechos fundamentales y sociales de forma inédita en la región. Durante más de tres décadas, esa Constitución ha sido el pilar sobre el cual se ha construido la institucionalidad democrática del país.

Por supuesto, como toda obra humana, no es perfecta ni inmutable. Puede y debe reformarse cuando las condiciones lo exigen, pero para eso ya existen mecanismos dentro del propio texto constitucional. Pretender reemplazarla por completo, bajo el argumento de que “no permite avanzar”, es una exageración peligrosa. La dificultad para aprobar reformas no es culpa de la Constitución, sino del sistema político, del Congreso, de la falta de consensos. Cambiar las reglas de juego porque no se obtienen mayorías coyunturales equivale a deslegitimar el propio sistema democrático.

En lugar de lanzar una aventura constituyente que pone en riesgo la estabilidad del país, el gobierno debería agotar los canales institucionales existentes para alcanzar sus reformas. Si no logra mayorías, debe aceptar el límite que impone la democracia. Así lo han hecho todos los gobiernos desde 1991.
Hoy más que nunca, proteger la Constitución del 91 es un acto de responsabilidad cívica. Defenderla no significa rechazar el cambio, sino exigir que este ocurra dentro de los marcos legítimos. Decir “no” a la Constituyente, es decir, “sí” al Estado de Derecho, a la separación de poderes, a las libertades que con tanto esfuerzo se han conquistado.

A Gustavo Petro le recordamos su propia palabra, firmada y repetida “no convocaré una Asamblea Constituyente”. La coherencia es el mínimo ético exigible a un presidente. Colombia no necesita una refundación; necesita respeto por sus instituciones. La Constitución es el límite. Y ese límite debe mantenerse firme, por el bien de la democracia.

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